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Ana Veloso: La Fragancia De La Flor Del Café

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Ana Veloso La Fragancia De La Flor Del Café

La Fragancia De La Flor Del Café: краткое содержание, описание и аннотация

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Brasil, año 1884. En el valle del río Paraíba, los terratenientes y sus familias llevan una vida lujosa y despreocupada gracias al trabajo de sus esclavos en las plantaciones de café. Vitória aspira a más, a mucho más. Vita, como todo el mundo la llama, es hija de uno de los más ricos «barones del café». Posee una belleza extraordinaria, es inteligente, hábil en los negocios, con un carácter fuerte e independiente, y es considerada el mejor partido del valle. Cuando Vita conoce a León Castro, un periodista atractivo y enigmático, su vida cambia. León es abolicionista y lucha fervientemente contra la esclavitud y por lo tanto contra los intereses de la familia de Vita. A pesar de estas diferencias insuperables se enamoran perdidamente. Desde un inicio su amor está marcado por desencuentros. Una y otra vez los caminos de Vita y León se cruzan y se separan, pero ni el tiempo ni los reveses de la fortuna pueden con su pasión. Ante el trasfondo del paradisíaco valle del río Paraíba y del pintoresco emporio de Río de Janeiro, de la época dorada de las plantaciones de café y de su ruina después de la abolición de la esclavitud, tienen lugar la saga de una familia de hacenderos y la historia de un gran amor…

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Vitória decidió que aquella vez no iba a cumplir el deseo de su madre de acompañarla al piso superior. Tenía demasiado trabajo como para realizar aquel lento ritual. Su madre tenía que apoyarse en alguien hasta llegar a su habitación y, una vez sentada en su butaca, pedía una manta, su libro de oraciones, su bordado… O, algo que Vitória debía evitar a cualquier precio, iniciaba una conversación sobre la enfermedad que, en su opinión, Dios le había enviado para enseñarla a ser humilde.

– ¡Miranda! Ven y ayuda a dona Alma a ir a su habitación.

– Muy bien, sinhá Vitória.

La joven, que estaba esperando en la puerta del comedor a que la familia se levantara de la mesa para recogerla, se acercó corriendo.

– ¡Despacio, Miranda! En casa no se corre. Es un lugar de paz y bienestar, y así debe permanecer -dijo Vitória clavando sus ojos en la muchacha-. Y en cuanto dona Alma tenga todo lo que necesita, vuelves aquí. Lo antes posible, pero sin correr, ¿entendido?

– Sí, sinhá.

Dona Alma guardó silencio y le lanzó una mirada escéptica a su hija. Parecía sospechar que aquella pequeña reprimenda pretendía ser una demostración de su capacidad como ama de casa. Con un callado suspiro se agarró al brazo de Miranda, levantó con la otra mano la falda de tafetán negro y subió penosamente la escalera.

– Mamae, que descanse. Luego iré a verla -dijo Vitória. De nuevo volvía a tener mala conciencia.

Se acercó a la ventana para echar otro vistazo al blanco esplendor que brillaba bajo el sol de la mañana. ¡Menudo espectáculo! Sólo por aquello merecía la pena vivir tan lejos de la Corte y ser considerado en Río de Janeiro como un campesino.

A pesar de todo el trabajo que le esperaba, hoy se daría un pequeño paseo por los cafetales. Un par de espléndidas ramas serían lo más adecuado para adornar la mesa, las flores blancas combinarían a la perfección con los manteles adamascados y la fina porcelana de Limoges. Sí, y dispondría las ramas en el jarrón de cristal veneciano de una forma tan hermosa que todos creerían que se trataba de una extraña variedad botánica sumamente costosa. Pero primero tendría que dedicarse a las tareas menos agradables. Tenía que hablar cuanto antes con la cocinera y revisar con ella las provisiones. Luiza tenía desde hacía muchos años el control sobre la cocina y sabría lo que se podría hacer y lo que no para la cena.

Vitória cerró las cortinas del comedor para evitar la entrada de aire cálido. No usarían aquella estancia hasta la hora de cenar. A mediodía los Silva casi nunca comían juntos. Eduardo da Silva solía estar fuera todo el día y tomaba algo en una taberna o comía con los capataces, que habían instalado una rudimentaria cocina junto a los campos. Alma da Silva tenía una falta de apetito crónica y renunciaba a la comida del mediodía. Y Vitória comía tanto en el desayuno que nunca sentía hambre hasta la tarde; y si no, se hacía servir un ligero tentempié o algo de fruta en la veranda.

Camino de la cocina la mirada de Vitória se detuvo en la vitrina, en cuyos cristales se vio reflejada. ¡Cielos, todavía estaba en bata! Subió enseguida a su habitación y se puso un ligero pero tosco vestido de algodón y unos zapatos. Cuando hacía tanto calor no se ponía corsé, y mientras se encontrara solamente con la servidumbre, nadie podía escandalizarse por ello.

Vitória cerró con cuidado la puerta. No quería que su madre la llamara. Desde su habitación, que estaba al otro lado del pasillo, llegaba un apagado murmullo. Al parecer dona Alma estaba entreteniendo a Miranda más de lo necesario. Vitória casi se compadecía de la sirvienta, que probablemente estuviera soportando una charla interminable sobre las miserias de este mundo en general y el horror de aquel rincón apartado del mundo en particular. Aunque hacía ya más de sesenta años que Brasil era independiente, dona Alma lo seguía considerando una colonia portuguesa. Se quejaba continuamente de las inhumanas condiciones de vida, del clima demasiado húmedo y cálido, de la población salvaje, que carecía a todas luces de educación moral. ¿Cuál podría ser si no la explicación a aquella mezcla de razas entre blancos, negros e indios y que hubiera incluso individuos con tipos de piel de colores indefinibles? ¡Y cada vez más!

Vitória bajó las escaleras de puntillas. Cuando llegó abajo, llamó a Miranda. Cualquier otro día habría dejado a su madre seguir lamentándose, pero hoy hacían falta todas las manos.

Miranda cerró la puerta de la habitación de dona Alma y bajó las escaleras.

– ¡Venga, inútil! Basta ya de charla. Cuando hayas recogido la mesa, limpias la plata y quitas bien el polvo de todo el salón. ¡Pero sin romper nada!

Luego se fue taconeando hacia la cocina.

– Sinhazinha, ¿pero qué aspecto traes hoy? -La cocinera levantó la vista del cuenco en que estaba preparando masa de pan, y observó a Vitória con mirada crítica.

Al ser la única esclava en la casa, tuteaba a la hija de la familia y era también la única que la llamaba sinhazinha. A Vitória le gustaba aquel diminutivo de sinhá, que era la variante simplificada de los negros para senhora o senhorita. Como única esclava, Luiza se tomaba además la libertad de expresar abiertamente su opinión. Los demás esclavos la adoraban como a una santa. Estaban convencidos de que Luiza tenía poderes mágicos. Algunas veces incluso Vitória lo pensaba, a pesar de que consideraba que las supersticiones y, sobre todo, los fetichismos de los esclavos no tenían ningún sentido. Luiza era una mujer enjuta de edad indefinida. Vitória calculaba que tendría unos cincuenta años, pero las anécdotas que Luiza narraba en sus escasos momentos de locuacidad hacían pensar que tenía bastantes más. Las razones de Luiza para ocultar su edad eran un enigma. ¿Quizás pensaba que con ello aumentaba su atractivo? Ridículo. La cocinera era flaca, vieja y muy negra, y precisamente por eso pensaba Vitória que no tenía derecho a criticar el aspecto de su sinhazinha.

– Luiza, ¿qué le pasa a mi aspecto?

– Niña, pareces una campesina, con esos horribles zapatos y ese viejo vestido. Y encima sin corsé. Si te viera senhor Eduardo…

– Pero papá no me ve. Punto. Y esta noche, cuando vengan los invitados, no me vas reconocer.

– ¿Qué invitados?

– Viene Pedro, con tres amigos.

– Ya era hora de que se dejara ver por su casa -gruñó Luiza.

Su tono no engañó a Vitória. Sabía que Luiza adoraba a Pedro y que se alegraba de su llegada.

– Cualquiera sabe lo que ha preparado. ¿Qué le traerá a casa a mediados de semana? -Luiza volvió a hundir sus delgados pero fuertes brazos en la masa.

– Yo me pregunto lo mismo. Pero como viene con amigos, caballeros distinguidos, el motivo podría ser excepcionalmente agradable. En cualquier caso, tenemos que pensar algo, papai también tendrá esta noche un motivo de celebración.

La cocinera puso un gesto pensativo, pero siguió amasando con fuerza.

– Assado de porco -dijo Luiza de pronto. Su tono no permitía discusión alguna-. A Pedro le encanta mi asado de cerdo. Y a los demás caballeros también les gustará: los hombres jóvenes tienen que comer bien. Podemos acompañarlo con patatas, aunque en mi opinión pega más la mandioca cocida. Pero seguro que a dona Alma no le gustará.

– ¡Pamplinas! La mandioca es lo más apropiado. -Vitória adoraba las doradas rodajas asadas de aquella raíz, crujientes por fuera y harinosas y dulces por dentro. Pero lo que más valoraba de la mandioca era que se trataba de un alimento no europeo. La alta sociedad brasileña trataba de imitar en todo al viejo continente, sin alcanzar nunca el mismo grado de refinamiento, y Vitória ya estaba harta de aquella horrible costumbre.

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