Clary chilló cuando Luke la asió por los hombros y la empujó violentamente a un lado. La muchacha dio un traspié y estuvo a punto de caer; cuando se enderezó, volvió la cabeza y se encontró con un Luke estupefacto que sujetaba a un gato blanco que maullaba y se revolvía, con el pelo erizado. Parecía una bola de algodón con zarpas.
— ¡Yossarian! —exclamó Clary.
Luke soltó al gato. Inmediatamente, Yossarian salió corriendo por entre sus piernas y desapareció por el pasillo.
—Gato estúpido —masculló Clary.
—No es culpa suya. No gusto a los gatos.
Luke alargó la mano hacia el interruptor de la luz y lo pulsó. Clary lanzó un grito ahogado. La habitación estaba totalmente en orden, no había nada fuera de lugar, ni siquiera la alfombra estaba torcida. Incluso la colcha se hallaba pulcramente doblada sobre la cama.
—¿Es un glamour?
—Probablemente no. Probablemente tan sólo magia.
Luke se situó en el centro de la habitación, mirando alrededor pensativo. Al moverse para apartar una de las cortinas, Clary vio algo que relucía sobre la moqueta a sus pies.
—Luke, espera.
Fue hacia donde él estaba parado y se arrodilló para recoger el objeto. Era el móvil plateado de Simón, deformado y con la antena partida. Con el corazón martilleando, abrió la tapa. A pesar de la raja que atravesaba la pantalla, un único mensaje de texto seguía siendo visible: «Ahora los tengo a todos».
Clary se dejó caer sobre la cama aturdida. Vagamente, notó cómo Luke le arrancaba el teléfono de la mano, y le oyó inhalar con fuerza mientras leía el mensaje.
—¿Qué significa eso? ¿«Ahora los tengo a todos»? —preguntó Clary.
Luke dejó el teléfono de Simon sobre el escritorio y se pasó una mano por la cara.
—Me temo que significa que ahora tiene a Simon y, será mejor que nos enfrentemos a ello, también a Maia. Significa que tiene todo lo que necesita para el Ritual de Conversión.
Clary lo miró con asombro.
—¿Te refieres a que esto no tiene que ver simplemente con atacarme... y atacarte a ti?
—Estoy seguro de que Valentine considera eso un agradable efecto secundario. Pero no es su objetivo principal. Su objetivo principal es invertir las características de la Espada—Alma. Y para eso necesita...
—La sangre de niños subterráneos. Pero Maia y Simon no son niños. Son adolescentes.
—Cuando se creó ese hechizo, el hechizo para convertir la Espada—Alma en un objeto de las tinieblas, la palabra «adolescente» ni siquiera se había inventado. En la sociedad de los cazadores de sombras, eres un adulto cuando cumples los dieciocho. Antes de eso, eres un niño. Para las intenciones de Valentine, Maia y Simon son niños. Tiene ya la sangre de una niña hada y la de un niño brujo. Lo que le faltaba era la de un ser lobo y la de un vampiro.
Clary sintió como si le hubiesen arrancado el aire de un puñetazo.
—Entonces ¿por qué no hicimos nada? ¿Por qué no pensamos en protegerles de algún modo?
—Hasta el momento Valentine ha hecho lo más conveniente. Ninguna de sus víctimas fue elegida por otra razón que estar allí y disponibles. El brujo fue fácil de encontrar; todo lo que Valentine tenía que hacer era contratarle con el pretexto de que quería que invocara a un demonio. Es bastante sencillo localizar hadas en el parque si sabes dónde mirar. Y La Luna del Cazador es exactamente el lugar al que irías si quisieras encontrar a un hombre lobo. Pero correr este peligro extra y tomarse la molestia de ir contra nosotros cuando nada ha cambiado...
—Jace —exclamó Clary.
—¿Qué quieres decir, Jace? ¿Qué sucede con él?
—Creo que es de Jace de quien quiere desquitarse. Jace debió hacer algo anoche en el barco que cabreó a Valentine lo suficiente como para abandonar cualquier plan que tuviera antes y hacer uno nuevo.
Luke pareció desconcertado.
—¿Qué te hace pensar que el cambio de planes de Valentine tiene que ver con tu hermano?
—Porque —respondió ella con sombría certeza— únicamente Jace puede cabrear tanto a alguien.
—¡Isabelle! —Alec aporreó la puerta de su hermana—. Isabelle, abre la puerta. Sé que estás ahí dentro.
La puerta se abrió una rendija. Alec intentó mirar por ella, pero nadie parecía estar al otro lado.
—No quiere hablar contigo —dijo una voz conocida.
Alec bajó la mirada y vio unos ojos grises que le miraban desafiantes desde detrás de un par de gafas.
—Max —exclamó—. Vamos, hermanito, déjame entrar.
—Yo tampoco quiero hablar contigo.
Max empezó a empujar la puerta para cerrarla, pero Alec, veloz como un chasquido del látigo de Isabelle, metió el pie en la abertura.
—No me obligues a derribarte, Max.
—Ni te atrevas. —Max empujó con todas sus fuerzas.
—No, pero podría ir a buscar a nuestros padres, y tengo la sensación de que no es lo que Isabelle quiere. ¿Verdad, Izzy? —preguntó, alzando la voz lo bastante como para que su hermana, dentro de la habitación, lo oyera.
—¡Ah, por el amor de Dios! —exclamó Isabelle furiosa—. De acuerdo, Max. Déjale entrar.
Max se hizo a un lado y Alec entró dejando que la puerta quedara sin cerrar a su espalda. Isabelle estaba arrodillada en el alféizar de la ventana situada junto a la cama, con el látigo de oro enroscado alrededor del brazo izquierdo. Llevaba puesto el equipo de caza, los resistentes pantalones negros y la ceñida camiseta con el plateado dibujo de runas casi invisible. Las botas estaban abrochadas hasta las rodillas y los cabellos negros se agitaban bajo la brisa que penetraba por la ventana abierta. Lo miró iracunda, recordándole por un momento a Hugo , el cuervo negro de Hodge.
—¿Qué diablos haces? ¿Intentar matarte? —exigió él, atravesando furiosamente la habitación en dirección a su hermana.
El látigo culebreó violentamente, enroscándosele alrededor de los tobillos. Alec se detuvo en seco, sabiendo que con un único movimiento de muñeca Isabelle podía derribarle y hacerle caer sobre el parquet.
—No te acerques más a mí, Alexander Lightwood —exclamó ella en su voz más furiosa—. No me siento muy caritativa hacia ti en este momento.
—Isabelle...
—¿Cómo has podido arremeter contra Jace de ese modo? ¿Después de todo por lo que ha pasado? Además, hicimos el juramento de protegernos unos a otros.
—No —le recordó él—, si significaba quebrantar la Ley.
—¡La Ley! —soltó Isabelle, asqueada—. Existe una ley que está por encima de la Clave, Alec. La ley de la familia. Jace es tu familia.
—¿La ley de la familia? Jamás he oído hablar de eso —replicó Alec, irritado. Sabía que debería estar defendiéndose, pero era difícil no verse distraído por el sempiterno hábito de corregir a los hermanos pequeños cuando se equivocan—. ¿Quizá acabas de inventarla?
Isabelle hizo un veloz movimiento de muñeca. Alec sintió que los pies ya no le sostenían y se revolvió para absorber el impacto de la caída con manos y muñecas. Aterrizó, rodó sobre la espalda y al elevar la mirada vio a Isabelle alzándose amenazadora ante él. Max estaba junto a ella.
—¿Qué deberíamos hacer con él, Maxwell? —preguntó Isabelle—. ¿Dejarlo aquí atado para que nuestros padres lo encuentren?
Alec ya había tenido suficiente, extrajo a toda velocidad un cuchillo de la funda de la muñeca, se dobló y cortó el látigo que le rodeaba los tobillos. El alambre de electro se rompió con un chasquido, y él se incorporó de un salto, al mismo tiempo que Isabelle echaba el brazo hacia atrás, con el hilo metálico siseando a su alrededor.
Una risita queda rompió la tensión.
—Ya está bien, ya está bien, ya le has torturado suficiente. Estoy aquí.
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