El diente de la serpiente
—Luke —empezó a decir Clary en cuanto la puerta se cerró tras los Lightwood—. ¿Qué vamos a hacer...?
Luke se estaba presionando ambos lados de la cabeza con las manos como impidiendo que se le partiera por la mitad.
—Café —declaró—. Necesito café.
—Ya te has bebido uno.
Él dejó caer las manos y suspiró.
—Necesito más.
Clary le siguió a la cocina, donde él se sirvió más café antes de sentarse ante la mesa de la cocina y pasarse las manos por el cabello.
—Pinta mal —dijo—. Muy mal.
—¿De verdad?
Clary no podía ni pensar en beber café en aquellos instantes. Ya sentía los nervios como si estuviesen tensados tan finos como alambres.
—¿Qué sucederá si le llevan a Idris?
—Un juicio ante la Clave. Probablemente le hallarán culpable. Luego habrá el castigo. Es joven, así que podrían simplemente despojarle de sus Marcas, no maldecirle.
—¿Qué significa eso?
Luke no quiso mirarla a los ojos.
—Significa que le quitarán las Marcas, le depondrán como cazador de sombras y le expulsarán de la Clave. Será un mundano.
—Pero eso le mataría. Seguro. Preferirá morir.
—¿Crees que no lo sé? —Luke se había terminado el café y se quedó mirando el tazón con aire taciturno antes de dejarlo sobre la mesa—. Pero eso a la Clave le da lo mismo. No pueden ponerle las manos encima a Valentine, así que castigarán a su hijo en su lugar.
—¿Qué pasa conmigo? Yo soy su hija.
—Tú no eres de su mundo. Jace sí. Aunque más bien te sugiero que no llames la atención durante un tiempo. Ojalá pudiésemos irnos a la granja...
—¡No podemos dejar a Jace con ellos! —Clary estaba consternada—. No voy a ir a ninguna parte.
—Claro que no. —Luke pasó por alto la protesta de la joven—. Dije que ojalá pudiésemos, no que pensara que debíamos hacerlo. Existe la cuestión de lo que hará Imogen ahora que sabe dónde está Valentine, por supuesto. Podríamos encontrarnos en medio de una guerra.
—No me importa si quiere matar a Valentine. Puede quedarse con él. Yo sólo quiero recuperar a Jace.
—Eso no es tan fácil —afirmó Luke—, teniendo en cuenta que en este caso, él realmente ha hecho lo que ella le acusa de haber hecho.
Clary estaba escandalizada.
—¿Qué, crees que fue quien mató a los Hermanos Silenciosos? ¿Crees que...?
—No, no creo que matase a los Hermanos Silenciosos. Creo que hizo exactamente lo que Imogen le vio hacer: fue a ver a su padre.
Clary recordó algo.
—¿A qué te referías cuando has dicho que le habíamos fallado y no al revés? ¿Te refieres a que no le culpas?
—Sí y no. —Luke parecía fatigado—. Fue una estupidez ir a ver a su padre, no se puede confiar en Valentine. Pero cuando los Lightwood le dieron la espalda, ¿qué esperaban que hiciese? No es más que un chiquillo, todavía necesita padres. Si ellos no quieren tenerle, irá en busca de alguien que sí quiera.
—Yo pensaba que a lo mejor... —repuso Clary—, que a lo mejor esperaba que tú le hicieras de padre.
Luke pareció indescriptiblemente triste.
—Yo también lo pensaba, Clary. Yo también lo pensaba.
Muy débilmente, Maia oía el sonido de las voces procedentes de la cocina. Habían acabado de gritarse unos a otros en la sala de estar. Era hora de marcharse. Dobló la nota que había garabateado a toda prisa, la dejó sobre la cama de Luke y cruzó la habitación en dirección a la ventana a la que había dedicado los últimos veinte minutos hasta conseguir forzarla y abrirla. El aire fresco entró a través de ella; era uno de esos primeros días de otoño en que el cielo parecía increíblemente azul y distante y el aire estaba levemente teñido de aroma a humo.
Se montó rápidamente sobre la repisa de la ventana y miró abajo. Habría sido un salto casi imposible para ella antes de que la cambiaran; en aquellos momentos sólo pensó por un instante en el hombro herido antes de saltar. Aterrizó de cuclillas en el cemento resquebrajado del patio trasero de Luke. Enderezándose, echó una ojeada a la casa, pero nadie abrió una puerta ni la llamó para que regresara.
Reprimió una punzada de decepción. Tampoco era que le hubiesen prestado mucha atención cuando sí estaba dentro de la casa, se dijo, mientras trepaba por la alta valla de tela metálica que separaba el patio trasero de Luke del callejón, así que ¿por qué tenían que advertir que se había ido? Era claramente el último mono, tal y como lo había sido siempre. Simon era el único que la había tratado como si tuviera una cierta consideración.
Pensar en Simon la hizo estremecer mientras saltaba al otro lado de la valla y trotaba por el callejón hasta la avenida Kent. Había dicho a Clary que no recordaba la noche anterior, pero no era cierto. Recordaba la expresión en el rostro del muchacho cuando ella le había rehuido... la recordaba con tanta claridad como si la tuviera impresa en la retina. Lo más extraño era que en aquel momento él todavía le había parecido humano, más humano que cualquiera que hubiese conocido nunca.
Cruzó la calle para evitar pasar justo por delante de la casa de Luke. La calle estaba casi desierta porque la gente de Brooklyn aprovechaba que era domingo para dormir hasta tarde. Marchó en dirección al metro de la avenida Bedford con la mente puesta aún en Simón. Sentía un doloroso vacío en la boca del estómago cuando pensaba en él. Era la primera persona en quien había querido confiar en años, pero Simon había conseguido que eso fuera imposible.
«Desde luego, si confiar en él es imposible, entonces ¿por qué te diriges a verle?» dijo el susurro en el fondo de su mente que siempre le hablaba con la voz de Daniel.
«Cállate —repuso ella con firmeza—. Incluso aunque no podamos ser amigos, le debo una disculpa.»
Alguien rió. El sonido reverberó en los altos muros de la fábrica situada a su izquierda. Con un repentino temor, Maia giró en redondo, pero la calle estaba vacía. Una anciana paseaba a sus perros por la orilla del río, pero Maia dudó de que estuviese lo bastante cerca para oírla.
Aceleró el paso de todos modos. Podía andar más de prisa que la mayoría de los humanos, se recordó, incluso dejarles atrás. Aún en su estado actual, con el brazo doliéndole igual que si alguien le hubiese golpeado el hombro con una maza, no tenía nada que temer de un atracador o un violador. Dos chicos adolescentes armados con cuchillos habían intentado agarrarla mientras cruzaba Central Park una noche tras su llegada a la ciudad, y sólo Bat había impedido que los matara.
Así pues ¿por qué sentía tanto pánico?
Echó otra ojeada atrás. La anciana había desaparecido; Kent estaba vacía. La vieja y abandonada fábrica de azúcar Domino se alzaba frente a ella. Llevada por un impulso repentino de salir de la calle, se metió en el callejón que pasaba junto a la fábrica.
Se encontró en un espacio angosto entre dos edificios, lleno de basura, botellas vacías y el corretear de ratas. Los tejados se tocaban en lo alto, cerrando el paso al sol y haciendo que Maia se sintiera como si se hubiese metido en un túnel. Las paredes eran de ladrillo, con pequeñas ventanas sucias, muchas de las cuales estaban rotas. A través de ellas pudo ver el suelo de la fábrica abandonada e hileras de calderas, hornos y cubas de metal. El aire olía a azúcar quemado. Se apoyó en una de las paredes intentando apaciguar el martilleo de su corazón. Casi había conseguido tranquilizarse cuando una voz increíblemente familiar le habló desde las sombras.
—¿Maia?
Giró en redondo. Él estaba de pie en la entrada del callejón, los cabellos iluminados desde atrás, brillando como un halo alrededor del rostro hermoso. Los ojos oscuros, bordeados de largas pestañas, la contemplaban con curiosidad. Llevaba vaqueros y, a pesar de la frialdad del aire, una camiseta de manga corta. Todavía parecía tener quince años.
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