—Los hijos de la Luna y de la Noche, congeniando por fin.
—Valentine —musitó Maia.
Simon no dijo nada. No podía dejar de mirarlo de hito en hito.
Así que ése era el padre de Clary y Jace. Con su mata de pelo blanco canoso y los ardientes ojos negros, no se parecía demasiado a ninguno de ellos, aunque había algo de Clary en la angulosa estructura ósea y la forma de los ojos, y algo de Jace en la perezosa insolencia con la que se movía. Era un hombretón, de hombros anchos y con un cuerpo fornido que no se parecía tampoco al de ninguno de sus hijos. Entró en la habitación de metal verde sin hacer ruido, como un gato, a pesar de ir cargado con lo que parecía armamento suficiente para equipar a un regimiento. Unas gruesas correas de cuero negro con hebillas plateadas le cruzaban el pecho y sostenían una espada de plata de ancha empuñadura atravesada sobre la espalda. Otra correa gruesa le rodeaba la cintura; metida en ella había una colección de cuchillos, dagas y estrechas cuchillas refulgentes como agujas enormes.
—Levanta —ordenó a Simón—. Mantén la espalda contra la pared.
Simon alzó la barbilla. Podía ver a Maia observándole, lívida y asustada, y sintió un torrente de feroz impulso protector. Impediría que Valentine la lastimara aunque fuese lo último que hiciese.
—Así que tú eres el padre de Clary —dijo—. No es mi intención ofender, pero diría que puedo ver por qué te odia.
El rostro de Valentine estaba impasible, casi inmóvil.
—¿Y por qué? —preguntó sin apenas mover los labios.
—Porque está claro que eres un psicótico —respondió Simón.
Entonces, Valentine sonrió. Fue una sonrisa que no le movió ninguna parte del rostro a excepción de los labios, que se torcieron muy levemente. Alzó el puño apretado y Simon pensó que Valentine iba a asestarle un puñetazo. Se encogió instintivamente, pero el hombre no le golpeó. En su lugar, abrió los dedos, dejando ver un reluciente montón de lo que parecía purpurina en el centro de la amplia palma. Se volvió hacia Maia, inclinó la cabeza y sopló el polvo sobre ella en una grotesca parodia de un beso. El polvillo cayó sobre la muchacha como un enjambre de abejas refulgentes.
Maia chilló. Jadeando y dando violentas sacudidas, se revolvió de un lado a otro intentando evitar el polvo, y su voz se elevó en un grito sollozante.
—¿Qué le has hecho? —gritó Simón, incorporándose de un salto. Se abalanzó sobre Valentine, pero la cadena de la pierna tiró violentamente de él hacia atrás—. ¿Qué le has hecho?
La fina sonrisa de Valentine se ensanchó.
—Polvo de plata —contestó—. Quema a los licántropos.
Maia había dejado de retorcerse y estaba enroscada en una posición fetal en el suelo, llorando en silencio. Manaba sangre de las desagradables marcas rojas que se le veían a lo largo de los brazos y de las manos. A Simon el estómago se le revolvió otra vez y se dejó caer contra la pared, asqueado de sí mismo y de todo.
—Cabrón —exclamó mientras Valentine se sacudía despreocupadamente los últimos restos de polvo de los dedos—. Sólo es una niña, no iba a hacerte ningún daño; está encadenada, por el...
Se atragantó, sintiendo que le ardía la garganta.
Valentine lanzó una carcajada.
—¿Por el amor de Dios? —inquirió—. ¿Es eso lo que ibas a decir?
Simon no dijo nada. Valentine alargó la mano por encima del hombro y extrajo la pesada Espada de plata de su vaina. La luz discurrió por la hoja como agua resbalando por una pared de plata, como la misma luz del sol refractada. A Simon le escocieron los ojos y volvió la cabeza.
—La espada del Ángel te quema, igual que el nombre de Dios te asfixia —explicó Valentine, la voz fría y cortante como cristal—. Dicen que los que mueren atravesados por su punta alcanzarán las puertas del cielo. En cuyo caso, vampiro, te estoy haciendo un favor.
Bajó la hoja hasta que la punta tocó a Simon en la garganta. Los ojos de Valentine eran del color del agua negra y no había nada en ellos: ni ira, ni compasión, ni siquiera odio. Estaban vacíos como una sepultura saqueada.
—¿Unas últimas palabras?
Simon sabía lo que se suponía que debía de decir. Sh'ma Yisrael, adonai elohanu, adonai echod. «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios, es el único Señor.» Intentó pronunciar las palabras, pero un dolor abrasador le quemó la garganta.
—Clary —musitó en su lugar.
Una expresión de enojo cruzó por el rostro de Valentine, como si el sonido del nombre de su hija en boca de un vampiro le disgustara. Con un brusco movimiento de muñeca, colocó la Espada horizontal y con un único y grácil gesto le cortó la garganta a Simón.
—¿Cómo has hecho eso? —quiso saber Clary mientras la camioneta marchaba a toda velocidad hacia el distrito residencial, con Luke encorvado sobre el volante.
—¿Te refieres a cómo me he subido al tejado?
Jace estaba echado hacia atrás en el asiento, con los ojos medio cerrados. Llevaba vendajes blancos atados alrededor de las muñecas y motas de sangre seca en el nacimiento del pelo.
—Primero he salido por la ventana de Isabelle y he subido por la pared. Hay varias gárgolas que resultan unos asideros magníficos. Además, me gustaría dejar constancia de que mi motocicleta ya no está donde la dejé. Apuesto a que la Inquisidora se la llevó para dar una vuelta por Hoboken.
—Me refiero —insistió Clary— a cómo has saltado desde el tejado de la catedral sin matarte.
—No lo sé. —Su brazo rozó el de ella cuando alzó las manos para frotarse los ojos—. ¿Cómo creaste tú aquella runa?
—Tampoco lo sé —musitó ella—. La reina seelie tenía razón, ¿verdad? Valentine, él... él nos hizo cosas. —Echó una ojeada en dirección a Luke, que fingía estar concentrado en girar a la izquierda—. ¿No es cierto?
—Éste no es el momento de hablar de eso —repuso Luke—. Jace, ¿tenías algún punto de destino concreto en mente o simplemente querías alejarte del Instituto?
—Valentine se ha llevado a Maia y a Simon a la nave para realizar el Ritual. Querrá hacerlo lo antes posible. —Jace tiró de uno de los vendajes de su muñeca—. Tengo que llegar allí y detenerle.
—No —negó Luke con severidad.
—De acuerdo, tenemos que llegar allí y detenerle.
—Jace, no voy a permitir que regreses a ese barco. Es demasiado peligroso.
—Has visto lo que acabo de hacer —replicó él, con la incredulidad creciendo en su voz—, ¿y estás preocupado por mí?
—Pues sí.
—No hay tiempo para eso. En cuanto mi padre mate a vuestros amigos, invocará a un ejército de demonios que no podéis ni imaginar. Después de eso, será imparable.
—Entonces la Clave...
—La Inquisidora no hará nada —explicó Jace—. Ha bloqueado el acceso de los Lightwood a la Clave. No ha querido pedir refuerzos, ni siquiera cuando le conté lo que Valentine ha planeado. Está obsesionada con ese plan insensato que tiene.
—¿Qué plan? —preguntó Clary.
La voz de Jace estaba cargada de amargura.
—Quería canjearme por los Instrumentos Mortales. Le dije que Valentine jamás aceptaría, pero no me creyó. —Lanzó una carcajada, un agudo ladrido entrecortado—. Isabelle y Alec van a contarle lo que ha sucedido con Simon y Maia. Pero no me siento demasiado optimista. Ella no me cree respecto a Valentine y no va a alterar su precioso plan simplemente para salvar a un par de subterráneos.
—De todos modos no podemos limitarnos a esperar sus noticias —repuso Clary—. Tenemos que ir al barco ahora. Si puedes llevarnos a él...
—Odio tener que decíroslo, pero necesitamos una embarcación para llegar a otra embarcación —indicó Luke—. No estoy seguro de que ni siquiera Jace pueda andar sobre las aguas.
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