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Ana Veloso: La Fragancia De La Flor Del Café

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Ana Veloso La Fragancia De La Flor Del Café

La Fragancia De La Flor Del Café: краткое содержание, описание и аннотация

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Brasil, año 1884. En el valle del río Paraíba, los terratenientes y sus familias llevan una vida lujosa y despreocupada gracias al trabajo de sus esclavos en las plantaciones de café. Vitória aspira a más, a mucho más. Vita, como todo el mundo la llama, es hija de uno de los más ricos «barones del café». Posee una belleza extraordinaria, es inteligente, hábil en los negocios, con un carácter fuerte e independiente, y es considerada el mejor partido del valle. Cuando Vita conoce a León Castro, un periodista atractivo y enigmático, su vida cambia. León es abolicionista y lucha fervientemente contra la esclavitud y por lo tanto contra los intereses de la familia de Vita. A pesar de estas diferencias insuperables se enamoran perdidamente. Desde un inicio su amor está marcado por desencuentros. Una y otra vez los caminos de Vita y León se cruzan y se separan, pero ni el tiempo ni los reveses de la fortuna pueden con su pasión. Ante el trasfondo del paradisíaco valle del río Paraíba y del pintoresco emporio de Río de Janeiro, de la época dorada de las plantaciones de café y de su ruina después de la abolición de la esclavitud, tienen lugar la saga de una familia de hacenderos y la historia de un gran amor…

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Capítulo dos

Para los comissionistas, los intermediarios del café, septiembre era una época en la que no había demasiado trabajo. Los grandes suministros de las fazendas al sur de Río de Janeiro no llegarían hasta unos meses más tarde. En realidad, los cafeeiros, los arbustos del café, podían dar fruto todo el año, pero era en otoño cuando más producían. Así, la recolección principal se realizaba habitualmente en mayo, que además era el mes más seco en la provincia. Si no lo era y a pesar de las esperanzas y las probabilidades climáticas llovía, podía perderse la cosecha entera.

Los frutos recién recolectados se extendían en largas hileras en los patios de las fazendas para que se secaran y los esclavos los movían regularmente con grandes rastrillos para que todos recibieran los rayos del sol. Esta fase de la recolección del café era la más delicada. Si los frutos se secaban demasiado, los granos de café de su interior perdían su aroma. Si no recibían suficiente sol o la lluvia mojaba las cuidadosamente dispuestas hileras de frutos casi secos, los granos se pudrían en su interior.

Pero también tras el secado, cuando a los frutos se les retiraba la pulpa, la cáscara roja, y se liberaban los dos granos que contenía cada uno, se podían producir daños irreparables. Un solo “grano maldito” podía dejar todo un saco de café inservible. Por ello, la selección de los granos la realizaban exclusivamente aquellos esclavos con suficiente experiencia para detectar los granos en mal estado. Se trataba, en general, de frutos que habían madurado demasiado, estaban arrugados y tenían un color negruzco.

Pedro da Silva conocía todo esto perfectamente y era capaz de valorar la calidad de un suministro de café con una simple mirada. Para el comissionista Fernando Ferreira había sido una suerte conocer a Pedro. Al principio, la propuesta de Eduardo da Silva para que aceptara a su hijo Pedro como aprendiz le había parecido una broma pesada. ¿Qué iba a hacer con el hijo malcriado de un rico fazendeiro? Sus modales delicados y su elegante vestimenta sólo despertarían la envidia de los demás empleados. Además ¿se mostraría todavía dispuesto a aprender un joven que ya había cumplido veintitrés años? Pero los reparos del comissionista se desvanecieron cuando Eduardo da Silva se mostró conforme con que su hijo recibiera el salario habitual y no fuera objeto de ningún trato especial. Cuando Pedro da Silva ocupó su puesto bajo la mirada desconfiada de Fernando Ferreira y sus cinco empleados, sabía que en una semana se habría ganado la simpatía de todos ellos. Era inteligente, trabajador, discreto y no se comportaba como los demás hijos de hacendados ricos. Siempre se mostraba amable, y ni siquiera perdía la serenidad ni la alegría con el sofocante calor que en los meses de verano convertía el despacho en un infierno y destrozaba los nervios de todos. Para Pedro da Silva trabajar con Fernando Ferreira era una buena oportunidad para escapar de la agobiante rutina de la provincia. ¡Río de Janeiro! Aceptaría cualquier trabajo con tal de vivir en una metrópoli con todo tipo de diversiones. ¿Y qué podía hacer? Para la medicina no había mostrado ningún talento y al cabo de un semestre había abandonado ya los estudios. El derecho le pareció demasiado teórico después de dos semestres. No estaba hecho para estar todo el día sobre los libros. Así pues, se decidió por lo que mejor conocía gracias a la educación de Eduardo da Silva: el café.

Si Pedro había pensado alguna vez que podría escapar a su destino como sucesor de su padre, sus esperanzas se desvanecían por momentos. Su aprendizaje con Ferreira, que debería culminar con un año de formación con un gran exportador, no le desagradaba tanto como había temido en un principio. La inspección de los suministros y el regateo con fazendeiros y exportadores se le daban bien. Además, de todos los colaboradores de Ferreira, Pedro era el más hábil reclutando trabajadores para descargar vagones. Sólo una minoría de los negros libres que se podían contratar como descargadores en cualquier esquina valía realmente para este trabajo, y Pedro tenía largos años de experiencia con los esclavos de Boavista. Los hombres viejos, débiles o mutilados no servían. Un saco que se cayera al suelo podía reventar o ir a parar a un charco de agua sucia.

Las oficinas estaban en la Rúa do Rosario, una calle ocupada casi exclusivamente por comissionistas. El edificio era de la época colonial y estaba decorado con azulejos de dibujos blancos y azules. En la ventana ponía “Fernando Ferreira & Cia.” con elegantes letras doradas con borde negro. El aroma del café recién tostado invadía la calle durante todo el año, ya que a los exportadores les gustaba que se les tostara y preparara un café para poder calibrar correctamente la calidad de la mercancía. Fue él quien propuso que se moliera, tostara y preparara el café a los clientes importantes; al fin y al cabo el sabor del café dependía del buen desarrollo de cada uno de los pasos del proceso. Fue él también quien cambió las viejas tazas en que Ferreira servía el café a los exportadores por delicadas tazas de porcelana con el borde dorado. Al principio esta medida contó con la desaprobación de Ferreira, que veía así confirmados sus prejuicios sobre el extravagante modo de vida del barón. Pero al final el éxito le dio la razón a Pedro: el café sabía mejor en las elegantes tazas, y aquella distinguida forma de presentación contribuía en parte a conseguir un mejor precio.

También influía el aspecto de Pedro. Sus grandes ojos castaños le hacían parecer más inocente de lo que en realidad era. Con él los clientes no se sentían agobiados ni engañados, como ocurría con otros comissionistas. Al contrario: tras firmar un contrato con Pedro todos quedaban convencidos de que habían hecho un fantástico negocio. La suave voz de Pedro, su amabilidad y su carácter aparentemente ingenuo hacían olvidar a casi todos que el joven da Silva era un agudo calculador.

Fernando Ferreira reconoció enseguida el talento negociador de su empleado. Tras diez meses de duro trabajo Pedro había convencido a su jefe de que, en contra de su costumbre, le concediera unas pequeñas vacaciones. A las personas como Pedro da Silva, pensaba Ferreira, no importaba hacerles concesiones. Al fin y al cabo, el comportamiento del joven no dejaba traslucir que se sintiera diferente a los demás, aunque esto tampoco hacía olvidar a Ferreira que era el único hijo varón de Eduardo da Silva. Algún día Pedro sería el señor de Boavista.

Pedro se alegraba de disponer de unos días libres. Había invitado a unos amigos a Boavista y a continuación viajarían a la provincia de Sao Paulo para visitar a la familia de su amigo Aaron Nogueira. Aaron era un antiguo compañero de estudios que, a diferencia de Pedro, mostraba una capacidad excepcional para la jurisprudencia y había superado con éxito los exámenes. Al ser judío, Aaron no era precisamente la clase de amistad que dona Alma querría para su hijo en Río, pero Pedro no podría haber encontrado un amigo más inteligente y con más sentido del humor que Aaron. Joao Henrique de Barros, en cambio, le encantaría a su madre. En su carta había mencionado expresamente el nombre de su amigo, igualmente antiguo compañero de estudios, y estaba seguro de que dona Alma sabría quién era. Eso suavizaría un poco la situación, pues el tercer invitado no agradaría ni a su madre ni a su padre: León Castro era un periodista conocido fuera de Río por su vehemente defensa de la abolición de la esclavitud. Pedro y Aaron habían conocido al hombre, algo mayor que ellos, en una reunión en Sao Cristóvao y lo admiraban por sus modernas ideas, su destreza retórica y su absoluta carencia de respeto ante cualquier autoridad. León era para ellos un héroe, aunque no todos compartieran sus ideas.

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