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Stephanie Laurens: La Dama Elegida

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Stephanie Laurens La Dama Elegida

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Tristan Wemyss, conde de Trentham, nunca esperó tener que casarse en el plazo de un año para no perder su herencia. Pero él no se someterá a los deseos de las madres casamenteras de la sociedad. No, él se casará con una dama de su propia elección. Y la dama que ha escogido es su encantadora vecina. La señorita Leonora Carling tiene belleza, espíritu y pasión; desgraciadamente, el matrimonio es la última cosa en su mente. Para Leonora, los besos de Tristan son muy tentadores. Pero, como dice el refrán, el que se quema con leche cuando ve una vaca llora y ella ha decidido alejarse del matrimonio. Tristan es un veterano experimentado y no aceptará la derrota. Por eso, cuando un misterioso hombre intenta ahuyentar a Leonora y su familia de su casa, Tristan comprende que tiene la excusa perfecta para ofrecer sus servicios como protector, seductor y marido.

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Murmurando interiormente -¿c uándo la soltaría?- mantuvo una tonta e inexpresiva expresión plasmada en su cara.

– Encontré al Sr. Martinbury en la puerta de al lado, parece que ha estado buscando la fórmula del primo Cedric. Parece pensar que le pertenece, le dije que ¿no tenéis problema en compartirla con él…?

Infundía cada onza de consternación trémula en su voz, hasta el último ápice de intención en sus ojos. Si alguien podría confundir y obstruir a alguien con palabras escritas en su página, eran su hermano y su tío.

Ambos se encontraban en sus lugares habituales; ambos habían mirado hacia arriba y se habían quedado congelados.

Jeremy se encontró con su mirada, leyó el mensaje en sus ojos. Su escritorio estaba inundado con papeles; comenzó a levantarse de la silla detrás de él.

Mountford entró en pánico.

– ¡Espere! -sus dedos se apretaron sobre el brazo de Leonora, la arrastró a su lado, moviéndola bruscamente, perdió el equilibrio y cayó contra él. Esgrimió la daga frente a su cara-. No haga nada precipitado. -Mirando salvajemente de Jeremy a Humphrey-. Sólo quiero la fórmula, sólo démenla y no saldrá herida.

Ella sentía el pecho de él elevarse respirando con esfuerzo.

– No quiero herir a nadie, pero lo haría . Quiero la fórmula.

La vista del cuchillo había conmocionado a Jeremy y a Humphrey; el tono creciente de Duke la asustaba.

– ¡Caracoles, mire usted! -Humphrey se alzó trabajosamente de su silla, sin preocuparse de los diarios que resbalaron al piso-. No puede simplemente entrar aquí y…

¡Cállese! -Mountford danzaba con impaciencia. Sus ojos seguían barriendo el escritorio de Jeremy.

Leonora no podía hacer otra cosa que fuese centrarse en la hoja del cuchillo, bailando ante sus ojos.

– Escuche, puede tener la fórmula. -Jeremy empezó a rodear el escritorio-. Está aquí -señaló a la mesa de trabajo-. Si usted…

– ¡Alto ahí mismo! Ni un paso más, o cortaré en rodajas su mejilla.

Jeremy palideció. Paralizado.

Leonora trató de no pensar en el cuchillo cortando su mejilla. Cerró sus ojos brevemente. Tenía que pensar. Debía de encontrar una forma… una manera de asumir el mando… de perder el tiempo, para mantener a Jeremy y a Humphrey seguros…

Abrió sus ojos y enfocó la atención en su hermano.

– ¡No os acerquéis! -su voz era débil y temblorosa, diferente a la suya totalmente-. Podría encerraros en algún lugar, y entonces estaré sola con él.

Mountford se desplazaba, arrastrándola con él, así podía mantener su vista en Humphrey y Jeremy pero ya no estaban directamente delante la puerta.

– Perfecto -siseó-. Si los encierro a los dos, igual que a los otros, puedo tomar la fórmula y marcharme.

Jeremy fijó la mirada en ella.

– No sea estúpido -Jeremy quería decir cada palabra. Entonces echó una mirada a Mountford-. En cualquier caso, no hay ninguna parte donde pueda encerrarnos, ésta es la única habitación en este piso con pestillo.

– En efecto -dijo Humphrey sin aliento-. Una sugerencia sin sentido.

– ¡Oh, no! -Trinó ella, y rezó porque Mountford creyera su actuación-. Porque podría encerraros en el armario de las escobas que está al otro lado del pasillo. Ambos cabríais.

La mirada que Jeremy le envió era furiosa.

– ¡Eres tonta !

Su reacción le sirvió de ventaja a ella. Mountford, tan nervioso que no paraba de moverse, se abalanzó sobre la idea.

– ¡Ambos, ahora! -Hizo gestos con la mano del cuchillo-. Usted… -apuntando a Jeremy-, agarre al viejo y ayúdelo a ir a la puerta. No desea la bonita cara de su hermana llena de cicatrices, ¿no es cierto?

Con una última mirada furiosa hacia ella, Jeremy fue y tomó del brazo a Humphrey. Lo ayudó a llegar a la puerta.

– Alto. -Mountford tiró de ella, girándola así estaban directamente detrás de los otros dos, frente a la puerta-. Derecho, sin ruido, ninguna tontería. Abra la puertata, camine hasta el armario de limpieza, abrirá la puerta y la cerrará en silencio detrás de usted. Recuerde, estoy observando cada movimiento, y mi daga está en la garganta de su hermana.

Ella observó a Jeremy inhalar de un tirón, entonces él y Humphrey hicieron exactamente lo que Mountford le había ordenado. Mountford avanzó poco a poco, cuando entraron al armario de las escobas directamente a través del amplio corredor; miró por el pasillo hacia el vestíbulo de entrada, pero nadie vino en esa dirección.

En el instante en que la puerta del armario de limpieza fue cerrada, Mountford la empujó hacia delante. La llave estaba puesta en el cerrojo. Sin liberarla, giró la llave.

– ¡Excelente! -Se volvió hacia ella con sus ojos brillando febrilmente-. Ahora usted puede conseguir mi fórmula, y yo me iré por mi lado -la hizo volver a la biblioteca. Cerró la puerta y la apresuró al escritorio-. ¿Dónde está?

Leonora extendió sus manos, revolvió las cartas, confundiendo el poco orden que había tenido

– Dijo que estaba aquí…

– ¡Bien, encuéntrelo, maldita sea! -Mountford liberándola, se pasó los dedos por el cabello.

Frunciendo el ceño como concentrándose, disimulando su alivio por el repentino respiro, Leonora vagó alrededor del gran escritorio, diseminando y barajando los papeles.

– Si mi hermano dijo que estaba aquí, puedo asegurar que así es -continuó deambulando, al igual que cualquiera de las encantadoras viejecitas a las que ayudó a lo largo de los años. Y de manera constante, carta por carta, trabajó a su manera en el escritorio-. ¿Es esto? -finalmente frente a Mountford, recogió una hoja, echando un vistazo al documento, luego sacudió la cabeza.

– No. Pero debe estar aquí… ¿quizás es éste? -sintió a Mountford temblar, cometió el error de echarle un vistazo, hasta que sus ojos la atraparon. Comprendió…

Su cara palideció, entonces vertió su rabia en su expresión.

¡Usted…!

Se abalanzó sobre ella.

Ella zigzagueó hacia atrás.

– Esto era un truco, ¿no es cierto? Yo le enseñaré…

Tendría que alcanzarla primero. Leonora no perdió el tiempo en replicar; aplicó su mente en esquivarlo, yendo por aquí, luego por allá. El escritorio era lo suficiente grande de modo que no podía llegar a ella.

¡Ah! -se lanzó sobre el escritorio hacia ella.

Con un grito, Leonora se movió rápidamente fuera de su alcance. Echó una mirada a la puerta pero él ya estaba poniéndose en pie, su cara era una máscara de furia.

Corrió hacia ella. Ella aceleró.

Aproximándose.

La puerta se abrió.

Leonora rodeó el escritorio y huyó directamente hacia la alta figura que entró.

Arrojándose a él y agarrándolo firmemente.

Tristan la cogió, atrapó sus manos, la empujó detrás de él.

– Fuera.

Una palabra, pero el tono no era para desobedecer. Tristan no la miraba. Sin aliento, siguió la mirada de él hacia Mountford, agotado, jadeando, en el lado opuesto del escritorio. Todavía sostenía la daga en un puño.

– Ahora.

Una advertencia. Retrocedió unos pasos, luego dio la vuelta. No había necesidad de distraerlo.

Se apresuró al corredor, con la intención de convocar ayuda, sólo para darse cuenta de que Charles y Deverell estaban allí, de pie en las sombras.

Charles la alcanzó pasándola, agarró la puerta, y tiró de ella cerrándola. Después se inclinó despreocupadamente contra el marco y le sonrió abiertamente algo resignado.

Deverell, sus labios curvándose igual, con una sonrisa que recordaba a un lobo, inclinó la espalda contra la pared del corredor.

Los miró fijamente. Señaló a la biblioteca.

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