Robert Alley - El último tango en Paris
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—Pensé que se había ido.
—Cerré la puerta con llave —caminó lentamente hacia ella mirando fijamente los ojos anchos y azules que reflejaban más resignación que miedo—. ¿Estuve mal?
—No, no —dijo ella tratando de recuperar el aliento—. Sólo pensé que se había ido —sus palabras quedaron pendientes, como una invitación.
Paul estuvo a su lado en un segundo. Le tomó el rostro con las manos y la besó en los labios. En la confusión, ella dejó caer el bolso y el sombrero, y colocó las manos sobre los anchos hombros. Por un instante, permanecieron absolutamente inmóviles. Nada se movía en la habitación circular salvo las pelusas que caían por el aire; ningún sonido les llegó salvo el de sus propias respiraciones agitadas. Parecían suspendidos en el tiempo, como la belleza marchita de la habitación, aislados del mundo y de sus vidas respectivas. El cuarto adquirió calidez acogiéndolos durante este breve y silencioso noviazgo.
De pronto, Paul la alzó en sus brazos y la llevó hasta la pared de la ventana sin esfuerzo aparente, como si se tratara de una criatura. Ella le pasó los brazos por el cuello que le pareció tan duro como un tronco y le acarició los músculos de su espalda bajo la suave tela del abrigo. El tenía un olor amargo en parte sudor y en parte algo que ella no pudo identificar; algo más masculino que el de cualquier joven que hubiera conocido y que la excitó poderosamente. El la bajó, pero sus manos no la dejaron, la apretó contra sí y tocó sus pechos oscilantes a través de la tela de su ropa. Le desabrochó el vestido con rapidez y maña, y metió las dos manos en el interior, acariciándolos; con los dedos dibujó la forma de sus pezones. A ella la excitó la dureza de su piel y se apretó aún más contra él.
Como si lo hubieran convenido de antemano, comenzaron a desnudarse el uno al otro. Ella lo agarró a través de los pantalones; él pasó una mano por debajo de la falda y de un tirón le arrancó las bragas. Jeanne se sofocó ante su audacia y se colgó de él con miedo y anticipación. Paul puso una mano entre sus piernas y la levantó del suelo; con la otra se desabrochó los pantalones. Luego la tomó por las nalgas, la subió un poco más y la penetró.
Se agarraron como animales. Jeanne subió por el tronco de su cuerpo apretando sus caderas con las rodillas y colgando de su cuello como una niña perdida. El la apretó contra la pared y entró más profundamente dentro de ella; por un instante lucharon torpemente, como en un combate, pero pronto se pusieron de acuerdo y comenzaron a moverse con un mismo ritmo. Sus cuerpos avanzaban y retrocedían como participantes en la más íntima de las danzas. El ritmo se hizo más frenético; la música y el mundo, olvidados, gimieron, suspiraron y se golpearon contra la pared protegiendo esa pasión; cayeron más allá de los orígenes de su propio empeño y se apagaron poco a poco y sin remordimientos, sobre la estropeada alfombra naranja.
Permanecieron inmóviles en el suelo, sin tocarse, mientras la agitación de sus respiraciones se normalizaba gradualmente. Luego, Jeanne se alejó de él, puso la cabeza sobre el brazo y levantó la vista. Pasaron varios minutos en los que ninguno de los dos pronunció palabra.
Se pusieron de pie y arreglaron sus ropas, dándose la espalda. Jeanne se puso el sombrero igual que antes, lo siguió por el corredor y salieron a la escalera. Paul cerró la puerta con llave; Jeanne llamó el ascensor y con vergüenza se apartó de Paul. Minutos antes, habían compartido el abrazo más sensual y ahora, fuera de los confines del departamento, eran tan distantes como desconocidos.
Ella se sintió agradecida cuando Paul le volvió la espalda y bajó por las escaleras en vez de hacerlo con ella en el ascensor. Pero no pudieron evitar encontrarse en el vestíbulo. Ella se preguntó cuál sería su próximo movimiento cuando la siguió, mientras pasaban delante de la ventanilla de la portera y se encaminaban a la puerta.
El salió a la calle detrás de ella. La luz del sol los deslumbró y los ruidos de París sonaron discordantes. Paul arrancó el letrero escrito a mano SE ALQUILA de la puerta. Lo rompió y lo arrojó a la alcantarilla. Por un momento ambos vacilaron, luego tomaron direcciones opuestas y ninguno de los dos volvió la cabeza.
II
Había sucedido todo tan abruptamente; podría haberse tratado de una violación pero Jeanne sabía que no había sido. Todavía podía oler y sentir la solidez de su cuerpo, pero sólo experimentó una excitación y una sorprendida incredulidad. Parecía incongruente que ella se hubiera podido abrir completamente a un total desconocido, recibiendo con placer su semen y su violencia y luego ir a encontrarse con otro hombre a quien decía amar y no confiarle nada. La contradicción la dejó perpleja.
La Gare St. Lazare estaba llena de gente. El enorme techo resonaba con las explosiones del vapor a presión y el eco desigual de miles de pies arrastrándose por las plataformas. Todo a su alrededor era sonido y movimiento, una dura realidad, mientras que hacía poco tiempo había vivido una especie de suspenso en el tiempo y la plenitud de una fantasía romántica.
Jeanne sacó un billete de andén en la taquilla y avanzó por la plataforma. Se movía contra la fuerza de la multitud esperando ver el rostro de Tom. Se preguntó si él no la notaría cambiada de algún modo. Los amigos hablaban a menudo de su gran capacidad de percepción. Eso la preocupó un poco aunque en la enormidad del gentío se sintió segura con su secreto.
Se puso de puntillas tratando de localizarlo y no se percató de que un joven con una chaqueta de dril de algodón, se había puesto detrás suyo y empezaba a filmarla con una negra cámara portátil Arriflex. Al lado del operador, una figura desvaída se arrodilló. Tenía puestos unos audífonos y llevaba una grabadora negra colgada de su hombro con un tirante. En una mano tenía un micrófono que primero lo dirigió en una dirección, luego en otra, recogiendo el sonido de fondo. Una chica "SCRIPT" se interpuso entre los dos con un manojo de papeles en la mano. Los otros pasajeros y los que esperaban hicieron una pausa para observar al equipo cinematográfico, pero Jeanne, al buscar a Tom, no se dio cuenta de lo que ocurría. Por último, lo vio. Iba vestido con una chaqueta corta de cuero y cuello de piel, un Ascot verde y amarillo brillantes y pantalones anchos. Parecía tener menos que sus veinticinco años, tenía la cabeza bien peinada, un andar movedizo y sin complejos y una sonrisa tan abierta e inocente como la de un niño.
Jeanne se abrió paso entre la gente y se arrojó en sus brazos. Por un momento, el abrazo de Tom le pareció tentativo, de hermano, comparado con la férrea trampa de los brazos y hombros de Paul. Justo entonces el tren detrás de ellos comenzó a retroceder lanzando un silbido de vapor. Al darse vuelta para evitar el vapor, vio el grupo con la cámara.
Sorprendida, se alejó de Tom.
—¿Nos toman por otros o qué? —preguntó evidentemente molesta.
Tom se enfrentó a la cámara con sonrisa satisfecha. Era un director de cine por encima de todo, un excelente estudiante de Truffaut y de Godard y estaba metido de lleno en su método documental, el "cinema verite" , como lo llamaban los franceses; se dedicaba devotamente a la espontaneidad y al trabajo desde escondites, hasta el punto de autoengañarse. La verdad, para Tom, sólo existía dentro de los confines de una película de celuloide de 16 milímetros proyectada a veinticuatro imágenes por segundo. Era un voyeur sofisticado que prefería abrazar la vida por medio de los lentes de una cámara. A ese respecto, era la antítesis viva de Paul.
—Esto es cine —dijo y ése es mi equipo. Estamos haciendo una película.
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