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Jillian Hunter: Perverso como el pecado

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Jillian Hunter Perverso como el pecado

Perverso como el pecado: краткое содержание, описание и аннотация

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El apuesto oficial de caballería sir Gabriel Boscastle, regresa de Waterloo siendo un héroe, sólo para retomar su búsqueda de placeres prohibidos en Londres. No hay apuesta que este cínico caballero no acepte, ni mujer que no pueda seducir. Pero cuando viaja a la mansión campestre que ganó a las cartas, descubre que existe un juego al que jamás ha jugado, y que podría haber encontrado la horma de su zapato. Su contrincante y vecina no es otra que Alethea Claridge, la única persona que le plantó cara durante sus años más alocados y la única mujer que ha logrado capturar su corazón. La hermosa y solitaria lady Alethea sigue, aparentemente, de luto por su prometido, que murió en la batalla. Pero bajo su escudo de fingida aflicción, oculta un atroz secreto que podría destruir su reputación para siempre. De modo que, cuando una noche este apuesto jinete regresa como un trueno a su vida, comprensiblemente recela de él. Alethea defendió a Gabriel cuando era un muchacho travieso. Pero ahora que es un seductor, le revela sus deseos sensuales sin la menor duda, pese a que jura que se reformará. ¿Se redimirá este irresistible granuja y le devolverá a Alethea la confianza en el amor o la arruinará para siempre? Alethea no tardará en tener la respuesta mientras Gabriel pone en tela de juicio todo lo que ella cree acerca del amor, de sí misma, y de lo que se precisa para ser un héroe.

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Se agachó, giró y le dio un cabezazo en el estómago.

– Mantenlo firme -dijo el cirujano y Gabriel tiró el codo hacia atrás mientras el bisturí le cortaba la manga de la chaqueta. La piel le escoció. Nada fatal, una cicatriz más.

– ¡Gabriel!

Vio movimiento a su derecha, dobló la cabeza lo suficiente para ver al infeliz de la calle que había estado tirado a un lado del carro. Sus dos asaltantes también lo notaron, y con la distracción momentánea, se pudo soltar mientras su hermano avanzaba.

– ¿Quién te pidió ayuda? -dijo, mientras agarraba la espada que Sebastián le tiró.

– Nuestra madre. -La cara sucia de Sebastián rompió en una sonrisa atractiva-. Parece que descuidé mis deberes fraternales contigo, y ahora tengo que compensarlo.

Gabriel probó el peso de la espada en su brazo, y gruñó.

– No he tenido necesidad de mi familia por… ni siquiera creo que tengo una familia, excepto unos cuantos primos en Londres.

Sebastián retrocedió hacia Gabriel hasta que quedaron hombro con hombro, las espadas levantadas, los cuerpos haciendo un círculo al unísono, para defenderse del ataque que viniese de cualquier parte.

– ¿Todavía quieres renegar de mí? -Sebastián preguntó a la ligera.

Gabriel se rió.

– Tú renegaste de mí hace mucho tiempo. No quiero saber nada de ti. ¿Qué quieres de mí, en todo caso, aparte de hacerte pasar por mí para robar a las mujeres?

– ¿Creíste que iba a faltar a darle los mejores deseos a mi hermano menor el día de su boda?

Gabriel entrecerró los ojos. El cirujano había sacado una pistola del cinturón.

– Faltaste para despedirte cuando te fuiste, para qué molestarse ahora, tiene una pistola, sabes.

– ¿No eres el héroe que confiscó cuatro cañones enemigos y jugó cartas sobre el quinto? Te manejaste muy bien sin mí.

Empujó a Gabriel detrás suyo cuando la pistola brilló en la llovizna.

– El arma funciona, también.

Gabriel empezó a maldecir. Una quemadura que empezó a extenderse desde sus costillas inferiores izquierdas, apagó las palabras en su garganta. Miró hacia abajo esperando ver una mancha oscura de sangre. Y la vio… sangre que fluía de su propia carne así como del brazo de su hermano que lo había pasado a su alrededor para absorber el balazo.

Sangre de hermanos. Diablos, no se iba a dejar llevar por el sentimentalismo.

– No voy a olvidar tan fácilmente, Sebastián, bastardo -murmuró, agachándose en una posición protectora para lanzar el cuchillo, con la espada en alto en la otra mano.

Sebastián se dejó caer a su lado, sonriendo sombríamente.

– Me da lo mismo si no olvidas. Es nuestra madre la que me preocupa.

Los otros tres hombres se acercaron alrededor de los dos hermanos, que tiempo atrás habían atacado a los niños del pueblo por deporte.

– Ella no va a volver a Inglaterra, ¿verdad? -preguntó Gabriel preocupado.

– Eso depende de su nuevo esposo. Si lo hace, tendremos mucho que explicar.

Gabriel saltó hacia arriba atacando con la espada a uno de los asaltantes y dándole una patada en la ingle al otro. El sable de Sebastien centelleó. El cirujano cayó con un gemido en un charco de inmundicia.

– Le he escrito regularmente – dijo Gabriel distraído-. Aunque no estoy orgulloso de todo lo que he hecho, no tengo nada que esconder.

– Aunque no es ninguna sorpresa, yo sí tengo -dijo Sebastián en una respuesta impecable.

– Lo último que supe -Gabriel hizo una pausa y continuó-, habías dejado la infantería y estabas desaparecido.

– Bueno, todavía lo estoy -contestó-. Oficialmente hablando, eso sí. No dejes que mamá me llore, si viene a Inglaterra. Después te contaré todo.

Gabriel hizo retroceder a su oponente hasta una pared, con el sable apuntándole al cuello, pero cambió de parecer y se movió para dejarlo escapar, lo que éste hizo sin ni una mirada de pesar hacia atrás por sus cómplices.

– ¿Debería preguntar por mis otros hermanos?

Gabriel se volvió bajando la espada. Arrastrando al cirujano con él, el otro atacante desapareció. Y al parecer eso mismo había hecho Sebastián. Sin contar el daño sufrido por el cuerpo de Gabriel, sólo la delgada espada francesa que tenía en la mano, era prueba que el ataque había ocurrido.

Cuando salió del callejón, ya había parado de lloviznar.

El carro en la esquina también se había ido, como si nunca hubiese estado ahí, y una precesión de coches de una fiesta que estaba terminando en la calle Curzon, iluminaba el camino con sus faroles.

Le dolía el brazo, la cabeza le zumbaba. Parecía un mujeriego poco respetable buscando problemas.

En dos días, si Dios quería, tendría una esposa, a menos que lo viera en estos momentos y desistiera de la boda. Tendría su propia familia que no incluía a los tres hermanos que lo abandonaron.

– Oh, Dios mío -dijo una profunda voz varonil, en una esquina donde había llegado caminando -. Te dejamos solo una hora, y mira cómo estás.

– ¿Supongo que no tienes una botella de brandy y un pañuelo contigo, Drake?

Drake se enderezó consternado.

– Métete en el coche. ¿Dónde estás herido?

Devon y Heath saltaron a la calzada, echándose hacia atrás ante la ola de molestia de Gabriel.

– ¿Cuántos hombres eran? -exigió Heath-. ¿Se fueron?

– ¿Dónde conseguiste esa elegante espada? -dijo Devon mirando la espada que Gabriel casi había olvidado-. No la tenías cuando te fuiste del antro.

– La… la encontré.

– ¿La encontraste? -dijo Heath en esa voz calmada que había desarmado y engañado a incontables enemigos que los llevaba a creer que era lo que parecía ser: un aristócrata inglés que hablaba suave, interesado más en lo académico que en ninguna otra cosa.

Pero Gabriel sabía.

Heath había sufrido torturas horribles y no se había quebrado.

Y Gabriel tampoco se iba a quebrar.

– Uno de los hombres que me atacó, puede haberla dejado caer -dijo encogiéndose de hombros-. O tal vez le pertenece a ese personaje tosco del carro parado frente a la tienda de muñecas cuando pasé. Tal vez se la robó. Todo lo que sé es que la recogí y me sirvió muy bien.

– ¿Te importa si me la llevo a casa? -preguntó Heath.

Gabriel vaciló.

– Ya que lo mencionas, me gustaría dejármela como un talismán. La examinaré más tarde. Si noto algo sospechoso o alguna pista que indique la identidad de su dueño, volveré corriendo donde ti.

– ¿Así que no le preguntaste el nombre? -Heath preguntó abriendo la puerta del coche.

Gabriel movió la cabeza.

– No. Tampoco le pedí un certificado de antecedentes.

– Lo encuentro un poco desconcertante.

– Sabes cómo es Londres. La mayoría de la gente que anda tan tarde en la noche, anda buscando el peligro o son desequilibrados.

– Bien, confío en que hayas recompensado al misterioso Galahad.

– Lo habría hecho si la guardia Boscastle no hubiese llegado a espantarlo. -Empujó la mano contra la puerta-. No quise ser maleducado, pero ya es tarde para una conversación, y me estoy reformando.

– Tienes la camisa rota, un ojo morado, y se te está empezando a hinchar el labio. Alethea está con Julia y las damas. Les vas a dar un buen susto.

Gabriel se frotó la cara.

– Nunca va a creer que no fui yo el que empezó la pelea.

Haeth le dio una sonrisa irónica.

– Entonces somos dos los que pensamos igual.

– Te confieso, Heath, que estoy demasiado cansado para darle sentido a cualquier cosa esta noche.

– Espero que sepas que puedes confiar en mí. Si tú, o cualquier miembro de nuestra familia están alguna vez en problemas…

Así que sabía, o por lo menos sospechaba, que el extraño que había ayudado a Gabriel esta noche, era Sebastián. ¿Qué más sabía? ¿O era un truco?

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