– No. Estaría preocupada por llevar algo de tanto valor.
– También te he traído una tiara -le dijo él, sacándosela del bolsillo.
– ¿Una tiara? ¿Como si fuera una princesa? Mi madre me hizo una cubierta de purpurina cuando era pequeña. De verdad, no puedo…
– Al menos pruébatela-le pidió él.
Victoria contuvo la respiración. Tomó la tiara, se giró hacia el espejo y se la puso.
Los diamantes brillaron sobre su pelo rubio. Sonrió, estaba guapa, majestuosa.
– Merece la pena llevarla, aunque tenga que pasarme el resto de la vida lavando platos -susurró antes de mirarlo a los ojos a través del espejo-. Gracias.
– ¿Y los pendientes?
– Mejor no.
El sacudió la cabeza.
– No hay quien te entienda.
– Lo sé. ¿A qué es por eso por lo que te apetece darme un abrazo? -se rió-. Venga. Estoy lista. Vamos a celebrar tu designación.
Kateb la miró como si estuviese loca. Ella pensó que tal vez lo estuviese. Lo cierto era que los pendientes no la habrían hecho sentir como la tiara, como una princesa. Y, eso, de algún modo, la hacía conectar con su madre.
– Como desees -contestó él, ofreciéndole el brazo.
Salieron del harén y fueron hacia la entrada principal.
Una vez allí, vieron a muchas personas charlando. Todo el mundo guardó silencio al ver acercarse a Kateb, entonces, aplaudieron. Victoria, que no estaba segura de deber participar en ese momento tan especial, se apartó y aplaudió también. Kateb se giró a mirarla, pero no dejó de andar. Ella entró al salón detrás de él, con el resto de los invitados.
Los ancianos estaban en fila. Kateb los saludó. Ellos lo abrazaron de uno en uno, complacidos con la elección. Victoria no supo qué hacer. Estaría sentada al lado de Kateb, en la mesa principal, pero hasta que eso ocurriera, imaginó que sería mejor quedarse en un segundo plano.
De repente, la gente la empujó hacia delante y, sin saber cómo, acabó delante del primero de los ancianos, Zayd.
Era mayor y muy menudo, pero sus ojos brillaban de sabiduría.
– Así que tú eres la amante de Kateb.
Victoria no supo qué decir, así que sonrió y esperó que eso fuera suficiente.
– Necesita a alguien que lo haga feliz. ¿Estás dispuesta a cumplir con la tarea?
– Haré todo lo posible -murmuró ella, pensando que Kateb estaba deseando saber si estaba embarazada o no para que se fuese de allí.
– Tendrás que hacer todavía más -le dijo el anciano-. Debes reclamarlo con entusiasmo y energía. Eso es lo que quiere un hombre.
– Dicho así, cualquiera diría que Kateb es el último nacho del plato -comentó sin pensarlo-. A Kateb le gusta ser él quien domine, más que al contrario.
Justo en ese momento, la sala se quedó en silencio y sólo se la oyó a ella.
El anciano la miró fijamente. Y ella se quedó allí, incapaz de moverse, sin saber dónde estaba Kateb ni si la habría oído.
Entonces el anciano empezó a reír y reír. Las lágrimas corrieron por su rostro y todo el mundo volvió a hablar.
– He oído hablar de los nachos, sí -dijo-. Muy bueno. Sí, lo conseguirás.
Victoria siguió saludando al resto de los ancianos. Se limitó a sonreír sin decir nada. Kateb la estaba esperando al final.
Cuando lo miró, él arqueó una ceja. Estupendo.
– Lo has oído.
– Me ha parecido un comentario insólito.
– Tenías que haber estado ahí toda la conversación.
– Eso parece.
Le puso la mano en la espalda y la guió hacia la mesa principal.
– ¿Estás enfadado?
– No. Me has comparado con un nacho. Siento que mi vida está completa. Ella sonrió.
– Eres muy gracioso. Es extraño, pero me gusta.
– Gracias.
Kateb le ofreció una silla. Mientras se sentaba, Victoria pensó que su sentido del humor no era lo único que le gustaba de él. Le gustaba que la escuchase, salvo cuando pensaba mal de ella, y le gustaba que fuese justo. Sería un buen líder. Le gustaba. Como hombre y, tal vez, como amigo. Lo respetaba.
Eso estaba bien. Era mejor tener una buena relación. Pronto tendría que marcharse y prefería tener un buen recuerdo del tiempo que habían pasado juntos.
La cena fue transcurriendo sin complicaciones. Kateb escuchó las alabanzas de los ancianos. Eran historias sencillas que servían para ensalzarlo.
– ¿Y la historia de cómo mataste al dragón? – preguntó Victoria en voz baja, acercándose a él-. ¿O de cómo rescataste a quince huérfanos de un edificio en llamas a la vez que inventabas Internet?
– Ahora vienen -contestó él, disfrutando del olor de su piel.
– Me gustan los grandes finales.
– Entonces, te gustarán las bailarinas.
Ella lo miró.
– ¿De verdad? Me encantan. Yo nunca sería capaz de bailar con tanta gracia.
– ¿No te parece insultante? -le preguntó él sorprendido por su reacción-. ¿No te parece algo primitivo o degradante?
– No, se pasan años aprendiendo a bailar y es precioso. Como el ballet, pero con pantalones transparentes, velos y otra música.
Empezó a sonar la música en el salón y las bailarinas salieron y se colocaron enfrente de la mesa principal. Victoria se quedó hipnotizada con el espectáculo. Kateb, por su parte, se esforzó en prestar atención, pero le costó no mirar a la mujer que tenía al lado. El calor de su cuerpo lo invadía. Por muy bien que se moviesen las bailarinas, sólo podía sentirse interesado por ella.
Se recordó a sí mismo que tal vez estuviese embarazada y que, si así era, se habría atado a él para siempre. Y se repitió que no podía confiar en ella.
No obstante, no podía olvidar cómo había sido hacerle el amor. Sintió la necesidad de acariciarla de nuevo, de complacerla y ser complacido, de oír su respiración entrecortada y sentir cómo lo aplastaba su suave piel.
No le gustaba necesitarla tanto. Había aprendido a controlarse viviendo en el desierto. ¿Qué le estaba pasando?
Sólo podía pensar en volver a estar con ella. El baile continuó. Victoria le susurró algo al oído, pero no lo oyó. Estaba completamente invadido por el deseo.
Por fin las mujeres se quedaron quietas y todo el mundo aplaudió. La velada había llegado a su fin.
Kateb se levantó y habló. Victoria sonrió. Cuando hubo terminado su breve discurso, la tomó de la mano y fue hacia la salida.
Había muchas personas que querían felicitarlo. El asintió y respondió como debía, sin dejar de andar.
– ¿Estás bien? -le preguntó Victoria-. ¿Te ocurre algo?
– Estoy bien.
– Pareces tener prisa.
– La tengo.
– ¿Por qué?
Esperó a estar lejos de la multitud, entró en una alcoba, la tomó entre sus brazos y la besó.
Victoria no supo qué pensar, pero en cuanto los labios de Kateb tocaron los suyos, ya no le importó. La besó con pasión, con anhelo, casi con desesperación. Ella había pensado que no volverían a hacer el amor, pero en esos momentos Kateb le estaba haciendo saber que quería que fuese suya.
Victoria retrocedió lo suficiente para ver fuego en sus ojos.
– Estamos cerca del harén -susurró.
El dudó un momento, y ella supo por qué.
– Yusra es muy eficiente. Ha llenado los cajones de mi mesita de noche de preservativos.
El tomó su mano y se la besó. Fueron con rapidez hacia el harén y entraron en él. Victoria lo condujo hacia su dormitorio.
La iluminación era tenue y la cama estaba preparada. Todas las noches se la preparaban, como si esperasen que algún día llevase allí a un amante.
Esa noche lo había hecho.
Se volvió hacia él, que volvió a besarla. Mientras lo hacía, le abrió la chaqueta sin desabrocharla. Ella se la quitó mientras Kateb le desabrochaba el sujetador.
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