—¡Ah! —exclamó Clary en un hilo de voz—. Bueno, creo que quiere decir que iba a ver a Simón.
Luke pareció sorprendido.
—¿Sabe dónde vive?
—No lo sé —admitió Clary—. A veces parece como si fuesen íntimos. Quizá. —Metió la mano en el bolsillo en busca del teléfono—. Le llamaré.
—Pensaba que llamarle te hacía sentir rara.
—No tan rara con todo lo que está sucediendo.
Hizo avanzar la pantalla de la agenda en busca del número de Simón. El teléfono sonó tres veces antes de que él contestara, con voz atontada.
—¿Diga?
—Soy yo.
Se apartó de Luke mientras hablaba, más por costumbre que por deseo de ocultarle la conversación.
—Ya sabes que ahora soy una criatura nocturna —repuso él con un gemido, y ella le oyó volverse en la cama—. Eso significa que duermo todo el día.
—¿Estás en casa?
—Sí, ¿en qué otro sitio podría estar? —Su voz se agudizó, mientras el sueño se desvanecía—. ¿Qué sucede Clary, qué pasa?
—Maia ha huido. Ha dejado una nota sugiriendo que podría dirigirse a tu casa.
—Bueno, no lo ha hecho —respondió Simón, perplejo—. O en todo caso, no ha aparecido aún.
—¿Hay alguien en casa aparte de ti?
—No, mi madre está en el trabajo y Rebecca tiene clases. ¿Por qué? ¿Realmente crees que Maia se presentará aquí?
—Sólo llámanos si...
Simon la interrumpió.
—Clary —el tono de voz era apremiante—, aguarda un instante. Creo que alguien está intentando entrar en mi casa.
Transcurría el tiempo dentro de la prisión, y Jace contemplaba cómo la horrorosa lluvia plateada caía a su alrededor con una especie de interés distante. Los dedos se le habían empezado a entumecer, lo que sospechaba que era una mala señal, pero no conseguía que le importase. Se preguntó si los Lightwood sabían que estaba allí arriba, o si alguien que entrase en la sala de entrenamiento se llevaría una sorpresa desagradable al encontrarle allí encerrado. Pero no, la Inquisidora no era tan descuidada. Les habría dicho que la habitación tenía prohibido el acceso hasta que ella se deshiciera del prisionero del modo que creyera conveniente. Supuso que debería estar enojado, incluso asustado, pero no conseguía que eso le importara tampoco. Nada parecía real ya: ni la Clave, ni la Alianza, ni la Ley, ni siquiera su padre.
Una pisada queda le alertó de la presencia de alguien más en la habitación. Había estado tumbado sobre la espalda, con la vista fija en el techo; ahora se sentó en el suelo, pasando una mirada rápida por la estancia. Distinguió una forma oscura más allá de la reluciente cortina de lluvia. «Debe de ser la Inquisidora», de vuelta para burlarse de él un poco más. Se preparó para ello... y entonces vio, con un sobresalto, el cabello oscuro y el rostro familiar.
Quizá todavía había algunas cosas que le importaban, después de todo.
—¿Alec?
—Sí.
Alec se arrodilló al otro lado de la pared reluciente. Era como mirar a alguien a través de agua transparente rizada por la corriente; había momentos en que Jace podía ver a Alec con claridad, pero de vez en cuando las facciones parecían tambalearse y disolverse mientras la lluvia ardiente relucía y se ondulaba.
Era suficiente para marear a cualquiera, se dijo Jace.
—¿Qué, en el nombre del Ángel, es esta cosa? —Alec alargó la mano para tocar la pared.
—No lo hagas. —Jace alargó la suya, luego la retiró a toda prisa antes de entrar en contacto con la cortina luminosa—. Te dará una descarga, tal vez te mate si intentas atravesarla.
Alec echó la mano hacia atrás con un silbido quedo.
—La Inquisidora no estaba de broma.
—Desde luego que no. Soy un criminal peligroso. ¿O es que no te has enterado?
Jace oyó el tono ácido de su propia voz, vio cómo Alec se encogía, y se sintió mezquina y momentáneamente complacido.
—No te llamó criminal, exactamente...
—No, simplemente soy un niño travieso. Hago toda clase de cosas malas. Pateo gatitos. Hago gestos groseros a monjas.
—No bromees. Esto es algo serio. —Los ojos de Alec estaban sombríos—. ¿En qué diablos estabas pensando, yendo a ver a Valentine? Quiero decir, en serio, ¿qué te pasó por la cabeza?
A Jace se le ocurrieron varios comentarios agudos, pero descubrió que no quería hacer ninguno de ellos. Estaba demasiado cansado.
—Pensaba en que era mi padre.
Alec dio la impresión de estar contando mentalmente hasta diez para conservar la paciencia.
—Jace...
—¿Y si fuese tu padre? ¿Qué harías?
—¿Mi padre? Mi padre jamás haría las cosas que Valentine...
Jace alzó violentamente la cabeza.
—¡Tu padre sí que hizo esas cosas! ¡Estaba en el Círculo junto con mi padre! ¡También tu madre! Nuestros padres eran todos iguales. ¡La única diferencia es que a los tuyos los cogieron y castigaron, y al mío no!
El rostro de Alec se puso tenso. Pero «¿La única diferencia?» fue todo lo que dijo.
Jace bajó la mirada hacia las manos. Las esposas ardientes no estaban pensadas para dejarlas puestas tanto tiempo. La piel de debajo estaba salpicada de gotas de sangre.
—Sólo quería decir —repuso Alec— que no veo por qué querías verle, no después de lo que ha hecho en general, sino después de lo te hizo a ti.
Jace no dijo nada.
—Todos estos años —siguió Alec— dejó que pensaras que estaba muerto. Quizá no recuerdes cómo era cuando tenías diez años, pero yo sí. Nadie que te amase podría hacer... podría hacer algo como aquello.
Finas líneas de sangre empezaban a descender por las manos de Jace, igual que una cuerda roja deshilándose.
—Valentine me dijo —repuso él en voz baja— que si le apoyaba contra la Clave, si lo hacía, se aseguraría de que nadie que me importase resultase herido. Ni tú, ni Isabelle, ni Max. Ni tus padres. Dijo...
—¿Nadie saldría herido? —repitió Alec con sorna—. Quieres decir que no les haría daño él personalmente. Qué bonito.
—Vi lo que puede hacer, Alec. La clase de fuerza demoníaca que puede invocar. Si lanza su ejército de demonios contra la Clave, habrá guerra. Y la gente muere en las guerras. —Vaciló—. Si tuvieses la posibilidad de salvar a todos a los que quieres...
—Pero ¿qué clase de posibilidad es? ¿Qué valor tiene la palabra de Valentine, además?
—Si jura por el Ángel que hará algo, lo hará. Lo conozco.
—Si le apoyas contra la Clave.
Jace asintió.
—Se enojaría una barbaridad cuando le dijiste que no —comentó Alec.
Jace alzó la mirada de las sangrantes muñecas y miró a Alec de hito en hito.
—¿Qué?
—He dicho...
—Ya sé lo que has dicho. Pero ¿qué te hace suponer que le dije que no?
—Bueno, lo hiciste. ¿No es cierto?
Muy despacio, Jace asintió.
—Te conozco —repuso Alec, con total seguridad, y se puso en pie—. Le hablaste a la Inquisidora sobre Valentine y sus planes, ¿verdad? ¿Y no le importó?
—Yo no diría eso. Más bien no me creyó. Tiene un plan con el que cree que se encargarán de Valentine. El único problema es que su plan es una porquería.
Alec asintió.
—Puedes ponerme al corriente más tarde. Primero, lo más importante: tenemos que averiguar cómo sacarte de aquí.
—¿Qué? —La incredulidad hizo que Jace se sintiera levemente mareado—. Creía que tú estabas directamente del lado de los de «vaya directamente a la cárcel, sin pasar por la Salida, y sin cobrar los doscientos dólares». «La Ley es la Ley, Isabelle.» ¿Qué era toda esa perorata que soltaste?
Alec parecía atónito.
—¡No puedes haber pensado que lo decía en serio! Sólo quería que la Inquisidora confiase en mí para que no estuviese vigilándome todo el tiempo como está vigilando a Izzy y a Max. Sabe que ellos están de tu lado.
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