Susan Mallery - El jeque enamorado

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Gracias a Dios no estaba embarazada… ¡pero estaba casada!
Al menos eso era lo que afirmaba aquel hombre, el mismo del que se había enamorado en la universidad… que también aseguraba ser un príncipe del desierto. De acuerdo, habían celebrado una falsa ceremonia y habían pasado la luna de miel en el Caribe, pero era todo de mentira… ¿o no?
El padre del príncipe Reyhan insistía en que ya era hora de que su hijo se casara, pero había un pequeño problema… Reyhan ya estaba casado con Emma. Así que el rey ordenó a su nuera, que se fuera de viaje mientras él ultimaba la anulación… no sospechaba que los había enviado al paraíso, el lugar ideal para el amor.

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– Tienes que tumbarte -le dijo-. Enseguida.

Al final de las escaleras había una puerta. Reyhan la abrió y entraron en un vestíbulo hermosamente alicatado. El aire era fresco, y aún entraba algo de luz por los grandes ventanales.

– Hay lámparas que funcionan con baterías -dijo él-. Varias en cada habitación.

Le indicó la dirección de la cocina y el despacho y dónde empezaba el ala de los dormitorios. Entonces entró en el primero de ellos y se tumbó lentamente en la cama.

A Emma se le volvió a hacer un nudo en el estómago, pero lo ignoró y se puso en marcha. Dejó las provisiones que llevaba y encendió la lámpara de la habitación. Se aseguró de que Reyhan estaba cómodo en la cama y le examinó la herida.

La hemorragia parecía haberse detenido, lo cual era un alivio. Tampoco se veía ningún síntoma de infección en la carne. ¿Sería posible que salieran bien de allí?

Confiando en que Reyhan estaba bien de momento, tomó una de las linternas e investigó rápidamente la planta principal del palacio.

Había una docena de habitaciones, y al menos tres escaleras. La cocina era inmensa y bien equipada y pertrechada. El agua fresca emanaba del grifo y había una cocina de propano y un horno, junto a un refrigerador vacío que seguramente necesitara un generador para funcionar.

En el despacho encontró una funda en el escritorio que parecía contener un móvil. Tomó nota mental para sacarlo al exterior aquella noche, de modo que pudiera empezar a cargarse por la mañana.

En ninguno de los cuatro cuartos de baño había un botiquín, así que volvió a la cocina y miró en la despensa. En el estante inferior había un amplio surtido de material médico. Tomó lo que necesitaba y volvió a la habitación de Reyhan.

No se había movido. Le comprobó la temperatura que era normal, y le cambió la venda. Nada más. Si Reyhan recuperaba la conciencia, intentaría hacerle beber y comer algo. Si no… Afrontaría ese problema más tarde.

Volvió a la cocina y abrió una lata de sopa. Se la tomó fría, demasiado cansada como para molestarse en calentarla. Después de comer, utilizó uno de los lujosos cuartos de baño y regresó junto a Reyhan.

Su temperatura no había variado y no había vuelto a sangrar. Emma no podía saber si tenía heridas internas, pero esperaba que la bala hubiese salido sin tocar nada.

Completamente exhausta, se acurrucó a su lado y cerró los ojos. Sólo dormiría unos minutos, se dijo a sí misma. Aún tenía que sacar el teléfono afuera y pensar en lo que iba a darle de comer a Reyhan cuando despertara…

Alguien le acariciaba el pelo. Emma sintió el ligero tacto en sueños y sonrió. Se sentía agradablemente cálida y descansada. En un segundo abriría los ojos y vería…

El recuerdo de lo sucedido el día anterior la asaltó de golpe. Se sentó de un salto y vio que había amanecido y que Reyhan estaba despierto.

– Buenos días -la saludó él.

Ella lo miró. Le miró el pecho desnudo y el brillo de sus ojos. Su color era bueno, y si no fuera por la venda blanca en la cintura, Emma no sabría que estaba herido.

– ¿Cómo te sientes? -le preguntó.

– Bien -respondió él-. Un poco dolorido, pero nada más. Tengo hambre y sed.

– Eso es bueno -dijo ella, tocándole la frente-. ¿No tienes fiebre?

– Creo que no.

De pronto Emma fue consciente de que estaba presionada contra él y de que estaban en la cama. Se desplazó rápidamente hacia el borde y se levantó.

– Déjame examinar la herida. Si no hay síntomas de infección, podremos estar más tranquilos -le retiró la venda y vio que la herida estaba limpia, rodeada de piel pálida-. Está sanando.

– Estupendo. Entonces podemos comer.

Se levantó sin dificultad. De nuevo parecía fuerte y autosuficiente. Un príncipe, y no el hombre que la necesitaba.

– Me gustaría darme una ducha -dijo él.

– A mí también, pero no hay agua caliente. Al menos no la había anoche.

– Hay que encender el calentador. Me ocuparé de ello si tú te encargas del desayuno.

Ella asintió y lo siguió fuera del dormitorio, sorprendida por su capacidad de recuperación. Al pasar junto al despacho se acordó del teléfono y lo recogió. Reyhan desapareció en una pequeña habitación detrás de la despensa, y ella se llevó el móvil al patio y lo sacó de la funda para que el sol cargara la placa. Entonces aprovechó el momento para contemplar aquel jardín paradisíaco en medio de un palacio de piedra y arena.

Las plantas florecían por todas partes. La fragancia de las rosas rojas y blancas impregnaba el aire. El agua manaba de varias fuentes y rodeaba el jardín antes de acabar en un estanque delimitado con piedras. En un rincón había un banco sobre una superficie de hierba.

Era un sitio de ensueño… un lugar donde ella podría vivir para siempre.

Volvió a la cocina y preparó la comida. Reyhan también regresó, diciendo que pronto tendrían agua caliente y que además había encendido el generador.

– Enseguida tendremos electricidad. Tendremos que usarla con moderación hasta que los paneles solares empiecen a funcionar. El agua caliente tardará una hora, más o menos.

– No hay nada como un día en el desierto para saber apreciar los pequeños detalles -dijo ella con una sonrisa, como si fuera de aquel palacio no existiera nada más.

Al sentarse frente a él intentó no fijarse en sus rasgos. No había necesidad de memorizar su rostro. El tiempo que habían pasado juntos la había cambiado para siempre, y jamás olvidaría el aspecto de Reyhan. Incluso ahora, sin camisa, sin afeitar y menos de veinticuatro horas después de haber recibido un disparo, Reyhan seguía pareciendo poderosamente regio y varonil.

– ¿De quién es este palacio? -le preguntó, intentando buscar un tema de conversación.

– Mío. Perteneció a mi tía, que me lo dejó al morir.

– Aquí es donde viniste después de que nos casáramos -dijo ella, encajando las piezas del pasado.

– Necesitaba estar aquí para su funeral, y luego tuve que arreglar sus asuntos -perdió la mirada en el vacío, como si pensara en un tiempo muy lejano-. Mi tía y yo estábamos muy unidos. Mis padres se querían el uno al otro más que a sus hijos. A mi hermano Jefri no pareció importarle, pero a mí sí -se encogió le hombros-. Cuando las cosas se ponían difíciles, mi tía estaba aquí para mí.

Palabras simples, pensó Emma, pero que arrastraban un profundo dolor. Podía imaginarse a un príncipe joven y solitario, creciendo con todos los privilegios imaginables, pero sin afecto. La mujer que había llenado el hueco de sus padres siempre tendría un lugar especial en su corazón. No era extraño que su pérdida lo hubiese afectado tanto.

– Lo siento -dijo con voz amable-. Ojalá hubiera sabido por lo que estabas pasando.

– No habría supuesto ninguna diferencia -dijo él, tomando un sorbo de café-. Nunca te habría permitido consolarme.

– ¿Por qué no?

Él esbozó una media sonrisa.

– Soy el príncipe Reyhan de Bahania. No necesito el consuelo de nadie.

– Entiendo -dijo ella, inclinándose hacia él-. ¿Y quién se supone que puede aceptar eso?

– Tú lo aceptabas.

– Tienes razón. Es algo que una cría se puede creer. Pero yo ya no soy esa niña inocente.

Él la miró a los ojos.

– Ayer fuiste muy valiente.

– En el fondo, no. Al principio estaba furiosa por haberme dejado atrapar. Sabía que intentarían conseguir un rescate por mí. No lo consiguieron, ¿verdad?

– No. Pudimos cancelar la transferencia a tiempo. Mi jefe de seguridad tenía un plan para recuperar el dinero incluso si la transferencia se hubiese realizado. Pero, si hubiera sido necesario, habría pagado lo que fuera.

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