– Voy a Brooks a tomar un café -le dijo Gabriel a Drake-. Terminé aquí.
– Espera, iremos todos.
– Encontrarme allá -dijo estirando los brazos sobre la cabeza-. Necesito caminar.
En realidad necesitaba tiempo para pensar acerca de lo que había pasado esta noche.
Seguramente sería la última vez que caminaría por las calles de Londres, al menos camino a algún entretenimiento. El impulso de buscar una distracción había sufrido una muerte tan natural, que no se había dado cuenta que ya se había ido. En el pasado, habría jugado media noche, comido carne y pescado en Covent Garden, y enseguida pasaría una hora en Ranelagh o Vauxhall. Habían habido clubs, apuestas de caballo, cenas gastronómicas y mujeres bonitas deseosas de compartir sus dormitorios con un bribón Boscastle. Había gozado tomando riesgos.
Pero ninguno de estos ex lugares favoritos, lo tentaba. Incluso cuando cruzó la calle y un grupo de oficiales amigos lo llamaron e invitaron a ir en coche para ir a comer langosta a la calle Bond, sólo se rió y los despidió con una mano. No sería una buena compañía con el ánimo que tenía.
Se había convencido que le daba lo mismo que sus hermanos lo hubiesen abandonado. Había sentido rabia cuando era más joven, cuando su padrastro le quebró una mano porque había llevado un perro callejero a casa, cuando el hombre le magulló la cara a su madre por defenderlo. Había crecido, peleado en una guerra, se hizo jugador, viviendo de las pérdidas de otros hombres. Nunca le había hecho daño a nadie sin razón. Incluso su mundo tenía reglas que seguir.
Porque Alethea lo había escogido, él había escogido dejar esta vida que tarde o temprano lo hubiese matado. Con su dama criarían hijos y caballos purasangre, juntos, llevarían perros callejeros y niños perdidos a casa, siempre que pudiesen. Y si muriese joven, como le había pasado a su padre, sabía que sus parientes Boscastles, protegerían a su esposa y familia, cuando ya no estuviese más.
Era un hombre. Sus días de rabia e irresponsabilidad, quedaban atrás. Había tenido la oportunidad de realizar los sueños que sus padres habían tenido para él. Todos los pensamientos de venganza que lo habían impulsado, ya no tenían ningún valor.
Esto era lo que había creído hasta unas pocas horas atrás, cuando su hermano había reaparecido en su vida.
Súbitamente sintió rabia otra vez, sus demonios habían despertado, y los recuerdos que creía enterrados se levantaron de sus tumbas para atormentarlo. Su padrastro tirándole agua sucia a la cara cuando se quedaba dormido, o cortándole con un cuchillo el pelo negro lustroso a su madre porque un aldeano le había hecho un cumplido en el mercado. Los libros que Gabriel llevaba a casa de la escuela para leer, ardiendo en la chimenea. Las pullas crueles acerca de la muerte de su padre, y Gabriel aguantando las lágrimas.
Solo. Sus tres hermanos se habían ido. El mayor se había escapado antes que muriera su padre, pero Sebastián y Colin podrían haberse quedado. ¿Por qué tenía que proteger a Sebastián? ¿Por qué no entregaba a ese bastardo podrido a las autoridades?
Y no quería nada de él.
Dio vuelta una esquina y se dio cuenta que no estaba en la calle St. James, sino en un callejón angosto hacia Piccadilly.
Y no estaba solo.
Tres hombres vestidos de oscuro estaban parados frente a dos coches, demasiado bien vestidos para ser carteristas, pretendiendo obviamente, que no habían notado que él se aproximaba.
Lanzó una mirada al otro lado de la calle. La tienda de chocolate hacía rato que estaba cerrada; un borracho iba en la otra dirección.
Respiró profundo y continuó caminando. Uno de los hombres levantó la vista. Y Gabriel los reconoció. El cirujano de Yorkshire al que le había ganado en el antro. Con él había dos jóvenes altos, paseándose agitados. Su mirada bajó al palo que uno de ellos tenía tapado con la capa.
Susurró una palabrota, sacó el cuchillo de la bota sin perder el paso. No había ningún otro vehículo en la calle. Excepto un carro maltrecho tirado por un burro cargado con trapos y diarios, diablos, sería el mismo carro que…
Miró al borracho desplomado contra una rueda, con una botella colgando de la mano.
¿Se imaginó que sus ojos se encontraron?
Este no era… sí era. Sebastián.
¿Era un arreglo? ¿Una emboscada?
¿Podía el último juego ser una trampa desde un comienzo? ¿Algún tipo de intriga política? ¿Una deuda personal que envolvía a una mujer?
Iba a tener que figurarse los detalles más tarde.
Por el momento tenía que reaccionar. Agarró bien el cuchillo.
Tal vez le podría agradecer después a su hermano por someter a Gabriel al ataque de una banda callejera, justo cuando tenía que presentarse intacto a su boda pasado mañana.
Sin embargo sabía que tenía que correr, incluso podía volverse. Sus instintos le dijeron que lo perseguirían, pero él era malditamente rápido con sus pies.
No había pasado la calle del nochero con su cartel de advertencia de “Cuidado con las Casas Malas”. Lo más probable era que el raspador de huesos de Yorkshire y sus dos demonios fuesen extraños en Londres. Gabriel podría lanzarse a toda carrera a través de la calle Half Moon y perderlos en Piccadilly. Pero estaba empezando a lloviznar. Prefería pelear en vez de correr como un cobarde bajo la lluvia.
Sentía curiosidad acerca de qué tenía que ver su hermano en este asunto desagradable.
Examinó la calle; sus pasos hacían eco en la bruma que bajaba. La figura echada sobre la rueda no se movió, inerte al mundo, despeinado, y la cara ensombrecida con la mugre.
Buen disfraz , pensó Gabriel divertido. Los tres hombres se apresuraron contra él, mientras un pequeño carruaje traqueteó por la esquina y desapareció en la niebla. Gabriel arrojó a la alcantarilla al primer hombre que lo atacó, antes que los otros dos lo inmovilizaran por el cuello y hombros y lo arrastraran a un callejón atrás de la taberna. Un gato pasó como una flecha. Un postigo se cerró en la ventana de arriba iluminada con una vela.
– ¿Dónde está mi dinero? -preguntó el cirujano con una sonrisa, poniéndole un bisturí en el cuello mientras su compañero forcejeaba por restringirlo.
Gabriel se quedó inmóvil un momento, apoyándose con una sumisión engañosa en el pecho del otro hombre para usarlo como palanca. Con una sonrisa sin humor, sacó una pierna hacia adentro y con una patada en dos tiempos, mandó al hombre más alto hacia atrás unos cuantos peldaños más abajo.
– Lo di para caridad -dijo limpiándose los puños-. Si quieres más, hay una iglesia a la vuelta que admite mendigos.
El cirujano se puso de pie de un salto.
– No quiero sólo dinero. -La saliva marcaba sus palabras y una hoja larga y curva brilló en la llovizna-. Quiero que tu sangre corra por la alcantarilla. Quiero destriparte y alimentar a las ratas de la ciudad con tu cuerpo.
Gabriel suspiró. Dios sabía que disfrutaba una buena pelea como cualquier oficial de caballería desocupado, pero ya tenía un ojo morado, y sería feo si le prometía fidelidad a su esposa con una sonrisa sin dientes.
– Eres un maldito mal jugador. No tengo ninguna razón para creer que serás mejor peleando. Y en nombre de todos esos pobres bastardos que murieron bajo tu cuchillo en nombre de la medicina, voy a igualar el marcador.
El cuchillo de Gabriel brilló, e inmediatamente puso al estúpido contra la pared, con la punta de la hoja presionando delicadamente la yugular.
– Realmente debiera matarte. Pero la visión de la sangre fresca…
Dejó la frase a medias mientras oía pasos corriendo detrás de él, en seguida sintió el palo golpearle el hombro. El primer bastardo se había recuperado lo suficiente como para vengarse. Y lo golpeó duro, balanceando el palo en la parte de atrás de la cabeza de Gabriel esta vez.
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