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Stephanie Laurens: La Dama Elegida

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Stephanie Laurens La Dama Elegida

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Tristan Wemyss, conde de Trentham, nunca esperó tener que casarse en el plazo de un año para no perder su herencia. Pero él no se someterá a los deseos de las madres casamenteras de la sociedad. No, él se casará con una dama de su propia elección. Y la dama que ha escogido es su encantadora vecina. La señorita Leonora Carling tiene belleza, espíritu y pasión; desgraciadamente, el matrimonio es la última cosa en su mente. Para Leonora, los besos de Tristan son muy tentadores. Pero, como dice el refrán, el que se quema con leche cuando ve una vaca llora y ella ha decidido alejarse del matrimonio. Tristan es un veterano experimentado y no aceptará la derrota. Por eso, cuando un misterioso hombre intenta ahuyentar a Leonora y su familia de su casa, Tristan comprende que tiene la excusa perfecta para ofrecer sus servicios como protector, seductor y marido.

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Sin prestar atención a nadie, Jeremy pasó recto; salió por la puerta, cruzó la carretera, luego se detuvo mirando fijamente el escaparate de una sastrería.

Leonora meció las piernas y el cesto ligeramente, y se preguntó cuánto tiempo tendrían que esperar.

Era un día excelente, no soleado, pero lo bastante agradable para que hubiera muchas otras personas holgazaneando, disfrutando del césped y el lago. Suficiente, al menos, para que su pequeña banda fuera poco notoria.

Duke había podido describir a su extranjero sólo en los términos más superficiales; como Tristan había comentado con algo de aspereza, la mayor parte de los caballeros extranjeros de origen alemán que estaban actualmente en Londres, concordaban con su aspecto. No obstante, Leonora mantuvo los ojos abiertos, explorando a los paseantes que pasaban por delante, como una florista desocupada sin más trabajo que hacer durante el resto del día.

Vio a un caballero que venía a lo largo del camino desde el lago. Estaba meticulosamente vestido con un traje de un gris apagado. Tenía puesto un sombrero gris y llevaba un bastón asido con fuerza. Había algo acerca de él que le resultaba conocido, estrujó su memoria, algo extraño sobre la forma en la que se movía… luego recordó la descripción de la casera de Duke acerca del visitante extranjero. Un atizador atado con una correa a su columna vertebral.

Éste tenía que ser su hombre.

Pasó por delante de ella, caminando por el borde, cerca de donde estaba Tristan, miraba fijamente a la puerta, una mano golpeando ligeramente su muslo con impaciencia. El hombre sacó su reloj, comprobándolo.

Leonora clavó los ojos en Tristan; estaba segura de que él no había visto al hombre. Ladeó la cabeza como si acabara de fijarse en él, hizo una pausa como discutiendo consigo misma, después se levantó y paseó tranquilamente, meciendo las caderas al mismo tiempo que el cesto.

Él la recorrió con la mirada, enderezándose cuando ella llegó a su lado.

Su mirada se fijó rápidamente más allá de ella, percibió al hombre, después la miró a la cara.

Leonora sonrió, le dio un toque con el hombro en el lado más cercano, imitando lo mejor que podía los encuentros que ocasionalmente había presenciado en el parque.

– Puedo fingir como si estuviese sugiriendo un poco de coqueteo para animar el día.

Él le sonrió abiertamente, lentamente, mostrando los dientes, pero sus ojos permanecieron fríos.

– ¿Qué crees que estás haciendo?.

Este es el hombre, y de un momento a otro Duke y Charles llegarán. Nos estoy dando una razón perfectamente razonable para seguir al hombre cuando se vaya, juntos.

Sus labios permanecieron curvados; él deslizó un brazo rodeando su cintura y tiró de ella acercándola e inclinando la cabeza para susurrar en su oído.

– Tú no vienes conmigo.

Ella sonrió mirando a sus ojos, le palmeó el pecho.

– A menos que el hombre entre en los burdeles, y apenas parece probable, voy.

Él entrecerró los ojos hacia ella; Leonora sonrió más ampliamente, encontrando directamente su mirada.

– He sido parte de este drama desde el principio. Pienso que debería ser parte de su final.

Las palabras proporcionaron una pausa a Tristan. Y luego el destino intervino y tomó la decisión por él.

Los campanarios de las iglesias de Londres tañeron la hora, tres sonidos metálicos hicieron eco y se repitieron en múltiples tonos. Duke venía caminando rápidamente a grandes pasos a lo largo de la acera y giró en Queen Anne Gate’s.

Charles, con la apariencia de un camorrista de taberna, llegó paseando tranquilamente a lo largo de un camino trasero, cronometrando su acercamiento.

Duke hizo un alto, vio a su hombre, y se dirigió hacia él. No miró ni a derecha ni a izquierda; Tristan sospechaba que Charles le había aleccionado hasta que estuviese centrado en lo que tenía que hacer, tan desesperado en conseguir hacerlo correctamente, que poner atención a cualquier otra cosa estaba actualmente más allá de él.

El viento soplaba en la dirección correcta; hizo volar con un bufido las palabras de Duke hacia ellos.

– ¿Tiene mis pagarés?

La petición pilló al extranjero por sorpresa, pero se recuperó velozmente.

– Podría tenerlos. ¿Ha conseguido la fórmula?

– Sé dónde está, y la puedo traer para usted en menos de un minuto, si tiene mis pagarés a cambio.

A través de sus ojos entrecerrados, el caballero extranjero escudriñó la cara pálida de Duke, luego se encogió de hombros, y metió la mano en un bolsillo del abrigo.

Tristan se tensó, vio a Charles alargar la zancada; ambos se relajaron un tanto cuando el hombre alargó un pequeño paquete de documentos.

Los sostuvo hacia arriba para que Duke los viera.

– Ahora, -dijo, su voz con un acento frío y seco-. La fórmula, por favor.

Charles, hasta entonces aparentemente a punto de pasearse más allá, cambió de dirección y con un paso se unió a la pareja.

– La tengo aquí.

El extranjero se sobresaltó. Charles sonrió abiertamente, totalmente diabólico.

– No me preste atención, estoy aquí únicamente para cerciorarme de que a mi amigo el señor Martinbury no va a sobrevenirle ningún daño. -Entonces inclinó la cabeza hacia los documentos y miró de reojo a Duke- ¿Están todos?

Duke alargó la mano hacia los pagarés.

El extranjero los echó hacia atrás.

– ¿La fórmula?

Con un suspiro, Charles sacó la copia de la fórmula alterada que Humphrey y Jeremy habían confeccionado y preparado para que se viese convenientemente envejecida. La desdobló, la puso donde el extranjero podía verla, pero en absoluto leerla.

– No se la entregaré, de momento la sostengo aquí, tan pronto como Martinbury haya comprobado sus pagarés, podrá tenerla.

El extranjero estaba claramente descontento, pero no tenía otra opción; Charles era lo suficientemente intimidador con su aspecto civilizado de siempre, con aquel disfraz, exudaba agresividad.

Duke tomó los pagarés, los revisó rápidamente, entonces mirando a Charles inclinó la cabeza.

– Sí. -Su voz era débil-. Están todos.

– Correcto, entonces. -Con una sonrisa desagradable, Charles alargó la fórmula hacia el extranjero.

Él la agarró, se enfrascó en su lectura.

– ¿Ésta es la fórmula correcta?

– Eso es lo que usted quería, eso es lo que usted tiene. Ahora, -continuó Charles-, si eso es todo, mi amigo y yo tenemos otro negocio del que ocuparnos.

Saludó al extranjero, una parodia de gesto; agarrando el brazo de Duke, cambió de dirección. Marcharon hacia la puerta sin dar rodeos. Charles llamó a un coche de alquiler, metió dentro a un ahora tembloroso Duke y subió después de él.

Tristan vigiló la retumbante salida del carruaje. El extranjero miró hacia arriba, observó su partida, entonces cuidadosamente, casi respetuosamente, plegó la fórmula y la introdujo en el bolsillo interior de su abrigo. Hecho esto, ajustó el agarre de su bastón, se puso derecho, giró sobre sus talones y volvió, caminando rígidamente hacia el lago.

– Vamos. -Con el brazo alrededor de Leonora, Tristan se enderezó alejándose del árbol y se pusieron en marcha siguiendo al hombre.

Pasaron de largo a Humphrey; no miraba hacia arriba pero Tristan vio que había hecho un esbozo a lápiz en un bloc y dibujaba rápidamente, una vista algo incongruente.

El extranjero no miró hacia atrás; parecía haberse tragado su pequeña charada. Esperaban que se dirigiese directamente de nuevo a su oficina, en lugar de a alguna de las zonas menos salubres cercanas al parque. La dirección que estaba tomando parecía prometedora. La mayor parte de las embajadas extranjeras estaban ubicadas en la zona norte del parque de St. James, en el distrito del Palacio de St. James.

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