Robert Alley - El último tango en Paris
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Ella estaba encantada con su desvergonzado orgullo por el órgano masculino.
—Es gracioso —dijo ella—, esto es como jugar a los adultos cuando eres pequeño. Aquí me vuelvo a sentir como una niña.
—¿Te divertiste cuando niña? —preguntó Paul con aire ausente. Aceptaba la mano de Jeanne como tributo y como estímulo, en ese orden.
—Es lo más hermoso que existe —dijo ella, ahora lejos de la villa y abierta a la inundación de recuerdos idealizados. Paul esperaba esta reacción y decidió destruirle los recuerdos deliberadamente y manteniendo el mismo tono.
—Es lo más hermoso que hay y que se convierte en un chisme —dijo él respirando agitado—, o que obliga a que uno admire la autoridad o se deba vender por un caramelo.
—Yo no era así.
—¿No?
—Yo escribía poemas; dibujaba castillos, castillos enormes con torres altísimas.
—¿Nunca pensabas en el sexo?
—Nada de sexo —respondió ella con énfasis.
—No, nada de sexo— simuló creerle—. Entonces probablemente estabas enamorada de tu maestro.
—Mi maestra era una mujer.
—Entonces era una lesbiana.
—¿Cómo te enteraste? —Los instintos de Paul la sorprendían y enfurecían al mismo tiempo. Apenas podía recordar a su profesora, Mademoiselle Sauvage, que regañaba a propósito a las niñas para luego poder consolarlas. ¿Era entonces todo corrompido?, se preguntó.
—Es una situación clásica —dijo Paul—. De cualquier manera, continúa.
—Mi primer amor fue mi primo; se llamaba Paul.
El nombre, cualquier nombre, lo molestaba.
—Voy a pescarme hemorroides si sigues diciendo nombres. No me importa si me dices la verdad, pero no me des nombres.
Jeanne se disculpó. Vaciló antes de continuar pero él comprendió la vulnerabilidad de Jeanne y la animó a que siguiera.
—Pues, continúa —dijo— y di la verdad.
—Yo tenía trece años. El era delgado y moreno. Lo puedo ver con su narizota. Fue un romance. Me enamoré de él cuando lo escuché tocar el piano.
—Quieres decir cuando se te metió en las bragas.
Paul pasó una mano por el muslo de Jeanne hasta que la punta de sus dedos tocaron los labios de la vagina. Simuló tocar un teclado imaginario.
—Era un niño prodigio —dijo Jeanne—. Tocaba con ambas manos. —Apostaría a que sí —replicó Paul con desprecio—. Probablemente así se masturbaba.
—Nos moríamos de calor...
—Una buena excusa. ¿Qué más?
—A la tarde, cuando los mayores estaban durmiendo la siesta.. .
—Empezaste a agarrarle su pija.
—Estás loco —dijo ella, exasperada.
—Pues entonces —afirmó Paul—, te tocó él.
—Jamás se lo permití. ¡Jamás!
—«¡Mentirosa, mentirosa, los calzones en llamas y la nariz tan larga como el cable del teléfono!» ¿Quieres decirme que no te tocó? Mírame a los ojos y dime: «Jamás me tocó.» Vamos, dilo.
Jeanne se alejó de él y miró su propio cuerpo. Los pechos y las caderas parecían pesados y sensuales; se sintió tanto más vieja, tan distante de aquel tiempo evocado. Quiso dejar de recordar, pero Paul no se lo permitía.
—No —admitió ella—, me tocó. Pero del modo en que lo hizo...
Paul se había puesto de pie y estaba mirándola desde lo alto.
—El modo en que lo hizo —dijo él sarcásticamente—. Okay, ¿qué hizo?
—Detrás de la casa, había dos árboles, un Plátanus y un castaño. Yo me sentaba bajo el Plátanus y él bajo el castaño. Contábamos uno, dos, tres y nos empezábamos a masturbar. El primero que acababa...
Jeanne levantó la mirada y vio que Paul se había dado vuelta.
—¿Por qué no me escuchas? —preguntó volviendo a hablar en francés.
Él no respondió. Paul sabía que hasta la inocencia de Jeanne era sexual; la confesión era un triunfo que le pertenecía a él, pero aún no había terminado.
Ambos quedaron perplejos ante los ruidos que había en el pasillo de afuera. Una voz masculina y nasal les llegó desde el rellano de la escalera:
—La Biblia completa, una edición única, sin cortes..
Paul se enfureció por la interrupción. Se acercó a la puerta, pero Jeanne lo tomó del brazo.
—¿Hicimos un pacto o no? —susurró ella. Nunca nadie nos verá juntos. Me puedes matar y nadie jamás se enterará. Ni siquiera ese vendedor de biblias que está ahí afuera.
Paul le puso las manos sobre la garganta y los pechos rozaron su antebrazo.
—¡La Biblia verdadera! —gritó el vendedor, ¡No cerréis vuestra puerta a la Eternidad!
Paul detestó al hombre sin ni siquiera necesidad de verlo.
—¡Un cerdo bíblico! —musitó—.
Quería castigarlo por haberlos interrumpido, pero Jeanne no lo dejó mover. Paul empezó a apretarle el cuello.
—Tienes razón —dijo él—, nadie debe saber, ni el vendedor de biblias ni la portera semiciega.
—Ni siquiera tienes un motivo —Ella le apretó las muñecas que parecían tan duras como si fueran de madera—, el crimen perfecto.
Paul tensó los dedos. Pudo sentir los tendones y sus pulgares encontraron poca resistencia. Qué fácil sería terminar con sus recuerdos banales y con la capacidad de Paul para aprenderlos. La carne, una vez corrompida, era carne muerta: la de Jeanne, la de Rosa, hasta la propia. Ella había conseguido que él revelara parte de su pasado y la debilidad en que se basaba su furia. Alguien tenía que sufrir, y si no era el vendedor de biblias, entonces ella, porque no había nadie más presente.
Él la dejó y Jeanne se arrodilló en el colchón agarrándose el cuello con ambas manos. Su respiración era entrecortada y se preguntó si sólo había intentado asustarla.
El sonido de los pasos que se alejaban del vendedor de biblias casi no les llegaba más.
—¿Cuándo acabaste por primera vez? preguntó Paul—. ¿Qué edad tenías?
—¿La primera vez? —trató de recordar, aliviada y de alguna manera, halagada. Cuán difícil era Paul de descubrir. Y qué solo, allí de pie con la figura dibujada contra la ventana grisácea como una pizarra húmeda. Tenían tensos los músculos de la espalda como si esperara un ataque.
—Una vez llegaba muy tarde a la escuela —comenzó a decir ella—. Y de pronto tuve una fuerte sensación, aquí —Jeanne se tocó la vagina—. Se produjo mientras corría. Entonces corrí más y más rápido. Y cuanto más corría, más lo sentía y más acabé. Dos días después, traté de correr de nuevo, pero no pasó nada.
Paul no se dio vuelta. Ella se recostó con la cara contra el colchón, su mano todavía entre las piernas. Le pareció muy raro encontrarse allí contándole a él sus secretos más oscuros, cosas que jamás podría haber compartido con Tom.
—¿Porqué no me escuchas? —preguntó.
Paul fue al cuarto de al lado. Se sintió tan tenso como un alambre extendido. Se sentó en el borde de una silla y observó a Jeanne. Ella comenzó a mover las caderas con un meneo circular como simulando una copulación. Se le endurecieron las nalgas.
—Sabes —dijo ella suspirando y sin mirarlo—, parece como si estuviera hablando a la pared.
Ella siguió tocándose y moviéndose con un placer creciente.
—Tu soledad me pesa. No es indulgente ni generosa. Eres un egoísta —su voz era distante y sin aliento—. Yo también puedo arreglármelas sola, sabes.
Paul observó el cuerpo joven, ondulante y rítmico y los ojos se le llenaron de lágrimas. No lloró por la pérdida de las fantasías infantiles de Jeanne ni por sus propios comienzos sórdidos. Lloró por su propio aislamiento.
Jeanne llegó al clímax y se quedó quieta, reseca y físicamente agotada.
—¡Amén! —dijo él.
Se quedó sentado e inmóvil mucho tiempo. Por último, Jeanne se puso de pie y sin mirar a Paul, juntó su ropa y se encaminó al cuarto de baño.
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