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Cassandra Clare: Ciudad de cenizas

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Cassandra Clare Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre? En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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Simon fue el primero en apartarse y alargar la mano hacia el teléfono, que colgaba de la pared junto al especiero.

—Diga.

Su voz sonaba normal, pero el pecho le ascendía y descendía veloz. Le tendió el auricular a Clary.

—Es para ti.

Clary cogió el teléfono. Todavía notaba el martilleo del corazón en la garganta, como las alas en movimiento de un insecto atrapado bajo la piel.

«Es Luke, que llama del hospital. Algo le ha sucedido a mi madre.»

Tragó saliva.

—¿Luke? ¿Eres tú?

—No. Soy Isabelle.

—¿Isabelle?

Clary alzó los ojos y vio que Simon la observaba, apoyado en el fregadero. El rubor de las mejillas le había desaparecido.

—Por qué estás... quiero decir, ¿qué sucede?

Había un hipido en la voz de la otra muchacha, como si hubiese estado llorando.

—¿Está Jace ahí?

Clary incluso apartó el auricular para poder contemplarlo fijamente antes de volvérselo a colocar en la oreja.

—¿Jace? No. ¿Por qué tendría que estar aquí?

El susurro de Isabelle resonó por la línea telefónica igual que un jadeo.

—Se ha ido.

La luna del cazador

Maia nunca había confiado en los chicos guapos, motivo por el que odió a Jace Wayland la primera vez que puso los ojos en él.

Su hermano gemelo, Daniel, había nacido con la piel color miel y los enormes ojos oscuros de su madre, y había resultado ser la clase de persona que pega fuego a las alas de las mariposas para contemplar cómo arden y mueren mientras vuelan. También la había atormentado a ella, de modos pequeños y nimios al principio, pellizcándola allí donde los moretones no se verían, cambiando el champú de su botella por lejía. Ella había acudido a sus padres, pero no la habían creído. Nadie lo habría hecho, mirando a Daniel; habían confundido la belleza con la inocencia y la bondad. Cuando le rompió el brazo en noveno, ella huyó de casa, pero sus padres la llevaron de vuelta. En décimo, a Daniel lo atropello un conductor que lo mató en el acto y se dio a la fuga. Al lado de sus padres junto a la tumba, Maia se había sentido avergonzada por el abrumador alivio que sentía. Dios, se dijo, sin duda la castigaría por alegrarse de que su hermano hubiese muerto.

Al año siguiente, Él lo hizo. Maia conoció a Jordán. Cabello largo y oscuro, delgadas caderas en unos vaqueros desgastados, camisetas de rockero indie y pestañas como las de una chica. Jamás se le ocurrió que fuera a interesarse por ella; los de su tipo, por lo general, preferían a las chicas pálidas y flacuchas con gafas a la última, pero a él pareció gustarle su figura rellenita. Entre un beso y otro le dijo que era hermosa. Los primeros meses fueron como un sueño; los últimos como una pesadilla. Se volvió posesivo, dominante. Cuando se enojaba con ella, gruñía y le soltaba un guantazo en la mejilla con el dorso de la mano, dejándole una marca como si tuviera demasiado colorete. Cuando intentó romper con él, la empujó y la tiró al suelo en su propio patio delantero, antes de que ella corriera adentro y cerrara la puerta de un golpe.

Más tarde, hizo que la viera besando a otro chico, sólo para que quedara claro que todo había terminado entre ellos. Ya ni siquiera recordaba el nombre de aquel chico. Lo que sí recordaba era ir andando a casa aquella noche, con la lluvia cubriéndole los cabellos de delicadas gotitas, y el barro salpicándole las perneras de los pantalones, mientras atajaba por el parque cercano a su casa. Recordaba a la figura oscura que había salido como una exhalación de detrás del tiovivo de metal, el enorme y húmedo cuerpo del lobo derribándola sobre el barro, el salvaje dolor mientras aquellas mandíbulas se le cerraban sobre la garganta. Había chillado y forcejeado, con el sabor de su propia sangre en la boca, y el cerebro aullando: «Esto es imposible. Imposible». No había lobos en Nueva Jersey, no en su vecindario, no en el siglo XXI.

Los gritos hicieron que aparecieran luces en las casas cercanas, encendiéndose una tras otra igual que cerillas. El lobo la soltó, y de las fauces le colgaban hilos de sangre y carne desgarrada.

Veinticuatro puntos de sutura más tarde, Maia estaba de vuelta en su dormitorio rosa, con su madre revoloteando a su alrededor ansiosamente. El doctor de urgencias había dicho que el mordisco parecía el de un perro grande, pero Maia sabía bien lo que era. Antes de que el lobo se hubiera vuelto para huir, había oído a una ardiente y familiar voz que le susurraba al oído.

—Ahora eres mía. Siempre serás mía.

Nunca volvió a ver a Jordán; él y sus padres habían desmontado su piso y se habían mudado. Ninguno de sus amigos sabía o quiso admitir que sabía adonde se habían ido. Sólo se sorprendió a medias la siguiente luna llena, cuando empezaron los dolores: dolores desgarradores que le recorrieron las piernas de arriba abajo, obligándola a caer al suelo, y le doblaron la columna vertebral como un mago doblaría una cuchara. Cuando los dientes se le cayeron de golpe de las encías y tintinearon contra el suelo como canicas derramadas, se desmayó. O creyó que lo había hecho. Despertó a kilómetros de distancia de su casa, desnuda y cubierta de sangre, con la cicatriz del brazo palpitando como un corazón. Aquella noche saltó al tren que iba a Manhattan. No fue una decisión difícil. Si ya era bastante malo ser birracial en un vecindario conservador, a saber qué le harían a una mujer lobo.

No le resultó complicado encontrar una manada a la que unirse. Había varias de ellas sólo en Manhattan. Acabó con la manada del centro, los que dormían en la vieja comisaría de Chinatown.

Los líderes de las manadas podían cambiar. Primero había sido Kito, luego Véronique, luego Gabriel y ahora Luke. Le había gustado mucho Gabriel, pero Luke era mejor. Tenía un aspecto que inspiraba confianza y unos afectuosos ojos azules; tampoco era demasiado apuesto, así que no le disgustó ya de entrada. Maia se sentía muy a gusto allí con la manada, durmiendo en la vieja comisaría y jugando a cartas, comiendo comida china las noches que la luna no estaba llena y cazando por el parque cuando sí lo estaba, y luego bebiendo, para eliminar la resaca del Cambio, en La Luna del Cazador, uno de los mejores bares clandestinos para hombres lobo. Había cerveza a raudales, y nadie te pedía nunca el carnet para ver si tenías menos de veintiún años. Ser un licántropo te hacía crecer de prisa, y mientras te salieran pelos y colmillos una vez al mes, no había inconveniente para que bebieras en La Luna, tuvieras la edad que tuvieras en años mundanos.

Últimamente, ya apenas pensaba en su familia, pero cuando el chico rubio del abrigo largo negro entró todo digno en el bar, Maia se quedó rígida. No se parecía a Daniel, no exactamente; Daniel había tenido cabellos oscuros que se le enroscaban cerca del cogote, y la piel color miel; en cambio este chico era todo blanco y dorado. Pero tenían la misma clase de cuerpo, delgado; el mismo modo de andar, como una pantera en busca de presa, y la misma total seguridad en la propia atracción. Apretó la mano convulsivamente alrededor de la copa y tuvo que recordarse: «Está muerto. Daniel está muerto».

Tras la llegada del muchacho, un torrente de murmullos recorrió rápidamente el bar, como la espuma de una ola salpicando desde la popa de un barco. El muchacho hizo como si no notara nada, arrastró hacia sí un taburete de la barra con un pie calzado con una bota y se acomodó en él con los codos sobre la barra. En el silencio que siguió a los murmullos, Maia le oyó pedir malta sin mezclar y le vio engullir la mitad de la copa con un diestro movimiento de muñeca. El licor tenía el mismo color dorado oscuro de su pelo. Cuando alzó la mano para dejar el vaso sobre la barra, Maia vio las gruesas Marcas negras enroscadas de las muñecas y el dorso de las manos.

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