Julie Ortolon
Pasión desenfrenada
Título original: Drive Me Wild
Traducción: Jeannine Emery
PARA KEN
cuyo apoyo, paciencia y amor
me dieron la libertad
de perseguir mis sueños.
– ¡Oye, Michaels! -gritó una áspera voz por encima del estruendo de la sala de redacción-. ¡Teléfono!
Brent Michaels se volvió de la consola de monitores de televisión y vio a Connie Rosen, su productora de noticias, agitando el auricular sobre su cabeza. El cable de teléfono atravesaba el atiborrado escritorio de ella hasta el inmaculado de él.
– ¿Quieres atenderlo? -gritó.
Él echó un vistazo a uno de los relojes digitales que colgaban sobre cada una de las paredes de la sala de redacción de Houston. Aún le quedaban catorce minutos, veintiséis segundos antes de salir al aire. Tiempo de sobra.
– ¿Quién es?
– Asegura que eran grandes amigos en la escuela secundaria de… ¿Beason’s Ferry? -Connie encogió los hombros, como si ello significara que podía tratarse de cualquiera.
Brent sintió que el corazón le daba un vuelco al oír nombrar su pueblo natal.
– ¿Te dijo cómo se llamaba?
– No. Pero decididamente no es un hombre -el guiño de Connie no se avenía con su recio temperamento neoyorquino.
Brent la miró fijamente, incapaz de imaginar a una sola persona a quien pudiera considerar una gran amiga de la escuela secundaria. Un chasquido giratorio lo hizo volver en sí, mientras la cinta terminaba de descargar la información del satélite para su principal noticia. Luego de entregar la grabación a un productor, cruzó hacia su escritorio. Como faltaba tan poco para la emisión, el caos migró por el corredor hacia la sala de control y el set, y la sala de redacción quedó en silencio.
Connie exhaló una nube de humo al entregarle el teléfono y darle a su reloj unos golpéenos en señal de advertencia.
– No tardo en venir -le aseguró con una sonrisa para ocultar su tensión. Una vez que ella se unió al éxodo, echó un vistazo al auricular en su mano. No había regresado a Beason’s Ferry desde el día en que se había marchado a la universidad; casi había olvidado el sentimiento de zozobra que sentía por ser un marginado. ¿Cómo era posible que algo tan sencillo como un teléfono en la palma de su mano le hiciera recordar todo?
Respirando hondo, se armó de valor y acercó el auricular a la oreja:
– Habla Brent Michaels.
– ¡Brent! Qué suerte que te encontré -la suave voz evocó inesperadamente el perfume de la madreselva-. Lamento mucho tener que molestarte justo antes de las noticias, pero no quería correr el riesgo de esperar. -Algo en esa voz hizo que se le acelerara el pulso.
– ¿Quién es?
– Oh, cielos -la risa franca desató los recuerdos, e imaginó una cola de caballo rubia y grandes ojos azules tras gruesos anteojos-. Soy Laura. Laura Morgan.
– ¿Laura Beth ? -soltó el aire en sus pulmones, aliviado.
– Bre-ent… -arrastró el nombre regañándolo alegremente-. Al menos podía contar contigo para que me llamaras Laura… aunque el resto de Beason’s Ferry aún insista en Laura Beth.
– La pequeña Laura Beth Morgan -apoyó la cadera sobre el escritorio al recordar la muchacha flaca y desgarbada. Siendo hija del médico y ciudadano más respetado del pueblo, debió haber tenido una vida fácil. Pero, extrañamente, Laura había resultado casi tan rebelde como él; probablemente por eso no había pensado en ella cuando Connie mencionó una gran amistad de la escuela secundaria. Aunque habían ido juntos a la escuela, él jamás la había considerado parte del grupo. Claro que tampoco él había sido parte del grupo-. Dios mío, chiquita, ¿cuánto tiempo pasó?
– Catorce años, siete meses y diez días. Pero, ¿quién lleva la cuenta?
Él rió:
– Sólo una mente matemática como la tuya podía recordar algo así.
– No tiene nada que ver con el cerebro -respondió secamente-. Una mujer jamás olvida su primer beso. No es que valga la pena recordar aquel beso fraternal que me diste el día que te fuiste -añadió rápidamente, haciéndolo sonreír.
Al menos eso no había cambiado. Laura siempre había conseguido despertarle una sonrisa.
– Pues no quería conmocionarte, sino tan sólo dejarte algo que te hiciera recordarme siempre.
– Te habría recordado de cualquier manera -dijo ella en voz queda, con el tono ligeramente ofendido.
Confundido por la descarga de emociones que había desatado su voz, intentó conservar un tono ligero:
– ¿Entonces qué te llevó a rastrearme luego de todos estos años?
– En realidad, estoy llamando de parte de otra persona, si quieres saber la verdad.
– ¿En serio? -sintió la antigua cautela que le oprimía el pecho.
– ¿Recuerdas el Tour anual de las Mansiones de Bluebonnet? -preguntó.
– ¿El festival más importante de Beason’s Ferry? -frunció el entrecejo-. ¿Cómo podría olvidarlo?
– Pues este año estoy en el comité de recaudación de fondos.
– ¿Y? -la animó a seguir.
Ella suspiró con fuerza:
– ¿Recuerdas a Janet Kleberg?
– La cabezona de pocas luces. ¿La porrista que intentaba acorralarme detrás del gimnasio de la escuela, pero que ni muerta se dejaba ver en el pasillo hablando conmigo? Sí, me acuerdo de ella.
– Eso no es justo -me reprendió-. Janet hubiera dado su brazo derecho por salir contigo, como la mayoría de las chicas en este pueblo. Eras tú quien las desairaba.
– Sólo estaba ahorrándoles el esfuerzo -dijo-. ¿Entonces en qué anda nuestra querida Janet Kleberg?
– En realidad, ahora es Janet Henshaw. Se casó con Jimmy justo después de graduarse.
– Mi más sentido pésame a ambos.
– Se han divorciado.
– Entonces, mis felicitaciones.
– De cualquier manera -continuó en tono exasperado-, Janet preside el comité de recaudación de fondos, y se le ocurrió una idea, bastante… em… imaginativa.
– Dila, chiquita.
La oyó respirar hondo antes de lanzarse a hablar a toda carrera, como siempre lo hacía cuando estaba nerviosa.
– Quieren repetir el Juego de las Citas, como el viejo show de televisión que solía presentarse cuando éramos niños.
– Conozco el show -Brent miró el reloj. Tenía ocho minutos y doce segundos hasta el tiempo de emisión. Necesitaría exactamente un minuto, veintiocho segundos para llegar al set y acomodarse en su lugar.
– Sí, pues -carraspeó-, quieren conseguir a una celebridad para la fiesta, para vender más entradas.
– ¿Y? -sentía como si estuviera a punto de caer en la trampa.
– Y, pues, tú eres lo más cercano que tenemos a una celebridad en Beason’s Ferry.
– A ver si nos entendemos -se frotó la tensión que se alojaba en su pecho-. En la época en que vivía en aquel pueblito pedante, no podía invitar a una muchacha “decente” sin que los padres del pueblo me arrinconaran en algún callejón estrecho para hacerme las advertencias correspondientes. Y ahora, sólo porque estoy en el noticiario de la noche, ¿quieren pagar dinero para verme invitar a una de sus hijas a una cita?
– No lo plantearía exactamente así, pero veo que has captado la idea básica -hizo silencio, como si estuviera esperando su respuesta-. Entonces -preguntó por fin-. ¿Lo harás?
– Por supuesto que no.
– Es por una causa justa.
– Restaurar casas antiguas no es una causa justa, Laura. Diferente sería hacerlo por un hospital de niños o para ayudar a los ancianos indigentes.
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