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Ana Veloso: La Fragancia De La Flor Del Café

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Ana Veloso La Fragancia De La Flor Del Café

La Fragancia De La Flor Del Café: краткое содержание, описание и аннотация

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Brasil, año 1884. En el valle del río Paraíba, los terratenientes y sus familias llevan una vida lujosa y despreocupada gracias al trabajo de sus esclavos en las plantaciones de café. Vitória aspira a más, a mucho más. Vita, como todo el mundo la llama, es hija de uno de los más ricos «barones del café». Posee una belleza extraordinaria, es inteligente, hábil en los negocios, con un carácter fuerte e independiente, y es considerada el mejor partido del valle. Cuando Vita conoce a León Castro, un periodista atractivo y enigmático, su vida cambia. León es abolicionista y lucha fervientemente contra la esclavitud y por lo tanto contra los intereses de la familia de Vita. A pesar de estas diferencias insuperables se enamoran perdidamente. Desde un inicio su amor está marcado por desencuentros. Una y otra vez los caminos de Vita y León se cruzan y se separan, pero ni el tiempo ni los reveses de la fortuna pueden con su pasión. Ante el trasfondo del paradisíaco valle del río Paraíba y del pintoresco emporio de Río de Janeiro, de la época dorada de las plantaciones de café y de su ruina después de la abolición de la esclavitud, tienen lugar la saga de una familia de hacenderos y la historia de un gran amor…

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Pedro estaba sumamente sorprendido de que León hubiera aceptado su invitación a viajar con él a Boavista. Todo había surgido por casualidad durante un encendido debate sobre las condiciones de vida de los esclavos. «Al parecer nunca has estado en una fazenda donde viven negros bien alimentados y satisfechos. En serio, León, ven con nosotros a Boavista, cambiarás de opinión. Nuestros esclavos viven bastante mejor que todos esos hombres libres que arrastran su existencia miserable por las calles de Río».

Pedro sentía ahora cierto temor. Su madre le recriminaba que era un liberal incorregible, pero si encima le acompañaban un judío y un defensor de la abolición de la esclavitud, probablemente le llamaría anarquista y convencería a su padre para que le hiciera regresar a Boavista. ¡Qué idea tan horrible! Pedro odiaba la rutinaria vida en la provincia, aunque echaba de menos a su familia, la hacienda, los paseos a caballo en plena naturaleza, los baños en el Paraíba y la vida al aire libre. Pero ¿qué era eso comparado con la excitante, ruidosa, turbulenta y salvaje vida en la ciudad? En el valle del Paraíba la sociedad estaba estrictamente dividida en dos clases: fazendeiros y esclavos. Sólo en las pequeñas ciudades de la provincia, en Valença, Vassouras o Conservatoria, había ciudadanos normales cuyas profesiones, eso sí, se orientaban a satisfacer las necesidades de los fazendeiros. Había maestros, músicos, médicos, tenderos, artesanos, sastres, abogados, banqueros, farmacéuticos, libreros y, naturalmente, soldados y gente al servicio del emperador. La vida transcurría sosegadamente, sin grandes altibajos. Estaba delimitada por las fiestas católicas y por las estaciones del año y, al igual que éstas, se repetía con desmoralizante regularidad. ¡Era todo tan previsible! En abril, la fiesta en casa de los Teixeira; en mayo, la recolección; en octubre, el funeral por su abuelo, al que no había conocido; en enero, el viaje en busca del frescor de las montañas de Petrópolis.

Río, en cambio, bullía. Nunca se sabía lo que iba a pasar al día siguiente. En cualquier momento podías encontrar a personas capaces de narrar aventuras fascinantes. Casi todos los días llegaba un barco de Norteamérica o Europa lleno no sólo de marineros agotados, sino también de jugadores, prostitutas y valiosas mercancías. En Río encontrabas misioneros dispuestos a adentrarse en las selvas del norte, aristócratas ingleses que trataban de ponerse a salvo de sus acreedores en el Nuevo Mundo, intelectuales franceses que veían allí un buen terreno para sus ideas progresistas. Cada vez llegaban más barcos repletos de tristes figuras, judíos rusos que huían del pogromo y campesinos alemanes e italianos que, con sus grandes familias y el gran valor de los desesperados, buscaban empezar una nueva vida en las tierras poco pobladas del sur del país.

Aunque Pedro se compadecía de los forasteros, había algo que envidiaba de ellos: su primera mirada sobre Río de Janeiro. El escenario, que no podía ser más espectacular, ya había sido descrito con eufóricas palabras por viajeros de tiempos anteriores. Las innumerables calas, ribeteadas de blancas playas, dibujaban arriesgadas curvas. Sus extremos parecían tocarse en el horizonte, de forma que a simple vista daban el aspecto de un intrincado laberinto, un delta gigante con cientos de islas. De hecho, cuando los portugueses, en la expedición dirigida por Gaspar de Lemos, llegaron a la bahía casi circular de Guanabara, pensaron que se trataba de la desembocadura de un río, y como esto ocurrió el 1 de enero de 1502, llamaron al lugar donde desembarcaron “Río de Janeiro”, Río de Enero.

Los peñascos de granito, de caprichosas formas, que surgían poderosos en el mar estaban rodeados de espesos bosques, cuyo extraordinario verdor se extendía entre la costa y las montañas. Un paisaje tan incomparable hacía olvidar las penalidades del viaje. Pero en cuanto se conocía Río de cerca, se perdía la visión de la grandiosidad del paisaje, que dejaba paso a otras impresiones. El ruido, el calor sofocante, los mosquitos, la basura, el hedor y el gentío en las calles impedían tener una visión clara de las montañas o el mar.

Pedro estaba contento de escapar durante un tiempo de aquel laberinto en el que a duras penas se orientaba. Estaba en la estación, esperando a sus amigos que llegarían de un momento a otro. Observaba fascinado el ajetreo a su alrededor. El tren que unía a diario Río de Janeiro con Vassouras estaba siendo cargado con artículos de lujo que necesitaban los ricos fazendeiros y sus familias. Se trataba, sobre todo, de productos importados: cosméticos, perfumes, barras de labios, porcelanas, cristal, muebles, libros y revistas, encajes, plumas para sombreros, instrumentos musicales, vinos, licores. Pero también se cargaban grandes cantidades de harina de trigo, puesto que en Brasil, donde no se cultivaba el trigo, el pan blanco era una auténtica exquisitez.

– ¡Aquí estás! Llevo más de media hora buscándote. Pero en este barullo infernal no hay quien se oriente. -Aaron Nogueira, bañado en sudor, se acercó a su amigo-. Esta estación es un horror. Los descargadores no miran por dónde van, ¡qué falta de respeto! Y no hay quien encuentre un mozo que te lleve las maletas. -Agotado, Aaron dejó su equipaje en el suelo. Miró enojado un desgarro que se había hecho en la manga de la chaqueta. Sus rizos rojizos estaban despeinados.

Pedro no tuvo más remedio que sonreír.

– ¡Pareces un loco!

– Sí, pues estoy a punto de perder la razón.

En aquel momento llegó Joao Henrique de Barros, con un aspecto impecable y un gesto arrogante. Aaron se quedó asombrado.

– ¿Cómo consigues moverte entre este gentío sin que te afecte?

Joao Henrique se golpeó con un gesto expresivo la palma de la mano con su pequeña fusta.

– La actitud adecuada, amigo mío.

Pedro miró su reloj de bolsillo e hizo un gesto para que se pusieran en marcha.

Poco después de que los jóvenes encontraran su compartimento y se instalaran en él, la locomotora de vapor lanzó un estridente silbido. Aaron, que estaba asomado a la ventanilla observando extasiado, desde una distancia segura, el colorido ajetreo de la estación, perdió el equilibrio y casi se cae. Joao Henrique le miró por el rabillo del ojo con gesto de censura, mientras Pedro se echaba a reír.

Cuando el tren dejó atrás la ciudad, Joao Henrique sacó de su cartera de piel una botella de coñac y dos copas.

– ¡Vamos a pasar este rato lo mejor posible. ¿De acuerdo?

– Por favor, Joao Henrique, ¿no crees que es demasiado pronto para empezar a beber?

– Aaron, no seas aguafiestas. -Joao Henrique sirvió dos copas, le ofreció una a Pedro y levantó la otra-. ¡A la salud de nuestro querido Aaron!

Pedro pensó para sus adentros que Aaron tenía razón: era demasiado pronto para beber. Pero asumió el papel del vividor que no rechaza ningún placer y se entrega sin problemas a la ociosidad. Y además: ¿acaso no eran jóvenes?

– ¡Por Boavista! -exclamó Pedro. No pensaba seguir las indirectas de Joao Henrique.

– ¡Por Boavista! -Aaron brindó con una cantimplora que sacó de su gastada cartera.

Joao Henrique levantó las cejas con fingido reconocimiento.

– Tu rabino estaría orgulloso de ti.

– Lo estaría. Al contrario que tu confesor, que se pone enfermo en cuanto te acercas al confesionario.

– ¿Acaso crees que voy a deleitar al viejo Padre Matías con un relato detallado de mis excesos? No, tendrá que esperar mucho…

– Joao Henrique, Aaron, ¿podéis dejar las peleas para otro momento? Estoy harto. Ni siquiera sé cómo he podido invitaros a los dos a la vez.

De hecho, en Río Pedro evitaba reunirse con demasiada frecuencia con los dos al mismo tiempo. Eran como el perro y el gato, como el fuego y el agua. Siempre se estaban peleando, y el más mínimo detalle les servía para intercambiar frases mordaces. En cierta ocasión habían discutido tan agriamente sobre un libro que casi llegan a las manos. Pedro les echó de su casa. Si querían pegarse, sería en otro sitio. En su casa, mejor dicho, en la residencia de su padre que él ocupaba durante su estancia en Río, debían comportarse adecuadamente.

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