Robert Alley - El último tango en Paris
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Tocó el timbre y empujó la pesada puerta de hierro. Detrás del vidrio opaco y amarillo había un vestíbulo mal iluminado, impregnado del fuerte olor a cigarrillos Gauloise y de algo vagamente desagradable que hervía sobre una cocina, en algún lugar de arriba. La luz se filtraba por las altas ventanas sucias e iluminaba la caja de hierro forjado del ascensor: unos paneles también de vidrio amarillo opaco separaban la entrada del hall de la portería. Jeanne se acercó a la diminuta ventanilla abierta.
Una negra obesa estaba sentada leyendo un periódico. Jeanne aclaró la garganta para obtener la atención de la mujer, pero ésta permaneció inmóvil y sin demostrar interés alguno.
—He venido para ver el apartamento —dijo por último Jeanne—. Vi el letrero.
La portera giró la cabeza y Jeanne se percató de que tenía cataratas en los dos ojos.
—¿El letrero? —dijo la mujer, mirando con hostilidad hacia un rincón de su cubículo—. Bueno, a mí nadie me dice nada.
Empezó a murmurar, a decir algo que sonaba más como una oración y se volvió de espaldas.
—Me gustaría verlo —dijo Jeanne.
—¿Quiere alquilarlo?
—Todavía no lo sé.
La mujer se puso de pie con un esfuerzo enorme. Empezó una letanía de lamentos.
Alquilan, subalquilan. Hacen lo que quieren. Y soy la última en enterarme. ¿Tiene un cigarrillo?
Jeanne buscó en su bolso, sacó un paquete de Gitanes y los pasó por la ventanilla. La portera extrajo un cigarrillo y Jeanne retiró su mano rápidamente, temerosa del contacto con la mujer. La portera encendió el cigarrillo acercando su abultada cabeza en un esfuerzo por ver la punta y aspiró el humo profundamente. En vez de devolver el paquete, lo guardó en el bolsillo de su gastado suéter.
—Antes no era así —dijo—. Suba, si quiere. Pero tendrá que ir sola. Tengo miedo a las ratas.
Tenía una voz inmensamente vieja. Era como si Jeanne estuviera intentando entrar en un submundo oscuro y amenazador y la portera estuviera decidida a impedírselo. Esta anciana, como Caronte a las puertas del infierno, pedía un pago antes de admitir a los solicitantes; Jeanne se preguntó si desaparecería en las profundidades del edificio.
La portera manoseó las enormes llaves que cubrían el tablero colocado en la pared encima de su silla.
—La llave ha desaparecido —refunfuñó—. Están ocurriendo cosas raras por aquí.
Con un crujido se abrió la puerta próxima al ascensor. Jeanne vio una mano flaca que depositaba una botella vacía sobre las baldosas. La mano desapareció y la puerta volvió a cerrarse.
—Se tragan seis botellas por día —dijo la mujer con indiferencia, como si los inquilinos fuesen animales en vez de gente.
Jeanne dio media vuelta dispuesta a irse. La decrepitud del edificio la molestaba, pero no tanto como la sensación de aislamiento, la sensación de estar aprisionada en un lugar fuera del tiempo donde no había gente real que hiciera las cosas que hacían los demás, sino tan sólo los deformes y los moribundos.
—Espere, no se vaya —dijo la portera—, tiene que haber un duplicado.
Revisó el tablero y encontró una vieja llave de latón.
—Aquí está dijo, y se la pasó a Jeanne quien trató de nuevo de evitar el contacto físico. Pero antes de que pudiera retirar la mano, la mujer se la estrechó y apretó. Una sonrisa imbécil reveló los dientes oscuros y deteriorados.
—Es joven —dijo y pasó sus dedos sobre la mano y la muñeca de Jeanne.
Esta retiró la mano y se dirigió al ascensor. La mujer todavía refunfuñaba cuando Jeanne cerró de un portazo el ascensor y escuchó el rumor del viejo motor mientras empezaba a subir. El edificio le recordaba un mausoleo, grandioso en su concepción y construcción, cuyos ocupantes jamás podían igualar su majestuosidad y por lo tanto lo dejaban decaer. No hubo otros sonidos, salvo el del desvencijado ascensor y el de la puerta cuando salió en el quinto piso.
La puerta del apartamento era ancha y pesada y su madera barnizada era casi negra a la sombra del pozo del ascensor. El picaporte de bronce estaba brillante por el uso. Jeanne abrió la puerta y de inmediato le sorprendió la disposición y la vastedad del departamento. El suelo del vestíbulo estaba cubierto de baldosas blancas y negras; las paredes tenían la misma madera oscura y suntuosa de la puerta. Entró con respeto, casi con miedo, en el corredor. Pudo ver el detalle hermoso del piso de parquet en la sala de estar y las paredes de un amarillo suave con la textura de un viejo pergamino. Los cristales altos y curvos de las ventanas en forma de arco, hacía mucho tiempo sin lavar, difundían la luz del sol que llenaba la habitación con un brillo de oro quemado. El recinto era un círculo perfecto. La continuidad de los óvalos y dardos de la moldura estaba rota sobre las ventanas, un espacio limpio de menos de un metro donde el yeso se había caído hacía muchos años. Había manchas de humedad en las suaves paredes doradas, y pinturas ovaladas y rectangulares retiradas hacía años habían dejado manchas oscuras como las sombras de los inquilinos del pasado. La atmósfera era de una elegante decadencia. La extravagancia sensual del lugar atrajo a Jeanne, pero la sensación de deterioro y el aroma casi imperceptible de encierro que ella asociaba con la muerte, le produjo un sentimiento de rechazo.
Entró en la sala circular y se quitó el sombrero. Dejó en libertad su pelo exuberante y castaño, se desabrochó el abrigo e hizo una pirueta en medio de la habitación, pero de pronto se atemorizó. Los rayos de luz que pasaban por las ventanas con las celosías entrecerradas la deslumbraron y las sombras parecieron arrastrarse en su dirección.
De pronto lo vio. Estaba sentado en el radiador con la cabeza sobre las rodillas. Ella pegó un grito y se mordió un puño. El no se movió.
—¿Quién es usted? —preguntó como asustada.
Trató de mantener su compostura y se alejó lentamente hacia la puerta.
—Me asustó —dijo ella con toda la calma que le fue posible. Luego lo reconoció; era el hombre del puente—. ¿Cómo entró?
—Por la puerta.
Su voz era vibrante y profunda. Hablaba francés con acento extranjero, con dureza y un aparente desprecio por el idioma.
Jeanne permaneció en la puerta de entrada al corredor. Paul no se había movido. Todo lo que ella tenía que hacer era dar media vuelta e irse, pero por alguna razón inexplicable, vaciló.
—Soy una tonta —dijo—. Dejé la puerta abierta y no le oí cuando entró.
—Ya estaba aquí —había algo siniestro en su voz.
Jeanne giró la cabeza y volvió a observar su perfil. Sintió curiosidad.
—Perdón, ¿cómo dijo? —preguntó ella—. Su pregunta no tenía sentido y no recibió respuesta.
La silueta de Paul se extendió y agrandó. Sus hombros macizos parecían apropiados para las vastas proporciones del cuarto. Lo cruzó pesadamente. Tenía ojos inteligentes, muy intensos. La miró burlonamente mostrándole una llave que tenía entre los dedos.
—Ah, la llave —dijo ella—, entonces usted es quien se la llevó...
—Ella me la entregó —corrigió él todavía con tono burlón. La evidente ansiedad que sentía la muchacha le pareció estupidez, algo risible. No le importaba si creía sus palabras o no, si se iba o se quedaba, pero su confusión le pareció divertida.
—Tuve que sobornar a la portera —dijo Jeanne y se sorprendió de verse tan dispuesta a entablar conversación. ¿Por qué no se alejaba de este extraño que sollozaba en los puentes y luego aparecía en las sombras de un apartamento vacío? Jeanne se preguntó si no estaría loco.
—Tiene un acento norteamericano —le dijo como si tal vez él no fuera consciente de ella; luego se sintió hecha una tonta.
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