Robert Alley - El último tango en Paris
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Se puso de pie y se secó las manos en el delantal.
—Y luego me empujaron a ese rincón y trataron de...
—¿Por qué no cierra ese grifo? —interrumpió Paul.
La criada se sacó unos mechones de pelo grasiento de la frente y cerró el grifo bruscamente.
—Ahora está todo bien —dijo supervisando el cuarto como si no hubiera hecho otra cosa que limpiar lo que había dejado un cliente sucio.
—No se puede ver nada.
Paul dio media vuelta y miró la gran maleta vacía que estaba sobre la cama. Había contenido los recuerdos de Rosa, una extraña colección de cartas y fotos y cosillas insignificantes, hasta el cuello de un pastor, algo que él no podía explicar. Todo eso él se lo había escondido a la policía, no porque temiera que examinaran las cosas, sino porque quería negarles ese placer. Los recuerdos no le habían proporcionado ninguna pista de por que se había suicidado Rosa. Ni siquiera parecían haber estado relacionados con ella. Había pensado que conocía a su mujer, que finalmente había establecido una comunicación duradera con otro ser humano, pero había estado equivocado. La vida de Paul había sido una sucesión de aventuras desenfrenadas, románticas y sin porvenir; todos sus compromisos con los demás, arriesgados como fueron, no habían llegado a nada. Cuando joven, no le importó, pero recientemente había llegado a darse cuenta de que no viviría eternamente y de que su muerte sería un hecho solitario.
—¿Qué dijeron de la maleta?
No creyeron que estuviese vacía. Pero no tuvieron suerte. Como de casualidad, la criada sacó una navaja de afeitar antigua del bolsillo de su delantal y se la entregó a Paul.
—Aquí tiene su navaja.
—No es mía.
—Ya no la necesitan. La investigación ha terminado.
Paul pasó el dedo por el filo frío y mellado y sintió el mango suave de hueso. Era el instrumento con que Rosa había puesto fin a su vida y Paul no pensaba perderlo.
—Me dijeron que se lo devolviera —dijo ella y esperó su reacción. Paul metió la navaja en el bolsillo de su chaqueta.
—Saque la maleta de aquí —dijo.
Ella se puso en movimiento.
—Tenía tantos cortes en el cuello.
Paul la interrumpió:
—Harán una autopsia —dijo y se fue de la habitación.
El tono del saxo había cambiado. La melodía profunda y sonora era más sensual que melancólica y Paul pensó en la muchacha y en los acontecimientos de la mañana. La idea del sexo sin amor, vacío de emoción, apeló al estado mórbido de su mente. Era una manera de defenderse, aunque fuera por unos instantes, contra la pobreza de los deseos humanos y la certidumbre de la muerte. En el sótano había algunos muebles y ya había dispuesto su traslado. La idea de hacer ciertas concesiones convencionales lo atrajo. Con llevar unos pocos muebles miserables al apartamento de la Rue Jades Verne, su presencia quedaría establecida.
Paul bajó las escaleras del hotel y salió a la calle casi sin detenerse a recoger el abrigo. Siempre existía la posibilidad de que la muchacha no regresara al apartamento, pero jamás la consideró.
IV
Jeanne subió en el ascensor sin saber realmente por qué. El viejo aparato gemía y suspiraba y amenazaba con no llegar jamás al quinto piso. Una parte de Jeanne deseaba que regresara al vestíbulo sofocante que estaba vacío y sólo ofrecía una vista de la portera loca, sentada de espaldas a la ventanilla, canturreando una melodía desafinada. Jeanne se había tratado de convencer de que en realidad pensaba alquilar el apartamento si es que el hombre que había conocido no lo había hecho. Pero no era el apartamento lo que ella quería ahora.
Tocó el timbre y lo volvió a hacer de inmediato. No hubo ningún movimiento dentro de ese arco sin tiempo que ella imaginó con tintes otoñales rojos y rodados. Apretó tanto la llave que su mano transpiró.
Una puerta se abrió en el piso de arriba y luego se oyeron pasos. Jeanne sintió un terror súbito e irracional. No sabía lo que más la atemorizaba: que la vieran allí o que la sacaran del umbral de su aventura. En un instante, único e impetuoso, insertó la llave en la cerradura, la hizo girar y empujó la puerta. El apartamento la abrazó; se sintió en su casa. Rápidamente cerró la puerta sin mirar detrás suyo.
Jeanne dio media vuelta, enfrentó el corredor angosto que se abría a varias habitaciones y avanzó lentamente. Todo estaba como ella lo recordaba. El sol había cambiado de posición e iluminaba la otra pared del cuarto circular. En la suave claridad, las marcas de humedad y las grietas en el grueso empapelado parecían las líneas finas de un cardiograma. La excitación y la incredulidad que había experimentado esa mañana regresaron a ella. Esa visita la había obsesionado: no podía dejar de pensar en ella, ni siquiera cuando Tom la filmaba. No supo qué le deparaba el futuro inmediato.
Algo se movió. Jeanne giró sobre sus talones y vio en el rincón, junto al radiador, un gran gato amarillo recostado en la sombra que la observaba. Taconeó el piso y avanzó hacia el gato como si fuera realmente su rival. Le molestó la intromisión del animal y la inspección impertinente de que la hacía objeto. El gato saltó al marco de la ventana y desapareció. Lo persiguió hasta allí, pero se encontró mirando los techos y confrontando la altura distante y espinosa de la torre Eiffel, burlona en su maciza permanencia. La sirena de un coche de policía llegó a ella desde el otro lado del Sena y luego el sonido fue desapareciendo. Una vez más, el apartamento asumió el aire de un refugio.
—¿Hay alguien? —llamó una voz desde el corredor.
Por un momento, Jeanne volvió a sentir el pánico anterior. Levantó la llave y la puso delante suyo como si se tratara de un escudo.
Esperaba ver un hombre corpulento con un abrigo de piel de camello. En cambio, vio que aparecían por el corredor las patas de un sillón apoyadas en un par de piernas humanas envueltas en un moño azul desteñido y un par de zapatos viejos y gastados. El sillón bajó y ella vio un obrero con una boina sucia. Tenía un Gauloise en los labios.
—Muy bien, señora —dijo con un fuerte acento marsellés—, ¿dónde lo pongo?
Jeanne estaba demasiado sorprendida para hablar. El hombre caminó hasta el centro de la habitación sin esperar respuesta y dejó el sillón en el suelo.
—Podría haber llamado —dijo ella sintiéndose muy tonta.
—La puerta estaba abierta.
El hombre se sacó el cigarrillo de los labios y expulsó humo por la nariz. La punta del Gauloise estaba manchada de un marrón oscuro debido a su saliva.
—¿Lo puedo poner aquí? —preguntó al tiempo que señalaba el sillón.
—No, frente a la chimenea —dijo Jeanne con firmeza.
Él puso mala cara, levantó el sillón y lo sacó del cuarto. Jeanne decidió irse. Pero al dirigirse a la puerta, se encontró con un segundo mozo que traía otra silla.
—¿Las sillas dónde? —preguntó y sin esperar respuesta, comenzó a colocarlas en semicírculo en medio de la habitación.
El primer hombre de mudanzas volvió con una mesa que era redonda, hecha de madera manchada de ciruelo con una base pesada y negra. No iba con las sillas, unas Windsor falsas de madera más clara, posiblemente de fresno, y Jeanne se preguntó si los muebles pertenecían al norteamericano. A Jeanne, que vendía antigüedades, le pareció que se trataba de algo extraño que un hombre reuniera ese lote de muebles aunque nunca podría haberse imaginado que eran muebles sacados de un viejo hotel.
—¿Y la mesa? —preguntó el hombre.
—No sé —respondió Jeanne simulando que era la dueña de la casa—. El decidirá.
La intrusión de los mudadores arruinó el humor de Jeanne. Ahora estaba segura de que alguien había alquilado el apartamento. Nuevamente fue al corredor dispuesta a irse y nuevamente le bloquearon el camino; esta vez los hombres luchaban con el peso de un colchón doble. Dejaron la carga en un cuarto pequeño al fondo del corredor aunque el colchón sobresalía de la puerta.
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