Robert Alley - El último tango en Paris
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Allí estaba la chaqueta de Paul colgada de una percha. La tela le pareció ordinaria a Jeanne y en un impulso, miró la chaqueta y descubrió que provenía del Printemps, una tienda enorme en las proximidades de la Opera. Vaciló y luego revisó los bolsillos, sacó diez monedas, un billete usado del metro de la estación Bir Hakeim y un cigarrillo roto. Pasó al bolsillo de arriba, sorprendida de su propia audacia, y descubrió un fajo de billetes de cien francos, pero ningún documento ni identificación.
La puerta se abrid de golpe y Paul entró. Tenía puestos los pantalones y llevaba una vieja cartera de cuero en la mano. La dejó sobre el lavabo y sacó la crema de afeitar, un largo pedazo de cuero para afilar la navaja, gastado por el paso de tanto filos y la navaja con el mango de hueso.
—¿Qué estoy haciendo en este apartamento contigo? —preguntó ella.
Paul la ignoró y comenzó a aplicarse la crema.
—¿Amor? —sugirió ella.
—Digamos que practicamos una follada rodante como una rosquilla.
Ella no entendió exactamente lo que el decía, pero sabía que se trataba de alguna metáfora obscena que describía su opinión de las acciones humanas.
—Entonces piensas que soy una puta.
Jeanne tuvo dificultad en pronunciar esa última palabra en inglés.[1] Paul se rió de ella.
—¿Pienso que eres qué? ¿Una guerra ?
—¡Una puta! —gritó ella—. ¡Puta! ¡Puta!
—No, sólo eres una muchachita anticuada que trata de vivir.
El tono de su voz la insultó.
—Prefiero ser una puta.
—¿Por qué me estabas revisando los bolsillos? —preguntó él.
Jeanne se las arregló para no expresar sorpresa.
—Para averiguar quién eres.
—Para averiguar quién eres —repitió él—. Pues bien, si observas con atención, me verás escondido detrás de la bragueta.
Ella se maquilló. Paul enganchó el cuero para afilar en el grifo y empezó a afilar la navaja con destreza.
—Sabemos que se compra la ropa en una gran tienda —dijo Jeanne—. Eso no es mucho, muchachos, pero es un principio.
—No es un principio, es un final.
La atmósfera anterior en la habitación circular había pasado. Ahora las frías baldosas tenían un efecto desapacible, pero Jeanne persistió. Como de casualidad, le preguntó la edad.
—Voy a cumplir noventa y tres este fin de semana.
—Oh, no lo representas.
Él empezó a afeitarse con movimientos precisos.
—¿Has ido a la universidad? —preguntó ella.
—Oh, sí. Fui a la universidad del Congo. Estudié el apareamiento de las ballenas.
—Los barberos por lo general no van a la universidad.
—¿Me estás diciendo que parezco un barbero?
—No —dijo ella—, pero ésa es una navaja de barbero.
—O de un demente.
No hubo sentido del humor en su voz.
—Entonces, ¿quieres cortarme? —decidió ella.
—Eso sería como escribirte mi nombre en la cara.
—¿Como hacen con los esclavos?
—Los esclavos son marcados en el culo —dijo él—. Y yo quiero que estés en libertad.
—Libertad —la palabra le sonó extraña a Jeanne—. Yo no soy libre.
Lo miró en el espejo. Paul mantenía el mentón en alto y miraba el progreso de la navaja sobre su garganta. Su masculinidad pareció amenazada en ese preciso instante sin vigilancia.
—¿Sabes qué? —preguntó ella—. No quieres saber nada de mí porque odias a las mujeres. ¿Qué te han hecho?
—O pretenden saber quién soy o pretenden que no sé quiénes son ellas. Y eso es muy aburrido.
—No temo decir quién soy. Tengo veinte años...
—¡Por Dios! —dijo él volviéndose hacia ella—. ¡No te gastes el seso!
Jeanne iba a seguir hablando, pero él levantó la navaja.
—¡Cállate! ¿Lo entiendes? Sé que es duro, pero vas a tener que soportarlo.
Jeanne aflojó.
Paul dejó caer la navaja en la cartera. Se enjuagó la cara, se secó y luego agarró los bordes del lavabo y verificó su solidez.
—Estos bordes son muy raros —dijo—, ya no se encuentran en ninguna parte. Creo que este lavabo nos hace permanecer juntos, ¿no lo crees?
Alargó la mano y tocó cada uno de los artículos de tocador de Jeanne de un modo casi delicado.
—Pienso que estoy contento contigo —dijo.
Le dio un beso inesperado, se dio media vuelta y se fue del cuarto.
—¡ Encore ! —exclamó Jeanne—. ¡Hazlo de nuevo, de nuevo! Terminó su maquillaje de prisa, contenta de que él lo hubiera admitido. Se vistió y le dijo alegremente en francés:
—Ya voy, estoy casi lista.
Abrió la puerta y salió al corredor mal iluminado.
—¿Podemos irnos juntos? —preguntó sabiendo de que el no objetaría la propuesta.
Pero no hubo respuesta. Paul ya se había ido.
IX
Las flores oscuras formaban una barricada frente a la ventana, parecían atascar la bañera y el water, reclamaban poseer el armario.
La cama estaba vacía. Paul, permaneció junto a la puerta abierta observando el trabajo manual de su suegra. Dudaba en entrar. El perfume espeso y pesado de los crisantemos lo enfermaban al igual que las palabras obsequiosas del portero, Raymond, cuyos modales le hacían recordar a un funebrero.
—Está muy lindo —dijo Raymond y entró en el cuarto antes que Paul. ¿No le parece?
—Únicamente falta Rosa.
—Su suegra necesitaba hacer algo. Este es un cuarto agradable y tranquilo. Si no fuera por ese armario. Está carcomido. Puede oír a las carcomas en la madera.
Raymond acercó su cabeza calva al armario y emitió un sonido parecido al de mascar.
—Siempre pongo a los sudamericanos en este cuarto —dijo con una sonrisa maliciosa. Los sudamericanos jamás dejan propina. Siempre dicen: «No tengo dinero. Mañana, mañana.»
Paul hizo una broma amarga.
—No tenemos vacante, caballero. Sólo disponemos del cuarto del funeral.
La risa de Raymond sonó esta vez como si fuera un gemido entrecortado.
—Eso está bien, jefe. Le sentará bien reír un poco.
Paul giró y bajó las escaleras hasta el vestíbulo. Una mujer muy maquillada de edad indeterminada y vestida con una falda de lentejuelas debajo del abrigo, se inclinó sobre el libro del registro buscando los nombres de posibles clientes. Era una huésped, una amiga de Rosa y Paul la toleraba. Al pasar, cerró el libro y prosiguió camino a su cuarto dejando la puerta abierta.
—Hoy no hay ninguna cara interesante —dijo la prostituta. ¿Quieres apostar a los caballos, Raymond?
Paul no le contestó. Sacó una vieja olla de la cocina y se puso a hacer café.
La pobre Rosa y yo conocíamos a una mujer que nos pasaba buenos datos continuó ella sin importarle si la estaban escuchando o no—. Las apuestas eran una distracción. Y Rosa adoraba los caballos. Estábamos pensando comprarnos uno.
—Rosa no sabía nada de caballos.
—¿De qué estás hablando? Rosa sabía muchísimo de caballos. La gente del circo le había enseñado a montar.
Paul se sentó detrás del mostrador. El parloteo de la mujer lo importunaba.
—¿Qué gente de circo? —preguntó con voz cansada.
—Rosa se escapó de su casa cuando tenía trece años y se fue con el circo. Es gracioso que jamás te lo haya contado.
Paul quiso que se callara. La idea de que su esposa había inventado historias para el placer de una prostituta le revolvía tanto el estómago como la vista de las pantorrillas blancuzcas de la mujer. ¿Era posible que ella supiera más de Rosa que él? Ella sintió el disgusto de Paul y subió las escaleras.
—¿Porqué lo hizo? —escuchó Paul que la mujer decía—: El domingo era el Grand Prix de Auteil.
Delante de Paul apareció un joven con una chaqueta militar. Se trataba de un norteamericano porque llevaba una maleta de aerolíneas, esperó a que le dirigieron la palabra y tenía en los ojos algo fantasmagórico que Paul había visto a menudo.
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