Robert Alley - El último tango en Paris
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Apenas acarició los labios de Jeanne con los suyos: había algo malicioso en el gesto.
—Si te beso, eso será cine.
Él le acarició el pelo.
—Si te acaricio, eso puede ser cine.
Inspirado, empezó a ascender en la tenue estructura de su propia visión. Jeanne lo hizo regresar a la Tierra.
—¡Basta! —le exigió moviendo los brazos y esperando que desapareciera el equipo de cine.
—Los conozco —dijo él—. Ya te lo dije.
Como si esa respuesta fuera suficiente, Tom levantó su maleta y escoltó a Jeanne hasta el fondo de la plataforma. El equipo los siguió. —Mira —dijo él—, estoy haciendo una película para la televisión. Se llama "Retrato de una muchacha" y esa muchacha eres tú.
—Me tendrías que haber pedido permiso.
El operador de sonido se acercó con el micrófono.
—Sí —dijo Tom, pese a que se sintió desilusionado porque ella no había podido darse cuenta del valor de su idea—, supongo que me divierte comenzar con el retrato de la chica que acude a la estación a dar la bienvenida a su novio.
—Entonces, me besaste sabiendo que se trataba de una película. ¡Cobarde!
En su preocupación por la dirección cinematográfica, Tom interpretó el enojo como una prueba de su ingenuidad. Suavemente, le acarició una mejilla.
—Sobre todo, es una historia de amor —dijo—. Ya verás. La cámara continuó funcionando.
—Ahora dime, Jeanne —prosiguió Tom—, ¿qué hiciste durante mi ausencia?
Sin pensarlo dos veces, ella dijo:
—Pensé en ti día y noche y grité: "¡Querido, no puedo vivir sin ti!"
El instante fue eléctrico. Así como el sarcasmo se pierde ante los tontos y los niños, Tom no lo captó. Para él, Jeanne había asumido el papel que él había previsto y estaba radiante. Su actuación lo entusiasmó
—¡ Magnifique ! —gritó haciendo un gesto al operador. Eso estuvo perfecto. ¡Corta!
III
No lejos de la Gare St. Lazare, en una angosta callejuela todavía pavimentada con adoquines, donde dos autos se pasaban con dificultad y donde un visitante podía oír hablar tanto el italiano o el inglés como el francés, había varias pensiones que servían a los residentes temporales. Estos pequeños hoteles tenían su complemento de residentes estables: intelectuales y pintores decadentes, actores fracasados, la ocasional prostituta y los miembros del decaído demi-monde de París, incluyendo desertores del ejército, drogadictos, rufianes y pequeños delincuentes. Un lazo tenue existía entre todos estos tipos dispares ya que todos compartían casi el mismo nivel de fracaso y un local común. El olor de la basura y del vino avinagrado, y el ruido del metro en la cercana estación elevada de Bir Kakeim y el alboroto del bar de la esquina, la proximidad de los comportamientos furtivos e ilegales, todos éstos eran elementos comunes a la mayoría de los residentes de la calle, así como lo eran una cama angosta y dura, apenas una comida diaria respetable y el deseo de un tiempo mejor.
Paul había vivido en esa calle durante cinco años, justo en una pensión parecida, propiedad de la mujer con quien se casó. Su suicidio significaba que ahora el pequeño hotel era de su propiedad, pese a que esa perspectiva lo alegraba muy poco, ya que odiaba al hotel y a todo lo que representaba.
Después de regreso de la Rue Jules Verne, aplazó durante varias horas visitar el cuarto donde se había suicidado su mujer. Pero a la hora del almuerzo, la criada aún no había bajado y Paul, curioso, subió las escaleras recubiertas por la gastada alfombra. El sonido de un saxofón retumbaba por toda la casa procedente de un cuarto del fondo del patio, donde un argelino negro y su mujer vivían en relativa felicidad. El argelino, un músico autodidacto, tocaba el saxo a todas horas, pero Paul jamás le pidió que no lo hiciera, y no porque disfrutara de la música, sino porque le parecía tan objetable como los ruidos de la calle y las quejas de las vecinos. El sonido era sensual e inmensamente triste. A Paul también le parecía bastante inútil.
En el tercer piso, Paul abrió una de las tantas puertas anónimas y de inmediato se enfrentó con lo que parecía ser la escena de una matanza. Había sangre por todos lados; se había derramado por las baldosas del cuarto de baño, manchado la cortina de la ducha y el borde de la bañera y ensuciado el espejo sobre el lavabo. Daba la impresión de que varias personas hubieran sido desangradas hasta la muerte en ese lugar, tal era la sangrienta violencia que denotaba la habitación.
Paul se sintió asqueado y furioso. Sin decir palabra, cruzó el cuarto y se detuvo frente a la ventana esperando que la criada terminara de limpiar la bañera. Quiso llorar, pero no pudo: estaba insensible. No tenía la menor idea de por qué su mujer lo había hecho y esa circunstancia hacía absurdos su dolor y su soledad. Tal vez no había razón, salvo para dejarlo perplejo.
El agua corría. La criada echó un cubo de agua y sangre por el desagüe; luego se incorporó y miró a Paul.
Paul tenía la mirada fija en el patio y en el cuarto donde el argelino seguía tocando el saxo tenor. Aquel hombre tenía las mejillas distendidas y los antebrazos musculosos se le hinchaban cuando pulsaba las claves y levantaba el instrumento por encima de su cabeza. Su mujer estaba arrodillada a su lado, cosiendo pacientemente un botón a sus pantalones. Cuando terminó, cortó el hilo con los dientes e inconscientemente acercó la cabeza a él. La intimidad simple del acto se le escapó a Paul.
—Quise limpiar —dijo la criada—, pero la policía no me lo permitió. No creían en un suicidio, demasiada sangre.
Tiró el trapo ensangrentado a un rincón y tomó otro. Luego se puso de cuclillas y empezó a limpiar las baldosas.
—Se divirtieron conmigo cuando me hicieron repetir la escena —dijo ella, e imitó las voces de los detectives—. Ella fue allí..Vino aquí.. abrió esas cortinas. Hice todo como ella —hizo una pausa para sacar un poco de sangre seca con la uña—. Los huéspedes estuvieron despiertos toda la noche; el hotel estaba lleno de policías que jugaban con la sangre. ¡Son todos unos espías!
Paul miró en derredor. La cabecera de la cama de metal manchado, el ropero lleno de cicatrices, la deteriorada pantalla con versiones orientales de pájaros en vuelo, todo era típico de un hotel de tercera categoría en Francia y sin embargo, Rosa había elegido ese escenario para su final. El cuarto despedía olor a muerte aun antes de su suicidio.
La criada puso el paño en un balde semilleno de sangre disuelta en el agua. Empezó a lavar la cortina de la ducha.
—Querían saber si estaba triste. Si estaba contenta. Si se peleaban, si se pegaban. Y después cuándo se habían casado. ¡Cerdos! Me trataron como si fuese una basura.
Su voz no denotaba la menor emoción. Paul sabía que ni ella ni los otros empleados tenían simpatía a Rosa, porque ella tenía un interés genuino en sus vidas miserables y ellos esperaban recibir más de lo que se merecían.
La criada continuó hablando:
Luego me dijeron: «¿Un tipo nervioso, su jefe? ¿Sabía que había sido boxeador?» ¿Y qué? «Luego fue un actor, luego un bongocero. Un revolucionario en México, un periodista en Japón. Un día desembarca en Tahiti, anda por el lugar, aprende francés»...
Era una lista de los logros de los que un día se había sentido orgulloso, pero que en los últimos años había empezado a no encontrarles sentido. Rosa podría haber cambiado todo eso.
—Luego llega a París —continuó la criada el informe— y aquí conoce una mujer de dinero. «Ahora, ¿sabes qué hace tu jefe? Es un mantenido.» Y yo les dije: «¿Puedo limpiar ahora?» Y ellos me dijeron: «No toques nada. Realmente, ¿crees que ella se mató?»
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