—Yo nunca lo haría —aseguró—. Me caen bien los seres lobo. Me cae bien Luke...
—Lo sé —repuso la muchacha—. Es sólo que cuando te conocí, parecías tan humano. Me recordaste a como era yo antes.
—Maia —dijo él—. Sigues siendo humana.
—No, no lo soy.
—En los aspectos que importan, lo eres. Justo igual que yo.
Ella intentó sonreír. Él se dio cuenta de que no le creía, y no pudo culparla por ello. No estaba seguro ni de creérselo él mismo.
El cielo había adquirido un tono plomizo, cargado de espesas nubes. Bajo la luz gris, el Instituto se alzaba imponente, enorme como la ladera enlosada de una montaña. El tejado de pizarra brillaba igual que plata sin bruñir. A Clary le pareció haber captado el movimiento de figuras encapuchadas en la puerta principal, pero no estaba segura. Era difícil distinguir nada con claridad estando aparcados a una manzana de distancia y teniendo que mirar a través de las ventanillas manchadas de la furgoneta de Luke.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó, por cuarta o quinta vez.
—Cinco minutos más que la última vez que me has preguntado —respondió Luke.
Éste se hallaba recostado en el asiento, con la cabeza echada hacia atrás y con aspecto de estar totalmente agotado. La barba de tres días que le cubría mandíbula y mejillas era canosa, y los ojos estaban enmarcados por unas sombras negras. Todas las noches pasadas en el hospital, el ataque del demonio y ahora eso, se dijo Clary, repentinamente preocupada. Podía comprender por qué él y su madre se habían ocultado de aquella vida durante tanto tiempo. Deseó poder ocultarse también ella.
—¿Quieres entrar?
—No. Jace dijo que esperásemos fuera.
La muchacha volvió a mirar por la ventanilla. Ahora sí que estaba segura de que había figuras en la entrada. Cuando una de ellas se volvió, le pareció distinguir un destello de cabellos canosos...
—Mira. —Luke se había sentado muy tieso y bajaba la ventanilla apresuradamente.
Clary miró. Nada parecía haber cambiado.
—¿Te refieres a la gente de la entrada?
—No. Los guardianes estaban allí antes. Mira al tejado. —Señaló con un dedo.
Clary apretó el rostro contra la ventanilla de la furgoneta. El tejado de pizarra de la catedral era una profusión de torrecillas y chapiteles góticos, ángeles esculpidos y troneras en forma de arco. Estaba a punto de replicar de mal humor que lo único que veía eran unas gárgolas en estado de desintegración cuando un destello de movimiento atrajo su mirada. Había alguien en el tejado. Una figura delgada y oscura que se movía velozmente por entre las torrecillas, corriendo como una flecha de un saliente a otro, y se dejaba caer plano al suelo de vez en cuando, para descender lentamente por la increíble pendiente del tejado; alguien de cabellos claros que centelleaban en la luz plomiza igual que latón...
Jace.
Clary estaba ya fuera de la furgoneta antes de darse cuenta siquiera de lo que hacía, corriendo calle abajo en dirección a la iglesia, mientras Luke la llamaba a gritos. El enorme edificio parecía oscilar en lo alto, con una altura de centenares de metros, convertido en un precipicio vertical de piedra. Jace ya estaba en el borde del tejado, mirando abajo, y Clary pensó: «No puede ser; él no lo haría, no haría esto, no Jace», y entonces él dio un paso al vacío con la misma tranquilidad que si descendiera de un porche. Clary lanzó un sonoro chillido mientras él caía a plomo...
Y aterrizaba suavemente justo frente a ella, con las rodillas ligeramente dobladas. Clary le miró boquiabierta mientras él se enderezaba y le sonreía burlón.
—Si hiciera un chiste sobre dejarme caer por aquí—dijo—, ¿pensarías que soy muy poco original?
—¿Cómo... cómo has... cómo has hecho eso? —musitó ella, sintiéndose como si estuviese a punto de vomitar.
Podía ver a Luke fuera de la furgoneta, de pie con las manos entrelazadas detrás de la cabeza y mirando fijamente más allá de ella. Giró en redondo y vio que los dos guardianes de la puerta principal corrían hacia ellos. Uno era Malik; el otro era la mujer de pelo canoso.
—Mierda.
Jace la agarró de la mano y tiró de ella. Corrieron en dirección a la furgoneta y se metieron dentro con Luke, que aceleró y salió a toda velocidad mientras la portezuela del pasajero seguía aún abierta. Jace pasó la mano por delante de Clary y la cerró de un tirón. La furgoneta esquivó a los dos cazadores de sombras; Clary vio que Malik tenía lo que parecía un cuchillo arrojadizo en la mano. El hombre apuntaba a uno de los neumáticos. Clary oyó a Jace soltar una palabrota mientras hurgaba en su cazadora en busca de un arma. Malik echó el brazo atrás, el cuchillo centelleando, y entonces la mujer de cabellos canosos se le lanzó a la espalda, agarrándole el brazo. Mientras él luchaba por sacársela de encima, Clary se dio la vuelta en su asiento, jadeando, y a continuación la furgoneta dobló una esquina a toda velocidad y se perdió entre el tráfico de la avenida York, con el Instituto perdiéndose a lo lejos detrás de ellos.
Maia había vuelto a sumirse en un sueño irregular apoyada en la tubería de vapor, con la chaqueta de Simon echada alrededor de los hombros. Simon observó cómo la luz del ojo de buey se movía por la habitación e intentó en vano calcular las horas. Por lo general usaba el móvil para saber la hora, pero no lo tenía; se había registrado los bolsillos en vano. Debía de habérsele caído cuando Valentine irrumpió en el dormitorio.
Sin embargo tenía preocupaciones mayores. Sentía la boca reseca y acartonada, la garganta le dolía. Estaba sediento hasta tal punto que era como si toda la sed y el hambre que había sentido jamás se hubieran juntado para crear una especie de sofisticada tortura. Y no haría más que empeorar.
Sangre era lo que necesitaba. Pensó en la sangre de la nevera que tenía junto a la cama en casa, y las venas le ardieron como abrasadores alambres de plata discurriendo justo bajo la piel.
—¿Simón?
Era Maia, alzando la cabeza aturdida. Tenía marcas blancas en la mejilla, allí donde la había tenido presionada contra la tubería irregular. Mientras él la observaba, el blanco se convirtió en rosa a medida que la sangre le regresaba al rostro.
Sangre. Se pasó la lengua reseca por los labios.
—¿Sí?
—¿Cuánto rato he dormido?
—Tres horas. Puede que cuatro. Probablemente ya es por la tarde.
—Ah. Gracias por montar guardia.
No lo había hecho, y se sintió vagamente avergonzado.
—Por supuesto. ¡No pasa nada! —dijo de todos modos.
—Simón...
—¿Sí?
—Espero que me entiendas si te digo que lamento que estés aquí, pero que me alegra tenerte conmigo.
Simon sintió cómo una sonrisa hendía su rostro. El labio reseco inferior se le abrió, y notó el sabor de la sangre en la boca. El estómago profirió un quejido.
—Gracias.
Ella se inclinó hacia él, y la chaqueta resbaló de sus hombros. Los ojos de la joven eran de un gris ambarino claro que cambiaba cuando se movía.
—¿Puedes llegar hasta mí? —preguntó ella, extendiendo las manos.
Simon alargó el brazo hacia ella. La cadena que le sujetaba el tobillo tintineó mientras estiraba la mano tanto como podía. Maia sonrió cuando las yemas de los dedos de ambos se rozaron...
—¡Qué conmovedor!
Simon echó la mano hacia atrás violentamente, sobresaltado. La voz que había surgido de las sombras era fría, culta y vagamente extranjera en un modo que no podía identificar exactamente. Maia dejó caer las manos y se volvió; el color le desapareció del rostro mientras alzaba los ojos hacia el hombre de la puerta, que había entrado tan silenciosamente que ninguno de ellos le había oído.
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