—¿Qué es esto? ¿Qué ha hecho?
Ella rió.
Jace dio un enojado paso al frente, y luego otro; el hombro rozó una refulgente pared. Como si hubiese tocado una valla electrificada, la descarga que le recorrió fue como un puñetazo que le derribó. Cayó torpemente al suelo, incapaz de usar las manos para frenar la caída.
La Inquisidora volvió a reír.
—Si intentas atravesar la pared recibirás más que una descarga. La Clave llama a este castigo la Configuración Malachi. Estas paredes no se pueden traspasar mientras los cuchillos serafín permanezcan donde están. Yo no lo haría —añadió cuando Jace, arrodillado, hizo un movimiento hacia el cuchillo que tenía más cerca—. Toca los cuchillos y morirás.
—Pero usted sí puede tocarlos —dijo él, incapaz de mantener la aversión fuera de la voz.
—Puedo, pero no lo haré.
—Pero ¿qué pasa con la comida? ¿Agua?
—Todo a su momento, Jonathan.
El muchacho se puso en pie. A través de la pared borrosa, vio cómo se daba la vuelta para irse.
—Pero mis manos...
Bajó los ojos hacia las muñecas atadas. El metal ardiente le corroía la piel igual que ácido. Manaba sangre alrededor de las llameantes esposas.
—Deberías haber pensado en eso antes de ir a ver a Valentine.
—No me está haciendo temer la venganza del Consejo precisamente. No pueden ser peores que usted.
—Bueno, no vas a ir al Consejo —respondió la Inquisidora, y había una sosegada calma en su tono que a Jace no le gustó nada.
—¿Qué quiere decir con que no voy a ir al Consejo? Pensaba que había dicho que iba a llevarme a Idris mañana.
—No. Pienso devolverte a tu padre.
El impacto de las palabras casi volvió a derribarle.
—¿Mi padre?
—Tu padre. Estoy planeando cambiarte por los Instrumentos Mortales.
Jace la miró atónito.
—Debe de estar bromeando.
—En absoluto. Es más sencillo que un juicio. Desde luego, quedarás excluido de la Clave —añadió, como si se le acabara de ocurrir—, pero supongo que ya esperabas eso.
Jace negaba con la cabeza.
—Se ha equivocado de hombre. Espero que se dé cuenta.
Una expresión de fastidio pasó rauda por la cara de la mujer.
—Pensaba que habíamos prescindido ya de tu pretensión de inocencia, Jonathan.
—No me refería a mí. Me refería a mi padre.
Por primera vez desde que la había conocido, la mujer pareció sorprendida.
—No entiendo qué quieres decir.
—Mi padre no cambiará los Instrumentos Mortales por mí. —Las palabras eran amargas, pero el tono de Jace no lo era; era realista—. Preferiría que me matara ante él antes que entregarle ni la Espada ni la Copa.
La Inquisidora negó con la cabeza.
—No lo comprendes —replicó, y había un desconcertante vestigio de resentimiento en su voz—. Los niños nunca lo hacen. No hay ninguna otra cosa que se parezca al amor que un progenitor siente por un hijo, no hay ninguna otra cosa que se le parezca. Ningún otro amor es tan devorador. Ningún padre, ni siquiera Valentine, sacrificaría a su hijo por un pedazo de metal, por muy poderoso que éste pueda ser.
—No conoce a mi padre. Se le reirá a la cara y le ofrecerá dinero para que envíe mi cuerpo de vuelta a Idris.
—No seas absurdo...
—Tiene razón —se burló Jace—. Bien pensado, probablemente le hará pagar a usted los gastos de envío.
—Ya veo que sigues siendo hijo de tu padre. No quieres que pierda los Instrumentos Mortales; sería una pérdida de poder también para ti. No quieres vivir tu vida como el hijo deshonrado de un criminal, así que dirás cualquier cosa para influir en mi decisión. Pero no me engañas.
—Oiga. —El corazón de Jace latía violentamente, pero intentó hablar con calma; aquella mujer tenía que creerle—. Sé que me odia. Sé que piensa que soy un mentiroso como mi padre. Pero le estoy diciendo la verdad. Mi padre cree absolutamente en lo que está haciendo. Usted opina que es malvado. Pero él piensa que tiene razón. Piensa que lleva a cabo la obra de Dios. No renunciará a eso por mí. Usted me siguió la pista cuando fui allí, tuve que haber oído lo que me dijo...
—Te vi hablar con él —respondió la Inquisidora—. No oí nada.
Jace soltó una palabrota entre dientes.
—Mire, le haré cualquier juramento que quiera para probar que no miento. Está usando la Espada y la Copa para invocar demonios y controlarlos. Cuanto más tiempo desperdicie usted conmigo, más puede él aumentar su ejército. Para cuando se dé cuenta de que él no hará el intercambio, ya no tendrá ninguna posibilidad contra él...
La Inquisidora se apartó con un resoplido de repugnancia.
—Estoy cansada de tus mentiras.
Jace contuvo el aliento con incredulidad mientras ella le daba la espalda y se marchaba a grandes zancadas en dirección a la puerta.
—¡Por favor! —gritó el chico.
Ella se detuvo en la puerta y volvió la cabeza para mirarle. Jace sólo pudo ver la sombra angulosa de la cara, la barbilla puntiaguda y unos huecos oscuros en las sienes. Las ropas grises se perdían entre las sombras, lo que le hacía parecer una calavera incorpórea flotante.
—No creas —dijo ella— que devolverte a tu padre es lo que realmente quiero hacer. Es algo mejor de lo que Valentine Morgenstern merece.
—¿Qué se merece?
—Sostener el cuerpo sin vida de su hijo en brazos. Ver a su hijo muerto y saber que no hay nada que pueda hacer, ningún hechizo, ningún ensalmo, ningún trato con el infierno que pueda traerle de vuelta... —Se interrumpió—. Debería saberlo —siguió en un susurro, y empujó la puerta, las manos raspando sobre la madera.
La puerta se cerró tras ella con un chasquido dejando a Jace con las muñecas ardiendo y la mirada fija en el hueco de la puerta con expresión desconcertada.
Clary colgó el teléfono enfadada.
—No responde.
—¿A quién intentabas llamar?
Luke iba por la quinta taza de café y Clary empezaba a preocuparse por él. ¿Existía el envenenamiento por cafeína? Él no parecía estar al borde de un ataque ni nada así, pero, disimuladamente, Clary desenchufó la cafetera al volver hacia la mesa, sólo por si acaso.
—¿Simón?
—No, me siento rara despertándole durante el día, aunque dijo que no le molesta siempre y cuando no tenga que ver la luz.
—Entonces...
—Llamaba a Isabelle. Quiero saber qué está pasando con Jace.
—¿No ha contestado?
—No.
A Clary le gruñía el estómago, así que fue a la nevera, sacó un yogur de melocotón y se lo comió mecánicamente, sin saborearlo. Iba por la mitad cuando recordó algo.
—Maia —dijo—. Deberíamos ver si está bien. —Dejó el yogur—. Ya voy yo.
—No, yo soy su jefe de manada. Confía en mí. Puedo tranquilizarla si está alterada —indicó Luke—. Regresaré en seguida.
—No digas eso —suplicó Clary—. No lo soporto cuando la gente dice eso.
Él le dedicó una sonrisa torcida y fue hacia el vestíbulo. Al cabo de pocos minutos estaba de vuelta, con expresión anonadada.
—Se ha ido.
—¿Ido? ¿Qué quieres decir?
—Se ha marchado a hurtadillas de la casa. Ha dejado esto.
Arrojó un pedazo de papel doblado sobre la mesa. Clary lo recogió y leyó las frases garabateadas con el entrecejo fruncido:
Perdón por todo. He ido a reparar el daño. Gracias por lo que has hecho. Maia.
—¿«Ido a reparar el daño»? ¿Qué significa?
—Esperaba que tú lo supieras —dijo Luke con un suspiro.
—¿Estás preocupado?
—Los demonios raum son rastreadores —respondió Luke—. Encuentran a la gente y se la llevan a quienquiera que los haya invocado. Aquel demonio aún podría estar buscándola.
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