Robert Alley - El último tango en Paris

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El último tango en Paris: краткое содержание, описание и аннотация

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Echaron las espaldas hacia atrás, apoyándose en los brazos y se miraron.

—Con nuestros ojos —dijo ella— y nuestros cuerpos. El preguntó en tono de broma:

—¿Ya has acabado?

—No.

Paul se movió hacia adelante y hacia atrás.

Jeanne gimió:

—Es difícil.

—Tampoco yo todavía. No haces lo suficiente.

Sus movimientos se aceleraron. Paul acabó primero y se separó de ella. Pero Jeanne jamás había estado tan satisfecha. Por primera vez ambos empezaron a sentir algo aparte de la lascivia y de la excitación de una aventura ilícita: era una especie de lazo. Ella quiso decirle algo, pero no supo qué.

—Sé lo que voy a hacer —dijo ella de improviso—. Tendré que inventarte un nombre.

—¡Un nombre! ¡Por Dios! —dijo Paul riéndose y moviendo la cabeza—. Me han puesto ese nombre un millón de veces en mi vida. No quiero un nombre. Me siento mejor con un gemido o un gruñido. ¿Quieres saber mi nombre?

Se puso a cuatro patas. Hizo una especie de hocico con los labios y emitió un fuerte gruñido. Luego siguió gruñendo con un sonido que salía de lo profundo de su garganta, un sonido primitivo que los excitó a los dos. Jeanne le pasó los brazos por el cuello y puso un pie entre sus piernas.

—Es tan masculino —dijo ella—. Ahora escucha el mío.

Lo empujó a su lado sobre el colchón y lo apretó fuertemente. Maulló y preguntó:

—¿Te gusta?

Se rieron.

El volvió a gruñir y ella contestó. Ambos llenaron la habitación circular con el noviazgo estridente de las bestias.

VII

Cuando Jeanne llegó el equipo de Tom estaba a la espera en el jardín de la villa de Chatillon-sous-Bagneaux, un suburbio de París. Ya no llevaba el pelo recogido en rodete, sino dispuesto en bucles sobre los hombros. Parecía que acabara de despertarse. Recién salida de su cita con Paul, restallaba de vitalidad; en contraste con ella, los demás tenían aspecto de estatuas. En la entrada, Jeanne hizo una pausa para observar al tipo de sonido. Estaba arrodillado junto a su Nagra, los audífonos en su sitio y pasaba el micrófono de un lado a otro por encima de la cabeza grabando los distintos sonidos estridentes de los animales domésticos. El operador cargó la cámara con película, manteniendo las dos manos dentro de un bolso negro. La script repasaba las páginas brillantes de Elle con un obvio aburrimiento. Ninguno de ellos estaba interesado en los pavos que caminaban por el lugar: sólo los pájaros producían un sonido interesante.

Jeanne dio un portazo.

—Gracias por el ruido —dijo el hombre del sonido—. Fue la mismísima discreción.

Jeanne vio la desilusión dibujada en el rostro de Tom. Estaba a un costado, con las manos en los bolsillos, tratando de sonreírle.

—No estás lista —dijo mirándole el pelo.

Jeanne decidió no justificarse con mentiras.

—Pero no es una peluca —bromeó—. Es mío. ¿No estoy hermosa? Dice que no te gusta como estoy.

—Pero sí me gustas como estás —insistió Tom—. Pareces cambiada, pero eres la misma. Ya puedo imaginarme una toma..

Tom levantó ambas manos e imitando una cámara, caminó a su alrededor. El equipo se preparó para la toma. Jeanne observó el jardín y el muro de piedra circundante. En su infancia, la villa había estado rodeada en tres sitios por campos verdes. A lo largo de los años, ella había presenciado con angustia que esos mismos campos se iban llenando de edificios de apartamentos y de chozas pertenecientes a los inmigrantes pobres, que se habían visto obligados a huir de las ciudades.

—La cámara está alta —prosiguió Tom—. Desciende lentamente hacia ti. Y mientras avanzas, se te acerca. También hay música. Se te acerca más y más..

—Tengo prisa —interrumpió Jeanne— . Comencemos.

—Pero primero hablemos un poco.

—No —dijo ella.

El equipo se puso en acción y la siguió hacia el fondo del jardín.

—Hoy improvisaremos —anunció ella—. Tendrán que mantener el ritmo.

Tom estaba encantado. Ordenó con un gesto al operador para que los siguiese.

—Estás estupenda —dijo caminando tras ella y alargó el brazo para tocarle el pelo—. Estás como realmente eres, en tu casa y en el escenario de tu infancia. ¡No podría ser de otra manera! Te filmaré tal cual eres: salvaje, impetuosa, entusiasta.

Jeanne se encaminó hasta una tumba junto a unos espinos. La fotografía que había sobre la piedra mostraba a su perro ovejero alemán sentado y obediente. Bajo la foto se leía: «Mustafá, Orán 1950 — París 1958.»

—Fue el amigo de mi infancia —dijo ella—. Me vigilaba durante horas y yo pensaba que me comprendía.

Una vieja vestida de negro y con los brazos cruzados sobre su ampuloso pecho se acercó de prisa desde la casa. Tenía el pelo blanco estirado severamente hacia atrás y llegó a tiempo para escuchar las palabras de Jeanne. La mujer agregó:

—Los perros valen más que la gente, mucho más.

Jeanne dio un salto y la abrazó.

—Esta es Olympia —le explicó a Tom—, la niñera de mi infancia.

—Mustafá podía distinguir a los ricos de los pobres —dijo Olympia—. Nunca cometió un error. Si entraba alguien bien vestido, jamás se movía..

Su voz ronca se apagó cuando vio que el operador, alentado por Tom, comenzaba a girar a su alrededor.

—Si aparecía un mendigo —continuó—, tendrían que haberlo visto. ¡Qué perro! El coronel lo entrenó para que reconociera a los árabes por el olfato.

Jeanne se dirigió al equipo:

—Olympia es una antología de virtudes domésticas. Es leal, admirable y... racista.

La vieja los hizo pasar a la villa.

El hall de entrada estaba lleno de macetas con plantas distribuidas al azar sobre las baldosas gastadas. Encima de una vieja mesa de bambú había una lámpara de hojalata con una pantalla de vidrio verde; arriba, había un cuadro al óleo amateur del padre de Jeanne, el coronel con su uniforme. El uniforme estaba extraordinariamente bien cortado, las botas impecables y los bigotes engominados.

Jeanne hizo que la gente pasara ante el retrato y entrara en el cuarto adyacente con el suelo encerado y las paredes empapeladas con diseños geométricos y atrevidos. Sobre una estantería llena de fotos, había armas primitivas dispuestas con prolijidad. Las fotos que mostraban un conglomerado de escenas exóticas tenían los bordes amarillentos y doblados; todo distrajo momentáneamente al director y a su equipo.

Jeanne miró las fotos con orgullo. Sacó una del estante y la exhibió para que la vieran: en la fotografía había tres hileras de niñas de la escuela primaria que se enfrentaban a la cámara con aire melancólico bajo la mirada de una mujer fornida.

—Esa soy yo —dijo Jeanne—, estoy a la derecha de la maestra, Mademoiselle Sauvage. Era una persona muy religiosa, muy severa...

—Era demasiado buena —interrumpió Olympia—. Te dio todos los gustos.

Tom dio una palmada en el hombro del operador; éste giró y apuntó el objetivo en dirección a la anciana, pero ella se escondió detrás de los otros.

Jeanne señaló otra figura.

—Y esa es Cristina, mi mejor amiga. Se casó con un farmacéutico y tiene dos chicos. Aquí todo es como un pueblito. Todo el mundo se conoce...

Olympia comentó:

—Personalmente, yo no podría vivir en París. Aquí todo es más humano.

Nuevamente, el operador dio media vuelta en busca de su imagen. Olympia se escapó por las puertas en forma de persiana.

—Esto es como un refugio —continuó diciendo Jeanne—. Es triste mirar atrás.

Entraron en la habitación de su infancia. Había animales rellenos y con las extremidades gastadas colocados en hilera frente a los marcos de las ventanas; había imitaciones en madera oscura de posesiones de los adultos (una rueda, una silla, un taburete) alineados contra las paredes. Las cubiertas de los libros estaban todas gastadas.

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