—Una manzana. —La levantó con cierta dificultad—. Qué apropiado.
—Pensé que podrías tener hambre.
—La tengo. —Jace dio un mordisco a la manzana; un poco de jugo le corrió por las manos y chisporroteó en las llamas azules que le esposaban las muñecas—. ¿Has enviado el mensaje a Clary?
—No. Isabelle no quiere dejarme entrar en su habitación. Se limita a arrojar cosas contra la puerta y a chillar. Dijo que si yo entraba saltaría por la ventana. Y lo haría.
—Probablemente.
—Tengo la sensación —continuó Alec, y sonrió— de que no me ha perdonado por traicionarte, tal y como ella lo ve.
—Buena chica —repuso Jace en tono agradecido.
—Yo no te traicioné, idiota.
—Es la intención lo que cuenta.
—Bien, porque te he traído algo más. No sé si funcionará, pero vale la pena probarlo.
Deslizó algo pequeño y metálico a través de la pared. Era un disco plateado aproximadamente del tamaño de una moneda de veinticinco centavos. Jace dejó la manzana en el suelo y cogió el disco con curiosidad.
—¿Qué es esto?
—Lo he sacado del escritorio de la biblioteca. He visto a mis padres usarlo para retirar sujeciones. Creo que es una runa de apertura. Vale la pena probar...
Se interrumpió cuando Jace se acercó el disco a las muñecas, sosteniéndolo con torpeza entre dos dedos. En cuanto éste tocó la línea de llama azul, las esposas parpadearon y desaparecieron.
—Gracias.
Jace se frotó las muñecas, cada una rodeada por una línea de irritada piel sanguinolenta. Empezaba a volver a ser capaz de sentir las yemas de los dedos.
—No es una lima escondida en un pastel de cumpleaños, pero impedirá que se me caigan las manos.
Alec le miró. Las líneas fluctuantes de la cortina de lluvia hacían que su rostro apareciera alargado, preocupado... o tal vez sí que estaba preocupado.
—¿Sabes?, se me ha ocurrido algo cuando estaba hablando con Isabelle hace un rato. Le he dicho que no podía saltar por la ventana... y que no lo intentara o se mataría.
Jace asintió.
—Un buen consejo de hermano mayor.
—Pero entonces empecé a preguntarme si eso sería cierto en tu caso; quiero decir, te he visto hacer cosas que eran prácticamente volar. Te he visto caer desde tres pisos y aterrizar como un gato, saltar del suelo a un tejado...
—Oírte recitar mis logros es ciertamente gratificador, pero no estoy seguro de a dónde quieres ir a parar, Alec.
—A lo que me refiero es que hay cuatro paredes en esta prisión, no cinco.
Jace le miró fijamente.
—Así que Hodge no mentía cuando dijo que usaríamos la geometría en nuestra vida diaria. Tienes razón, Alec. Hay cuatro paredes en esta jaula. Ahora bien, si la Inquisidora se hubiese conformado con dos, yo podría...
—¡Jace! —exclamó Alec, perdiendo la paciencia—. Lo que quiero decir es que no hay parte superior en la jaula. Nada entre tú y el techo.
Jace tiró la cabeza hacia atrás. Las vigas parecieron oscilar a una altura vertiginosa por encima de él, sumidas en penumbra.
—Estás loco.
—Tal vez —repuso Alec—. Tal vez simplemente sé que puedes hacerlo. —Se encogió de hombros—. Podrías intentarlo, al menos.
Jace miró a Alec; vio su rostro franco y honesto, y los serenos ojos azules. «Está loco», pensó Jace. Era cierto que en el ardor del combate había realizado cosas extraordinarias, pero lo mismo habían hecho todos ellos. Sangre de cazador de sombras, años de adiestramiento..., pero no podía saltar nueve metros directamente hacia arriba.
«¿Cómo sabes que no puedes —dijo una voz en su cabeza—, si nunca lo has intentado?»
La voz de Clary. Pensó en ella y en sus runas, en la Ciudad Silenciosa y la esposa saltando de su muñeca con un chasquido como si se hubiese quebrado bajo una presión enorme. Clary y él compartían la misma sangre. Si Clary podía hacer cosas que no deberían ser posibles...
Se puso en pie, casi de mala gana, y miró a su alrededor, evaluando la estancia. Seguía pudiendo ver los espejos que llegaban hasta el suelo y la multitud de armas colgadas de las paredes, las hojas centelleando débilmente a través de la cortina de fuego plateado que lo rodeaba. Se inclinó y recuperó la manzana a medio comer del suelo, la contempló durante un momento, reflexionando; luego ladeó el brazo hacia atrás y la lanzó con toda la fuerza que le fue posible. La manzana voló por los aires, golpeó contra una reluciente pared plateada y estalló en una corona de derretida llama azul.
Jace oyó cómo Alec lanzaba una exclamación ahogada. Así que la Inquisidora no había estado exagerando. Si golpeaba con una de las paredes de la prisión, moriría.
Alec se puso en pie, titubeando de repente.
—Jace, no sé si...
—Cállate, Alec. Y no me observes. No ayuda.
Lo que fuese que Alec respondió, Jace no lo oyó. Se dedicaba a girar lentamente sobre los talones allí donde estaba, con los ojos concentrados en las vigas. Las runas que le proporcionaban una excelente visión de lejos entraron en acción, y vio las vigas con mayor claridad; podía distinguir los bordes astillados, las espirales y nudosidades, e incluso las manchas negras dejadas por el tiempo. Pero eran sólidas. Habían sostenido el tejado del Instituto durante cientos de años. Podrían sostener a un adolescente. Flexionó los dedos, tomando lentas y controladas bocanadas de aire, tal y como su padre le había enseñado. Mentalmente, se vio saltando, elevándose, asiéndose a una viga con facilidad e izándose sobre ella. Era una persona ligera, se dijo, ligera como una flecha, que volaba sin dificultad por el aire, veloz e imparable. Sería fácil, se dijo. Fácil.
—Soy la flecha de Valentine —musitó Jace—. Tanto si él lo sabe como si no.
Y saltó.
Un corazón convertido en piedra
Clary presionó la tecla para volver a llamar a Simón, pero el teléfono pasó directamente al buzón de voz. Lágrimas ardientes le cayeron por las mejillas y arrojó el teléfono al salpicadero.
—Maldita sea, maldita sea...
—Casi estamos ahí —dijo Luke.
Habían salido de la autovía y ella ni siquiera lo había advertido. Pararon frente a la casa de Simón, una casa de madera unifamiliar cuya fachada estaba pintada de un alegre color rojo. Clary ya había salido del coche y corría por el camino de entrada antes de que Luke hubiese puesto el freno de mano. Le oyó llamarla a gritos mientras ella se precipitaba escaleras arriba y golpeaba frenéticamente la puerta principal.
—¡Simón! —gritó—. ¡Simón!
—Clary, ya basta —Luke la alcanzó en el porche—. Los vecinos...
—Al cuerno con los vecinos.
Buscó a tientas el llavero del cinturón, encontró la llave correcta y la introdujo en la cerradura. Abrió la puerta de golpe y entró cautelosamente en el vestíbulo, con Luke detrás de ella. Miraron por la primera puerta a la izquierda al interior de la cocina. Todo parecía exactamente como había estado siempre, desde la encimera meticulosamente limpia a los imanes de la nevera. Allí estaba el fregadero donde había besado a Simon hacía sólo unos pocos días. La luz del sol penetraba a raudales por las ventanas, llenando la habitación de una pálida luz amarilla. Una luz que era capaz de dejar a Simon convertido en cenizas.
La habitación del chico era la última al final del pasillo. La puerta estaba entreabierta, aunque Clary no vio más que oscuridad a través de la rendija.
Sacó su estela del bolsillo y la asió con fuerza. Sabía que no era realmente un arma, pero sentirla en la mano le resultaba tranquilizador. Dentro, la habitación estaba oscura, con cortinas negras corridas sobre las ventanas, la única luz surgiendo del reloj digital de la mesilla de noche. Luke ya estiraba la mano para pulsar el interruptor cuando algo, algo que siseaba y escupía como un demonio, se abalanzó sobre él desde la oscuridad.
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