– Mountford tiene una daga.
Deverell alzó las cejas.
– ¿Sólo una?
– Bueno, sí… -un ruido sordo reverberó tras la puerta. Ella se sobresaltó,, se movió y clavó los ojos en ella, como si pudiera ver más allá de los hombros de Charles. Lo miró furiosamente-. ¿Por qué no lo ayudáis?
– ¿A quién? ¿A Mountford?
– ¡No! ¡A Tristan!
Charles arrugó la cara.
– Dudo que necesite ayuda -echó un vistazo a Deverell.
Quien hizo una mueca.
– Desafortunadamente. -La palabra, lastimosa, bailó en el aire.
Ruidos sordos y gruñidos surgían de la biblioteca, luego un cuerpo golpeó el suelo. Duramente.
Leonora se estremeció.
El silencio reinó por un momento, luego la expresión de Charles cambió, se enderezó y se dirigió a la puerta.
La abrió. Tristan estaba enmarcado en el umbral.
Su mirada se centró en Leonora, y luego chasqueó hacia Charles y Deverell.
– Es todo vuestro -alargando la mano, tomó el brazo de Leonora, empujándola hacia el corredor-. ¿Nos disculpáis un momento?
Una pregunta retórica; Charles y Deverell ya se deslizaban a la biblioteca.
Leonora sintió su corazón saltar; todavía no se había calmado.
Rápidamente escudriñó a Tristan, todo lo que podía ver de él era cómo tiraba de ella hacia el corredor. Su expresión era inflexible y definitivamente sombría.
– ¿Te lastimó?
Apenas podía mantener el pánico de su voz. Las dagas podían ser mortales.
Él la miró de reojo, estrechando los ojos; endureciendo la mandíbula.
– Claro que no.
Sonó insultado. Ella frunció el ceño.
– ¿Estás bien?
Sus ojos llamearon.
– ¡No!
Habían llegado al vestíbulo; Tristan abrió la puerta de la salita matinal y la impulsó dentro. Siguiendo sus talones, pero cerrando la puerta.
– ¡Ahora! Sólo refréscame la memoria, ¿qué te advertí ayer, me parece recordar, de nunca, jamás hacer?
Ella parpadeó, enfrentándose a su furia apenas contenida con su habitual seguridad en la mirada.
– Que no me pusiera en peligro.
– No. Te. Pongas. En. Peligro -se acercó, deliberadamente intimidatorio-. Exactamente. Eso… -Hinchando su pecho al respirar desesperadamente, sentía las riendas de su temperamento serpenteando para liberarse-. ¿Qué diablos pensabas al seguirnos a la puerta de al lado?
No levantó la voz, al contrario, redujo el tono. Infundiendo hasta la última onza de autoridad en su voz las palabras chasquearon como un látigo. Penetrantes como uno, también.
– Si ese es un ejemplo de la manera en que piensas obedecerme en el futuro, de cómo pretendes continuar, a pesar de mi clara advertencia, tengo que advertirte que, ¡no te lo permitiré! -pasó una mano por su pelo.
– Si…
– ¡Dios mío! Envejecí más de una década cuando Deverell me dijo que te había visto allí fuera. Y entonces tuvimos que someter a los compinches de Mountford antes de que pudiéramos llegar a la cerradura, ¡y eran viejas y duras! ¡No puedo recordar sentimiento tan malditamente desesperado en mi vida!
– Yo…
– ¡No, tú nada! -La inmovilizó con una furiosa mirada-. Y no pienses que esto no significa que no vamos a casarnos, porque para nosotros… ¡eso es definitivo!
Enfatizó el definitivo con un gesto expeditivo de su mano.
– Pero como en ti no se puede confiar, en que te comportes con un mínimo de sentido común… en ejercer ese ingenio que Dios definitivamente te ha dado y de sobra para mi tormento… que me condenen si no tengo una maldita torre construida en Mallinghan y ¡te encierro en ella!
Se paró para introducir aliento, percibiendo que sus ojos relucían extrañamente. A modo de advertencia.
– ¿Ya has acabado completamente? -su tono era considerablemente más glacial que el de él.
Cuando él no respondió inmediatamente, continuó.
– Para tu información, lo que pasó aquí esta noche lo tienes completamente confundido -levantó su barbilla, enfrentando desafiantemente su mirada-. No me dirigí al peligro, ¡no del todo! -Entrecerró los ojos; levantó un dedo para detener su erupción, bloqueando su interrupción-. Esto fue lo que sucedió. Os seguí a ti, a Charles y a Deverell, tres caballeros con no poca experiencia y habilidades, en una casa que todos creíamos con sólo dos hombres menos capaces -sus ojos perforaron los de él, desafiándolo a que la contradijera-. Todos creíamos que no había gran peligro. Como vimos, el destino cobró parte, y la situación se volvió inesperadamente peligrosa. ¡Sin embargo! -Se vengó de él con un semblante tan furioso como cualquiera de los suyos-. ¡Estás obstinado en no ver en todo esto lo que es para mí es el punto crucial! -Tiró sus manos hacia fuera-. ¡Confié en ti!
Volviéndose, se paseó, luego con un estallido airado lo enfrentó perforándole el pecho con un dedo.
– Confié en que pudieras liberarte y vinieras tras de mí a rescatarme y lo hiciste . Confié en que me salvarías, y sí, volviste y te ocupaste de Mountford. ¡Cómo esa típicamente estrecha de miras costumbre masculina, estás negándote a ver esto!
Él atrapó su dedo. Ella encaró sus ojos sobre los suyos. Su barbilla determinada.
– Confié en ti, y no me fallaste . Lo conseguí, lo conseguimos, está bien.
Ella sostuvo su mirada; un débil brillo envolvió sus ojos azules.
– Tengo una advertencia para ti -dijo ella, en voz baja. - No. Estropees. Esto. .
Si algo había aprendido en su larga carrera, era que, en determinadas circunstancias, la retirada era la opción más sabia.
– Oh -buscó en sus ojos, luego asintió y liberó su mano-. Ya veo. No me di cuenta.
– ¡Humph! -Bajó su mano-. Siempre y cuando lo hagas ahora…
– Sí. -Un sentimiento de euforia crecía dentro de él, y amenazaba con derramarse y barrerlo-. Ahora lo veo…
Lo observó, esperando, poco convencida por su tono.
Él vaciló, entonces preguntó.
– ¿Realmente tuviste la intención de confiar en mí con tu vida?
Los ojos de ella definitivamente resplandecían ahora, pero no de enfado. Sonrió.
– Sí, absolutamente. Si no hubiese tenido confianza en ti, no sé lo que habría hecho.
Ella se metió en sus brazos, él los cerró a su alrededor. Levantó su cara para mirarlo.
– Contigo en mi vida, la decisión fue fácil -levantando los brazos, cubrió sus hombros. Miró dentro de sus ojos-. Así que ahora todo está bien.
Él estudió su cara y luego asintió.
– En efecto -fue bajando la cabeza para besarla cuando su cerebro de estratega, habitualmente comprobando que todo estaba bien en su mundo, se enganchó en un punto.
Dudó, levantó los párpados, esperó hasta que ella hizo lo mismo. Frunció el ceño.
– Supongo que Jonathon Martinbury sigue en el salón, pero, ¿qué sucedió con Humphrey y Jeremy?
Los ojos de ella se agrandaron, su expresión se transformó en una de leve horror.
– ¡Oh, cielos!
– ¡Lo siento tanto! -Leonora sacó a Humphrey del armario-. Las cosas… simplemente ocurrieron.
Jeremy siguió a Humphrey hacia fuera, apartando una fregona de una patada. La miró con el ceño fruncido.
– ¡Esa fue la pieza de interpretación más desesperada que alguna vez he presenciado y esa daga estaba afilada, por el cielo!
Leonora le miró a los ojos y rápidamente le abrazó.
– De todas formas funcionó. Eso es lo importante.
Jeremy se encogió y miró la puerta cerrada de la biblioteca.
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