—¿Cómo es posible qué? —Jace se colocó junto a ella en dos zancadas—. Isabelle, ¿qué ha sucedido? ¿Está Clary...?
Isabelle apartó el teléfono de la oreja, con los nudillos blancos.
—Es Valentine. Se ha llevado a Simon y a Maia. Va a usarlos para realizar el Ritual.
Con un gesto suave, Jace alargó la mano y le quitó el teléfono a Isabelle de la mano. Se lo llevó al oído.
—Venid con el coche al Instituto —dijo—. No entréis. Esperadme. Me reuniré con vosotros fuera. —Cerró el teléfono de golpe y se lo pasó a Alec—. Llama a Magnus —dijo—. Dile que se reúna con nosotros en la zona del río, en Brooklyn. Puede elegir el lugar, pero debería ser algún lugar desierto. Vamos a necesitar su ayuda para llegar al barco de Valentine.
—¿Vamos? —Isabelle se animó visiblemente.
—Magnus, Luke y yo —aclaró Jace—. Vosotros dos os quedaréis aquí y os ocuparéis de la Inquisidora por mí. Cuando Valentine no cumpla su parte del trato, sois vosotros los que vais a tener que convencerla de que envíe todos los refuerzos que tenga el Cónclave tras Valentine.
—No lo entiendo —exclamó Alec—. ¿Cómo planeas salir de aquí?
Jace sonrió de oreja a oreja.
—Observad —contestó, y saltó sobre el alféizar de la ventana de Isabelle.
Isabelle lanzó un grito, pero Jace ya estaba pasando por la abertura de la ventana. Se mantuvo en equilibrio durante un momento en el alféizar exterior... y luego desapareció.
Alec corrió a la ventana y miró fuera horrorizado, pero no había nada que ver: sólo el jardín del Instituto allá abajo, marrón y vacío, y el sendero estrecho que conducía hasta la puerta principal. No había peatones que gritaran en la calle Noventa y seis, ni coches parados en la acera ante la visión de un cuerpo que caía. Era como si Jace se hubiese desvanecido sin dejar rastro.
El sonido de agua le despertó. Era un sonido repetitivo, sordo; agua que chapoteaba contra algo sólido, una y otra vez, como si estuviese tumbado en el fondo de una piscina que se vaciara y volviera a llenar rápidamente. Tenía un sabor metálico en la boca, y era consciente de un dolor persistente en la mano izquierda. Con un gemido, Simon abrió los ojos.
Yacía sobre un duro y abollado suelo de metal pintado de un horrible gris verdoso. Las paredes eran del mismo metal verde. Había una única ventana redonda y alta en una pared, que permitía el paso sólo a un poco de luz solar, pero que era suficiente. Había estado tumbado con la mano expuesta a aquel rayo de luz y tenía los dedos enrojecidos y llenos de ampollas. Con otro gemido, rodó fuera de la luz y se sentó en el suelo.
Y vio que no estaba solo en la habitación. Aunque las sombras eran espesas, podía ver perfectamente en la oscuridad. Frente a él, con las manos atadas y encadenada a una enorme tubería, estaba Maia. Tenía las ropas desgarradas y un moretón enorme en la mejilla izquierda. Vio los claros del cuero cabelludo donde le habían arrancado trenzas en un lado, los cabellos enmarañados y apelmazados con sangre. En cuanto él se sentó en el suelo, ella le miró fijamente y se echó a llorar.
—Pensaba —hipó entre sollozos— que estabas... muerto.
—Es que estoy muerto —replicó Simón.
El muchacho se miró fijamente la mano. Mientras la observaba, las ampollas fueron desapareciendo a la vez que el dolor menguaba y la piel recuperaba su palidez normal.
—Lo sé, pero quiero decir... realmente muerto.
Simon intentó ir hacia ella, pero algo le detuvo en seco. Tenía una argolla de metal alrededor del tobillo, sujeta a una gruesa cadena clavada en el suelo. Valentine no corría riesgos.
—No llores —dijo, e inmediatamente lo lamentó, pues no era como si la situación no justificase las lágrimas—. Estoy perfectamente.
—Por ahora —repuso Maia, restregándose el rostro contra la manga—. Ese hombre... el del cabello blanco... ¿se llama Valentine, verdad?
—¿Le viste? —preguntó Simón—. Yo no vi nada. Sólo la puerta de mi habitación hacerse añicos y luego una forma enorme que venía hacia mí como un mercancías.
—Es el auténtico Valentine, ¿verdad? Ese del que todo el mundo habla. El que inició el Levantamiento.
—Es el padre de Jace y Clary —respondió Simón—. Es todo lo que sé sobre él.
—Ya me pareció que la voz resultaba conocida. Suena igual que Jace. —Pareció momentáneamente compungida—. No me extraña que Jace sea tan imbécil.
Simon no podía más que darle la razón.
—Así que tú no... —Maia se quedó sin voz. La muchacha volvió a intentarlo—. Mira, sé que esto suena raro, pero cuando Valentine fue a por ti, ¿viste a alguien que reconocieses con él, alguien que esté muerto? ¿Como un fantasma?
Simon negó con la cabeza, perplejo.
—No. ¿Por qué?
Maia vaciló.
—Yo vi a mi hermano. Al fantasma de mi hermano. Creo que Valentine me hizo alucinar.
—Bueno, no intentó nada de eso conmigo. Yo estaba hablando por teléfono con Clary. Recuerdo haberlo dejado caer cuando la cosa esa cayó sobre mí... —Simon se encogió de hombros—. Eso es todo.
—¿Con Clary? —Maia pareció casi esperanzada—. Entonces a lo mejor deducirán dónde estamos. A lo mejor vendrán a buscarnos.
—Tal vez —dijo Simón—. ¿Dónde estamos, de todos modos?
—En un barco. Yo seguía consciente cuando me subieron a él. Es un enorme trasto de metal negro. No hay luces y hay... cosas por todas partes. Una de ellas saltó sobre mí y yo empecé a gritar. Fue entonces cuando él me agarró la cabeza y me la golpeó contra la pared. Perdí el conocimiento.
—¿Cosas? ¿Qué quieres decir con cosas?
—Demonios —respondió ella, y se estremeció—. Tiene a toda clase de demonios aquí. Grandes, pequeños y de los que vuelan. Hacen cualquier cosa que les diga.
—Pero Valentine es un cazador de sombras. Y por lo que he oído, odia a los demonios.
—Bueno, pues ellos no parecen saberlo —replicó Maia—. Lo que no entiendo es lo que quiere de nosotros. Sé que odia a los subterráneos, pero esto parece mucho esfuerzo simplemente para matar a dos de ellos. —Había empezado a tiritar, y los dientes le castañeteaban como los de esas mandíbulas andantes que se pueden comprar en los Todo a cien—. Tiene que querer algo de los cazadores de sombras. O de Luke.
«Yo sé lo que quiere», pensó Simón, pero de nada servía contárselo a Maia; la muchacha ya estaba bastante alterada. Se quitó la chaqueta.
—Toma —dijo, y se la lanzó con fuerza para que ella la cogiera.
Retorciéndose en las esposas, la joven consiguió colocársela torpemente sobre los hombros. Le dedicó a Simon una sonrisa pálida y agradecida.
—Gracias. Pero ¿no tienes frío?
Simon negó con la cabeza. La quemadura de la mano había desaparecido por completo.
—No noto el frío. Ya no.
Ella abrió la boca, luego volvió a cerrarla. Se libraba una pelea tras sus ojos.
—Lo siento. Siento el modo en que me porté ayer contigo. —Hizo una pausa, casi conteniendo la respiración—. Los vampiros me aterran —susurró finalmente—. Al principio de llegar a la ciudad solía ir con una manada: Bat, y otros dos chicos, Steve y Greg. Un día estábamos en el parque y nos tropezamos con unos vampiros chupando unas bolsas de sangre bajo un puente; hubo una pelea y casi lo único que recuerdo es a uno de los vampiros levantando a Gregg, sólo lo levantó, y lo partió en dos... —Su voz se elevó, y temblorosa, se llevó una mano a la boca—. Por la mitad —musitó—. Las tripas se le cayeron. Y entonces ellos empezaron a devorarlas.
Simon sintió que le invadía una sorda punzada de náusea. Casi le alegró de que el relato le produjera ganas de vomitar, en lugar de hambre.
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