Reyhan sintió cada palabra. Lo traspasaban como cuchillos. El día anterior apenas había sentido dolor al recibir el disparo, pero ahora, con Emma, se desgarraba por dentro.
Amor. Habría vendido su alma sólo por oír esas palabras en boca de Emma. Pero ¿entonces qué? ¿Quién sería él si sucumbiera al amor y al deseo por aquella mujer? ¿Cómo podría ser fuerte? ¿Cómo podría ser un hombre si se dejaba controlar por una mujer?
– ¡No! -Exclamó, poniéndose en pie-. No me ames. Yo no podré amarte. Otra vez no. No volverá a dominarme el deseo. No volverás a ocupar mi cabeza y consumir hasta el último aliento de mi cuerpo. No volveré a ser débil por lo que siento por ti.
La miró furioso, pero ella no se inmutó. Se limitó a mantenerle la mirada con todo el amor que era capaz de sentir.
– No tiene por qué ser así -dijo ella finalmente, levantándose y quedando desnuda ante él. Su larga melena le caía por los hombros y le acariciaba los pechos-. Podemos apoyarnos mutuamente. Un equipo es mejor que un solo hombre. Quiero hacerte feliz, Reyhan. Quiero ser la única persona en el mundo a quien puedas confiarle todo, y yo quiero confiar en ti del mismo modo.
Él sabía lo que le pedía y lo que quería. Y sabía la verdad: era mejor estar solo y seguro. Tenía que marcharse.
Se dispuso a hacerlo, pero antes se permitió mirarla por última vez. Contempló su hermoso rostro, sus ojos ligeramente inclinados y su exuberante boca. Memorizó el sonido de su risa y cómo fruncía el ceño cuando estaba enfadada. Y recordó su pelo recogido en alto, como lo había llevado en la recepción oficial en palacio.
Entonces bajó la mirada hasta sus pechos, hacia aquellos pezones endurecidos que lo llamaban como una sirena. Miró su estrecha cintura y sus redondeadas caderas. Se sintió mal al pensar en el bebé que habían perdido, y en lo que ella había sufrido en soledad.
Un hijo, pensó con pesar. O una preciosa niña que ahora tendría cinco años y que correría por los pasillos de palacio y a la que él querría con todo su corazón.
Estando allí de pie y desnudo, con la luz del sol inundando la habitación, Reyhan sintió el peso de todo lo que había perdido al abandonar a Emma. Era un peso demasiado grande, imposible de soportar, y se dobló por las rodillas.
Emma estuvo a su lado en un instante.
– No dejes que me vaya -le rogó-. Se nos ha concedido una segunda oportunidad. ¿Es que no ves el privilegio tan extraño y valioso que tenemos?
Él se aferró a ella, porque ella era lo que siempre había sido. Su salvación. Había intentado vivir sin ella. Se había convencido de que un mundo frío y gris era el lugar más seguro, pero eso no era vida. Sólo era una mera existencia que ofendía a aquellos valientes que luchaban por lo que querían.
– Soy un hombre humillado por una mujer -dijo, y tomó su rostro en las manos para besarla.
– Soy yo la que ha sido humillada -respondió ella, besándolo a su vez-. Te amo, Reyhan.
– Y yo a ti. Te amo desde el primer momento en que te vi.
Él la tomó en brazos y la llevó a la cama, donde se enredaron con las sábanas.
– Quédate conmigo. Ámame. Sé la madre de mis hijos. Trabaja a mi lado. Llena mis noches y mi corazón.
A Emma se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Sí. Así será. Por siempre.
Había mucho que discutir, pensó ella mientras se fundían en un abrazo de pasión. Dónde vivirían, si allí o en el palacio rosa. Con qué frecuencia visitaría ella a sus padres en Texas. Qué iba a decir Reyhan cuando ella le dijera que abandonaba su trabajo por él, pues seguro que encontraría otra manera de usar su experiencia como enfermera.
Y por último, y lo más importante, cuándo le hablaría de la diminuta vida que estaba creciendo en su interior. Sabía, con la profunda certeza que había acompañado a las mujeres desde el amanecer de los tiempos, que aquella mañana habían concebido un bebé. Un hijo que sería el primero de muchos. La promesa de que se amarían para siempre con un amor tan inmenso e imperecedero como las arenas del desierto, el lugar ideal para el amor.
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