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Ana Veloso: La Fragancia De La Flor Del Café

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Ana Veloso La Fragancia De La Flor Del Café

La Fragancia De La Flor Del Café: краткое содержание, описание и аннотация

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Brasil, año 1884. En el valle del río Paraíba, los terratenientes y sus familias llevan una vida lujosa y despreocupada gracias al trabajo de sus esclavos en las plantaciones de café. Vitória aspira a más, a mucho más. Vita, como todo el mundo la llama, es hija de uno de los más ricos «barones del café». Posee una belleza extraordinaria, es inteligente, hábil en los negocios, con un carácter fuerte e independiente, y es considerada el mejor partido del valle. Cuando Vita conoce a León Castro, un periodista atractivo y enigmático, su vida cambia. León es abolicionista y lucha fervientemente contra la esclavitud y por lo tanto contra los intereses de la familia de Vita. A pesar de estas diferencias insuperables se enamoran perdidamente. Desde un inicio su amor está marcado por desencuentros. Una y otra vez los caminos de Vita y León se cruzan y se separan, pero ni el tiempo ni los reveses de la fortuna pueden con su pasión. Ante el trasfondo del paradisíaco valle del río Paraíba y del pintoresco emporio de Río de Janeiro, de la época dorada de las plantaciones de café y de su ruina después de la abolición de la esclavitud, tienen lugar la saga de una familia de hacenderos y la historia de un gran amor…

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– ¿Y cómo es vuestra casa? -quiso saber Aaron.

– Hazte una idea tú mismo, en unas dos horas habremos llegado. Pero bueno, te adelantaré algo: tiene aspecto de que en ella vive gente honrada y muy católica. Por fuera al menos. Aparte de un par de pequeños detalles que revelan la vanidad y el orgullo de nuestra familia: el paseo de palmeras, la fuente delante de la casa, los adornos de porcelana en la escalera, las tallas en las contraventanas…

– ¡Está bien, está bien! No me desveles todo. Aguantaré.

Cuando el tren pasó junto a las primeras casas de Vassouras, Joao Henrique dejó el periódico a un lado y miró por la ventanilla. Pasaron junto a modestas casas de madera con pequeños huertos, talleres de carpinteros, cerrajeros y herreros; luego junto a casas de piedra de dos pisos en cuyos patios traseros había ropa tendida. En conjunto, Vassouras daba la impresión de ser una pequeña ciudad limpia y agradable. Pero la estación tenía otro aspecto. No se diferenciaba mucho de la estación de Río. Por el andén se movían descargadores y mozos, vendedores de periódicos, limpiabotas y numerosas personas bien vestidas que acudían a recoger a alguien.

El corazón de Pedro empezó a latir con fuerza. Se asomó por la ventanilla esperando descubrir algún rostro conocido. Por fin vio a José, el cochero de Boavista.

– ¡José! ¡Aquí!

El viejo negro saludó con la mano. Se abrió paso, junto a un mozo, entre el gentío del andén y corrió junto al tren hasta llegar a la altura de Pedro.

– ¡Nhonhô! -gritó, y su arrugado rostro esbozó una sonrisa que dejó ver unos dientes perfectamente blancos.

Joao Henrique miró a Pedro con incredulidad.

– ¿Nhonhô? Dios mío, ¿cuántos años cree que tienes?

– ¿Qué significa “Nhonhô”? -quiso saber Aaron.

– Es una deformación de senhor y sinhó -explicó Pedro-. Los esclavos llaman así a los amos jóvenes.

– ¡A los amos menores de cinco años! -añadió Joao Henrique.

– ¡Bueno, déjalo! José siempre me ha llamado nhonhô, y creo que ya no le podré quitar la costumbre.

Dieron a José parte de sus cosas por la ventanilla. Las maletas más grandes las llevaron ellos mismos por el estrecho pasillo del tren.

Una vez fuera, Pedro dio unos golpes joviales al viejo esclavo en la espalda.

– ¡Bien, mi viejo, tienes buen aspecto! ¿Cómo va tu gota?

– No muy mal, nhonhô. Si Dios quiere, podré seguir guiando los caballos durante muchos años. Vamos, el coche está en la entrada de la estación.

Y allí estaba. El esmalte verde oscuro brillaba con el sol de la tarde, la capota de piel estaba plegada. En la puerta se veía el escudo del barón de Itapuca, que representaba una planta de café bajo un arco de piedra. En lengua indígena arco de piedra se decía itapuca, y aunque sólo se trataba de una sencilla formación geológica en el límite de la finca marcado por el río, aquel arco de piedra había constituido para el emperador una buena ocasión para recuperar un nombre del tupí-guaraní para el joven barón.

José le dio un vintém al muchacho que había cuidado el coche durante su ausencia. Luego cargó las cosas en el coche con la ayuda de Pedro y Aaron. Joao Henrique se quedó a un lado y no movió ni un dedo. Por fin estuvo todo cargado. Los tres amigos se sentaron en el carruaje, José se subió al pescante e inició la marcha.

Sólo entonces, cuando el esclavo se sentó y se le subió un poco el pantalón, pudo verse que no llevaba zapatos. A nadie le sorprendía el aspecto del negro de pelo blanco con su librea, bajo cuyo pantalón con adornos dorados asomaban unos pies grandes y callosos. Incluso Aaron conocía el motivo: los esclavos no podían llevar zapatos. Era uno de los rasgos característicos de los esclavos que los distinguía de los negros libres. La venta de zapatos estaba estrictamente reglamentada. Los esclavos que escapaban y conseguían de algún modo hacerse con unos zapatos, estaban a salvo de sus perseguidores.

No había nada de extraño en que los esclavos que trabajaban en el campo y llevaban una sencilla vestimenta de tela gruesa no llevaran zapatos. Pero aquellos que trabajaban en las casas, que a veces iban vestidos con los trajes viejos de sus amos, que les conferían un porte más distinguido, presentaban una extraña apariencia con los pies desnudos.

El carruaje traqueteaba por las calles empedradas de Vassouras. Joao Henrique y Aaron estaban sorprendidos ante el cuidado aspecto de la ciudad. Las casas estaban pintadas de blanco, rosa, azul cielo o verde claro. En el extremo sur de la plaza principal, la Praça Barao de Campo Belo, se alzaba la iglesia de Nossa Senhora da Conceiçao, a la que se accedía por unos escalones de mármol. En el extremo occidental de la plaza estaba el majestuoso ayuntamiento, frente al que se encontraban la biblioteca y el cuartel de policía. La plaza estaba rodeada de palmeras y almendros, a la sombra de los cuales unos bancos de madera invitaban a descansar. Se veía a amas negras con niños blancos, grupos de viudas vestidas de negro que miraban con severidad a los jóvenes que pasaban, y senhores con gesto ocupado que parecían tener prisa.

– ¡Qué bonito! -exclamó Aaron.

– Sí, es cierto. -Los ojos de Pedro adquirieron un brillo de melancolía. ¿Cómo podía olvidar lo agradable y tranquila que era la ciudad? ¿Por qué había cambiado realmente aquella vida idílica por el laberinto de Río? Cuando en aquel momento un hombre que pasaba por la calle se tocó el sombrero y le saludó con una leve inclinación, recordó el porqué. Rubem Leite, el notario, le había reconocido al momento. Y todos los que se querían dar importancia le reconocerían también. Le adularían, le importunarían, le pedirían un préstamo o intentarían convencerle de absurdas transacciones económicas. A él, el joven señor de Boavista, que allí todavía era nhonhô. A él, cuyos primeros pasos vivieron todos, cuyos alaridos cuando perdió una vez a su ama no olvidaban y cuyas primeras andanzas juveniles seguían siendo objeto de burla.

Creían conocer a Pedro da Silva, pero ahora era otro. En el anonimato de la gran ciudad no podía impresionar a nadie con su nombre, allí se valoraban otras cualidades. Aquí, en la provincia, nadie valoraría sus capacidades. Para los habitantes del valle sería siempre el hijo de Eduardo da Silva, un niño malcriado. ¡Cómo le molestaba esa memoria colectiva! Probablemente la viuda Fonseca seguiría el resto de su vida mirándole sorprendida por lo mucho que había crecido. Y seguro que su viejo maestro todavía se asombraría de que su pequeño Pedro, que cuando era un niño mostraba una aversión extrema a las asignaturas de letras, fuera hoy voluntariamente al teatro o tomara un libro entre sus manos.

El carruaje dejó atrás la ciudad. La calle empedrada pasó a ser un camino de tierra, y el coche rodaba ahora algo más silencioso tras los dos caballos. El sol brillaba en el cielo. En los campos se oía un leve zumbido, pero el viento de la marcha libraba a Pedro, Joao Henrique y Aaron de mosquitos, marihondos y otros insectos. Olía suavemente a la flor del café. El coche pasó junto a un grupo de esclavos que volvía de los campos. Llevaban cestas sobre la cabeza e iban cantando.

– ¡No llevan cadenas en los pies! -se sorprendió Aaron.

– ¡Pues claro que no! Con heridas en los tobillos no podrían trabajar.

– Pues yo pensaba…

– Sí -le interrumpió Pedro-, tú has leído muchos artículos de León. Aquí se trata bien a los esclavos. Muy pocos escaparían. Al fin y al cabo, no conocen la libertad y no sabrían qué hacer.

– ¿Entonces por qué están los periódicos llenos de anuncios en los que se busca a esclavos fugitivos?

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