Susan Mallery - La amante cautiva

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Vendida… a un atractivo príncipe del desierto
Victoria McCallan había decidido ofrecerse como pago a las deudas de juego de su padre al príncipe Kateb de El Deharia. Sin embargo, la joven secretaria, que trabajaba en palacio, no esperaba que el príncipe le hiciese una contraoferta… Cuando el príncipe Kateb, viudo desde hacía cinco años, se llevó a Victoria al desierto para que fuera su amante durante seis meses, no lo hizo con la intención de enamorarse de ella. Pero la descarada estadounidense no tardó en tentarlo. El príncipe estaba obligado a tomar una esposa de su misma condición social, pero el corazón de Kateb le pedía que actuase de otro modo…

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Entonces él tomó uno de sus pechos con la boca, haciéndola gemir de placer. Victoria se aferró a su cabeza, arqueó la espalda y le pidió más en un susurro.

Estaba preparada, quería que la penetrase, pero lo que le estaba haciendo le gustaba tanto, que tampoco quería que parase.

Entonces lo vio arrodillarse ante ella para besarla en el lugar más íntimo de su cuerpo. Y sintió que empezaba a perder el control.

– No -le dijo. No quería que fuese allí, medio desnuda, casi sin tenerse de pie.

El pareció entenderla. Se incorporó y empezó a desnudarse. Victoria se quito los zapatos, los pantalones y las braguitas. Kateb sacó un preservativo de la mesita de noche. Entonces, ambos se tumbaron desnudos en la cama.

Victoria le acarició su erección y él contuvo la respiración, se apretó contra ella.

Luego se colocó entre sus piernas para darle placer con la boca. Ella las separó e intentó contener un gemido de placer.

Al principio, Kateb se movió muy despacio, como si quisiese descubrir que era lo que la hacía temblar, gemir y retorcerse. Le acarició todo el cuerpo. Victoria nunca había sentido algo igual. Sus músculos internos se tensaron y él empezó a moverse más deprisa, a un ritmo constante. Victoria se sacudió y sintió que una ola de placer invadía todo su cuerpo.

El continuó acariciándola con la lengua, con más suavidad, hasta que se quedó quieta y recuperó la respiración. Entonces Kateb se incorporó y se puso el preservativo. La penetró de inmediato.

La llenó por completo, volviendo a despertar todas sus terminaciones nerviosas. Cuando quiso darse cuenta, Victoria estaba llegando otra vez al clímax. Aquel orgasmo la pilló desprevenida. Se aferró a él, incapaz de controlar su cuerpo. Lo miró a los ojos y se perdió en cada empellón.

Se dijo a sí misma que apartase la mirada, que cerrase los ojos, que aquello era demasiado íntimo, pero no pudo. El tampoco miró a otro lado.

Continuó observándola, entrando y saliendo. Victoria nunca había sentido tanto placer.

Entonces él se puso tenso y llegó al orgasmo también. Ella lo vio todo, el anhelo, el alivio, la satisfacción. Por fin se quedó quieto, habían terminado.

Victoria había imaginado que Kateb se marcharía, pero se quedó tumbado a su lado y la abrazó. Ella aceptó el gesto de buen grado, deseó prolongar el momento, sentirlo cerca. Se dijo a sí misma que era por la soledad, más que porque necesitase al hombre en sí.

– ¿Lo tenías pensado? -le preguntó, con la cabeza apoyada en su hombro.

– ¿Hacer el amor contigo? ¿Te estás preguntando si ha sido un accidente?

Había una nota de humor en su voz.

– Tal vez -contestó Victoria.

– No me he tropezado y he caído encima de ti.

– Ya lo sé, pero no querías que esto volviese a ocurrir.

– Tal vez no sea capaz de resistirme a ti.

Ella deseó que fuese verdad.

– ¿Por qué te ofreciste a mí? -le preguntó él, acariciándote el pelo.

– Ya te lo expliqué cuando ocurrió. No podía permitir que mi padre fuese a la cárcel.

– Por tu madre. ¿Tanto significa para ti una promesa?

Victoria supo que se lo preguntaba de verdad, no estaba cuestionando su lealtad.

– Ella siempre estuvo allí para mí. A pesar de amarlo a él más de lo que debía, siempre me cuidó y me quiso a mí también. Por muy feas que se pusiesen las cosas, siempre me quiso. Le hice la promesa porque pensé que así él seguiría vivo.

– Eso no estaba en tu mano.

– Faltaban unas semanas para que terminase el instituto. No estaba preparada para vivir sola. Tenía que creer en algo.

– Pero después tomaste tu propio camino.

– No fue fácil -no quiso pensar en aquello, en el miedo. Esa noche, no-. Aprendí a ser fuerte.

– Siempre lo fuiste.

– Ojalá eso fuese verdad.

– Hay que ser fuerte para sobrevivir a una tragedia.

Victoria recordó las polvorientas cajas de la habitación de Kateb. Los recuerdos atrapados y el dolor.

– Debes de echarla mucho de menos -murmuró.

El se puso tenso.

– No.

– ¿Qué?

– No podemos hablar de ella.

– ¿Por qué no? Era tu esposa. La querías y ya no está aquí. Deberías hablar de ello.

– Tal vez ya lo haya hecho -dijo él, mirando hacia el techo.

– Lo dudo mucho. Seguro que lo llevas todo dentro. Habla conmigo. Soy una apuesta segura.

– ¿Qué quieres decir?

– Que no te importo.

Kateb se giró hacia ella.

– ¿Por qué dices eso?

– No lo he querido decir como si me compadeciese de mí misma. En cuanto sepas que no estoy embarazada, me harás volver a la ciudad. Así que me lo puedes contar todo. ¿Cómo se llamaba? ¿Cómo era?

El la miró a los ojos, como si quisiera probar su sinceridad. Ella no apartó la vista. Kateb se relajó por fin y sonrió.

– Se llamaba Cantara. La conocí cuando yo tenía diez años y ella ocho. Ella no creía que yo fuese un príncipe, porque no tenía corona y porque montaba a caballo mejor que yo. Nos hicimos amigos. Eso nunca cambió.

– Qué suerte. Debe de ser estupendo, ser amigo de la persona con la que te casas.

– Lo fue. Cantara entendía el desierto y me entendía a mí. A partir de los dieciséis o diecisiete años, supimos que nos casaríamos.

Victoria se preguntó cómo sería estar tan seguro de algo en la vida. Saber que era amada por un hombre al que ella también amaba.

– Esperamos a que yo tuviese veintidós -continuó él-. Mi padre pensaba que era demasiado joven, pero insistí y accedió. Nos casamos y vinimos a vivir aquí.

– Debisteis de ser muy felices.

– Yo lo era. Lo tenía todo. Unos años después, tuve que asistir a varias reuniones de las tribus. A veces duraban semanas y eran muy aburridas. Ella decidió irse a Europa con un par de amigas. Murió en un accidente de tráfico.

– Lo siento.

– Yo también lo sentía, pero el tiempo lo cura todo.

– Todo, no. Vas a tener que casarte por obligación, no por amor.

– Yusra habla demasiado.

– Es posible.

– Esperaré a ser líder y luego escogeré a una mujer fuerte, poderosa. Quiero paz y prosperidad para mi pueblo. Vendrá bien una alianza con una de las mayores tribus del desierto.

– ¿Y si no te gusta la mujer que te eligen? ¿Y si huele mal o no tiene sentido del humor?

– Me casaré por obligación, nada más.

– Tendrás que acostarte con ella.

– No muchas veces, si yo no quiero.

Victoria se sentó y lo miró fijamente.

– ¿Sólo hasta que la dejes embarazada? Qué romántico.

– Es más fácil para un hombre que para una mujer -comentó él, divertido por su reacción.

– Claro, porque de noche todos los gatos son pardos, ¿no? Qué asco. ¿Y qué pasará con sus sentimientos?

– Si es la hija de un jefe de tribu, entenderá la importancia de la alianza.

– Deja que lo adivine. Se sentirá realizada con sus hijos y tú tendrás el harén para que te hagan compañía.

– ¿Por qué te enfadas en nombre de una futura mujer que todavía no existe?

– Porque sí.

Kateb bajó la vista a su cuerpo.

– ¿Sabes que estás desnuda?

– No cambies de tema.

– Estoy volviendo al tema con el que estábamos hace sólo unos minutos.

En un movimiento rápido, la agarró por la cintura y la tumbó de nuevo en la cama. La acarició, la besó y llevó los dedos al interior de sus muslos.

– Estás jugando sucio-se quejó Victoria mientras lo abrazaba.

– Quiero ganar -contestó él antes de volverla a besar.

Capítulo 9

Victoria volvió a casa de Rasha a la mañana siguiente. Había hecho varias copias del plan de negocio.

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