—Daniel —musitó.
Él fue hacia ella sin que sus pasos emitieran ningún sonido.
—Ha pasado mucho tiempo, hermanita.
Ella quiso correr, pero sentía las piernas como si fuesen bolsas de agua. Se apretó contra la pared como si pudiera desaparecer en su interior.
—Pero... tú estás muerto.
—Y tú no lloraste en mi funeral, ¿verdad, Maia? ¿No hubo lágrimas por tu hermano mayor?
—Eras un monstruo —susurró ella—. Intentaste matarme...
—No en serio.
Había algo largo y afilado en su mano ahora, algo que centelleaba como fuego plateado en la penumbra. Maia no estaba segura de lo que era; el terror le nublaba la vista. Fue resbalando hasta el suelo mientras él avanzaba hacia ella, las piernas incapaces de seguir sosteniéndola.
Daniel se arrodilló a su lado. Entonces pudo ver qué era lo que tenía en la mano: un irregular pedazo roto de cristal de una de las ventanas destrozadas. El terror creció y la cubrió como una ola, pero no era miedo al arma en la mano de su hermano lo que la abrumaba, era el vacío en los ojos de éste. Podía mirar a su interior y a través de ellos, y ver sólo oscuridad.
—¿Recuerdas —dijo él— cuando te dije que te cortaría la lengua antes que dejar que fueses a chivarte de mí a papá y a mamá?
Paralizada por el miedo, Maia sólo podía mirarle fijamente. Sentía ya el cristal clavándosele en la carne, el asfixiante sabor de la sangre inundándole la boca, y deseó estar muerta, muerta ya, cualquier cosa era mejor que aquel horror y aquel espantoso...
—Es suficiente, Agramon.
La voz de un hombre cortó la niebla de su cabeza. No era la voz de Daniel; era queda, culta, sin lugar a dudas humana. Le recordó a alguien... pero ¿a quién?
—Como deseéis, lord Valentine.
Daniel soltó un suspiro de desilusión...y a continuación el rostro empezó a desvanecerse y deshacerse. Desapareció en un instante, y con él la sensación de terror paralizante y aplastante que la había amenazado. Tragó una desesperada bocanada de aire.
—Bien. Respira. —Volvía a ser la voz del hombre, irritada ahora—. La verdad, Agramon, unos pocos segundos más y ella habría muerto.
Maia alzó los ojos. El hombre —Valentine— estaba de pie observándola con atención. Era muy alto y vestía de negro, incluso los guantes que llevaba y las botas de suela gruesa que calzaba. Usó precisamente la punta de una de las botas para alzarle la barbilla, y la voz cuando habló era fría, mecánica.
—¿Cuántos años tienes?
El rostro que la contemplaba era estrecho, de huesos prominentes, desprovisto de todo color, con los ojos tan negros y los cabellos tan blancos que parecía una fotografía en negativo. En el lado izquierdo del cuello, justo por encima del borde del abrigo, llevaba una Marca en espiral.
—¿Eres Valentine? —susurró ella—. Pero yo pensaba que tú...
La bota descendió sobre su mano, haciendo que una punzada de dolor le recorriese el brazo. Chilló.
—Te he hecho una pregunta —dijo él—. ¿Cuántos años tienes?
—¿Cuántos años tengo? —El dolor de la mano, mezclado con el olor agrio de la basura que había por todas partes le revolvió el estómago—. ¡Vete a la mierda!
Una barra luminosa pareció saltar entre los dedos del hombre; la descargó hacia abajo y sobre el rostro de la joven a tal velocidad que ella no tuvo tiempo de echarse atrás. Una ardiente línea de dolor se abrió paso por su mejilla; Maia se llevó una mano al rostro y sintió cómo la sangre le embadurnaba los dedos.
—Bien —dijo Valentine, con la misma voz precisa y refinada—. ¿Cuántos años tienes?
—Quince. Tengo quince años.
Percibió, más que vio, que él sonreía.
—Perfecto.
Ya en el Instituto, la Inquisidora se llevó a Jace lejos de los Lightwood, a la sala de entrenamiento del piso superior. El joven se quedó rígido por la impresión al captar la imagen que reflejaban de él los largos espejos que cubrían las paredes. En realidad no se había mirado en días, y la noche anterior había sido mala. Los ojos estaban rodeados de sombras negras, y tenía la camiseta embadurnada de sangre seca y lodo mugriento procedente del East River. El rostro aparecía hundido y demacrado.
—¿Admirándote? —La voz de la Inquisidora se abrió paso a través de su contemplación—. No tendrás un aspecto tan mono cuando la Clave acabe contigo.
—Realmente usted parece obsesionada con mi belleza. —Jace dio la espalda al espejo con cierto alivio—. ¿Podría ser que todo esto se deba a que se siente atraída por mí?
—No seas repugnante. —La Inquisidora había sacado cuatro largas tiras de metal de la bolsa gris que llevaba colgada a la cintura: cuchillos del Ángel—. Podrías ser mi hijo.
—Stephen. —Jace recordó lo que Luke había dicho en la casa—. Así es como se llama, ¿verdad?
La mujer se volvió como una exhalación hacia él. Los cuchillos que sujetaba vibraron con su cólera.
—Jamás pronuncies su nombre.
Por un momento, Jace se preguntó si ella llegaría realmente a intentar matarle. No dijo nada mientras la mujer recuperaba el control. Sin mirarle, señaló con uno de los cuchillos.
—Ponte ahí en el centro de la habitación, por favor.
Jace obedeció. Aunque intentaba no mirar los espejos, podía ver su propio reflejo y el de la Inquisidora por el rabillo del ojo. Los espejos multiplicaban los reflejos y un número infinito de Inquisidoras amenazaban a un número infinito de Jaces.
El muchacho echó un vistazo a sus manos atadas. Había pasado de sentir un leve dolor a sentir un dolor fuerte y punzante en las muñecas y hombros, pero no hizo ni una mueca mientras la Inquisidora contemplaba uno de los cuchillos, al que llamaba Jophiel , y lo clavaba en las lustrosas tablas de madera del suelo a sus pies. Jace aguardó, pero no sucedió nada.
—¿Bum? —dijo finalmente—. ¿Se suponía que debía suceder algo?
—Cállate. —El tono de la Inquisidora era tajante—. Y quédate donde estás.
Jace se quedó quieto, observando con curiosidad creciente mientras ella se colocaba a su otro lado, nombraba a un segundo cuchillo Harahel , y procedía a clavarlo también en las tablas del suelo.
Con la tercera arma — Sandalphon — el muchacho comprendió lo que estaba haciendo la mujer. El primer cuchillo lo había clavado en el suelo justo al sur de él, el siguiente al este y el tercero al norte. La mujer señalaba los puntos cardinales. Se esforzó por recordar qué podía significar eso, pero no se le ocurrió nada. Era evidente que se trataba de algún ritual de la Clave que iba más allá de cualquier cosa que le hubiesen enseñado. Para cuando ella alargó la mano hacia el último cuchillo, Taharial , Jace tenía las palmas sudorosas, irritadas allí donde rozaban una con otra.
La Inquisidora se irguió, pareciendo sentirse complacida consigo misma.
—Ya está.
—¿El qué? —quiso saber él, pero ella alzó una mano.
—No del todo aún, Jonathan. Hay una cosa más.
Fue hacia el cuchillo situado más al sur y se arrodilló frente a él. Con un rápido movimiento, extrajo una estela y grabó una única runa oscura en el suelo justo debajo del cuchillo. Mientras se incorporaba, sonó un agudo y melodioso repique por toda la habitación, el tañido de una delicada campanilla, y brotó una luz de los cuatro cuchillos de ángel, tan cegadora que Jace apartó la cabeza, medio cerrando los ojos. Cuando la volvió otra vez, al cabo de un momento, vio que estaba de pie en el interior de una jaula cuyas paredes parecían tejidas con filamentos de luz. Éstos no eran estáticos, sino que se movían como cortinas de lluvia iluminada.
La Inquisidora era ahora una figura borrosa tras una pared refulgente. Cuando Jace la llamó, incluso la voz le sonó temblorosa y hueca, como si la llamara a través de agua.
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