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Cassandra Clare: Ciudad de cenizas

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Cassandra Clare Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre? En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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—Me encanta que las telarañas estén hechas de goma —comentó Clary, intentando quitarle importancia—. Se ve claramente.

Pero Simon ya se había puesto en pie, dejando caer el mando sobre la cama.

—Vuelvo en seguida —musitó.

Tenía el rostro del color del cielo invernal justo antes de llover. Clary le contempló marchar, mordiéndose el labio con fuerza; era la primera vez desde que su madre estaba en el hospital que reparaba en que quizá Simon tampoco se sentía demasiado feliz.

Mientras se secaba el cabello con una toalla, Jace contempló su reflejo en el espejo con una mueca burlona. Una runa curativa se había ocupado de las peores magulladuras, pero no había servido de nada para las sombras que tenía bajo los ojos ni para las tensas líneas de las comisuras de los labios. Le dolía la cabeza y se sentía ligeramente mareado. Sabía que debería haber comido algo esa mañana, pero se había despertado con náuseas y jadeando por culpa de las pesadillas, sin querer parar para comer, deseando tan sólo la liberación de la actividad física, quemar sus sueños con cardenales y sudor.

Arrojó la toalla a un lado y pensó con nostalgia en el dulce té negro que Hodge solía preparar con las flores que se abrían de noche en el invernadero. Ese té le eliminaba las punzadas del hambre y le proporcionaba una rápida oleada de energía. Desde la muerte de Hodge, Jace había intentado hervir las hojas de las plantas en agua, para ver si podía obtener el mismo efecto, pero el único resultado fue un líquido amargo con regusto a ceniza que le provocó arcadas.

Descalzo, entró silenciosamente en el dormitorio y se puso unos vaqueros y una camiseta limpia. Se echó hacia atrás los húmedos cabellos rubios, frunciendo el ceño. Los llevaba demasiado largos y le caían sobre los ojos; algo sobre lo que seguro que Maryse le regañaría. Siempre lo hacía. Tal vez no fuera el hijo biológico de los Lightwood, pero lo trataban como uno desde que lo habían adoptado a los diez años, tras la muerte de su propio padre. La «supuesta» muerte, se recordó Jace, mientras aquella sensación de vacío en las tripas resurgía otra vez. Durante los últimos días, se había sentido como una calabaza ahuecada de Halloween, como si le hubiesen arrancado las tripas con un tenedor y las hubieran arrojado a la basura mientras seguía con una amplia sonrisa fija en su rostro. A menudo se preguntaba si algo de lo que había creído sobre su vida, o sobre sí mismo, habría sido alguna vez verdad. Había pensado que era huérfano: no lo era. Había pensado que era hijo único: tenía una hermana.

Clary. El dolor regresó, más fuerte. Lo reprimió. Sus ojos fueron a posarse en el pedazo de espejo roto que descansaba sobre el tocador, reflejando aún ramas verdes y un diamante de cielo azul. Ahora era casi el crepúsculo en Idris: el cielo estaba oscuro como el cobalto. Atragantándose con la sensación de vacío, se calzó violentamente las botas y se marchó escalera abajo hacia la biblioteca.

Mientras descendía con un repiqueteo de tacones por los peldaños de piedra, se preguntó qué era exactamente lo que Maryse querría decirle a solas. Le había mirado como si quisiera armarse de valor y abofetearle. Ni recordaba la última vez que ella le había puesto la mano encima. Los Lightwood no eran partidarios del castigo corporal; todo un cambio a ser educado por Valentine, que había ideado toda clase de castigos dolorosos para fomentar la obediencia. La piel de cazador de sombras de Jace siempre se había curado, cubriéndolo todo excepto las peores señales. En los días y semanas que siguieron a la muerte de su padre, Jace recordaba haberse registrado el cuerpo en busca de cicatrices, de alguna marca que fuera un recuerdo, un recordatorio que lo atara físicamente a la memoria de su padre.

Llegó a la biblioteca y llamó una vez antes de empujar la puerta para abrirla. Maryse estaba allí, sentada en el viejo sillón de Hodge junto al fuego. La luz penetraba a raudales a través de las ventanas altas, y Jace pudo verle algunas canas en el pelo. Sostenía un vaso de vino tinto, y había una licorera de cristal tallado sobre la mesa, a su lado.

—Maryse —dijo Jace.

Ella se sobresaltó un poco, derramando algo de vino.

—Jace. No te oí entrar.

Él no se movió.

—¿Recuerdas aquella canción que les cantabas a Isabelle y a Alec... cuando eran pequeños y tenían miedo de la oscuridad, para que se durmieran?

Maryse pareció desconcertada.

—¿De qué estás hablando?

—Solía escucharte a través de las paredes —contestó él—. El dormitorio de Alec estaba junto al mío.

Ella no dijo nada.

—Era en francés —siguió Jace—. La canción.

—No sé por qué recuerdas algo así. —Le miró como si le acusara de algo.

—A mí nunca me la cantaste.

Hubo una pausa apenas perceptible.

—Ah, tú —dijo Maryse luego—. Tú nunca tuviste miedo a la oscuridad.

—¿Qué clase de niño de diez años no le tiene nunca miedo a la oscuridad?

La mujer enarcó las cejas.

—Siéntate, Jonathan —le ordenó—. Ahora.

Justo lo bastante despacio como para irritarla, Jace cruzó la habitación y se dejó caer en uno de los sillones orejeros que había junto al escritorio.

—Preferiría que no me llamaras Jonathan.

—¿Por qué no? Es tu nombre. —Maryse le contempló pensativa—. ¿Cuánto hace que lo sabes?

—¿Saber qué?

—No seas estúpido. Sabes exactamente lo que te estoy preguntando. —Hizo girar el vaso en los dedos—. ¿Cuánto hace que sabes que Valentine es tu padre?

Jace consideró y desechó varias respuestas. Por lo general, con Maryse podía salirse con la suya haciéndola reír. Él era una de las únicas personas en el mundo que podían hacerla reír.

—Más o menos el mismo que tú.

Maryse negó lentamente con la cabeza.

—No me lo creo.

Jace se irguió muy tieso en su asiento. Tenía los puños apretados allí donde descansaban sobre los brazos del sillón. Pudo verse un leve temblor en los dedos y se preguntó si lo había tenido alguna vez antes. No lo creía. Sus manos siempre habían sido tan firmes como el latido de su corazón.

—¿No me crees?

Oyó la incredulidad de su propia voz y se estremeció por dentro. Desde luego que ella no le creía. Eso había sido evidente desde el momento en que había llegado a casa.

—No tiene sentido, Jace. ¿Cómo podías no saber quién era tu padre?

—Me dijo que era Michael Wayland. Vivíamos en la casa de campo de los Wayland...

—Un buen detalle ése —dijo Maryse—. ¿Y tu nombre? ¿Cuál es tu auténtico nombre?

—Tú sabes mi auténtico nombre.

—Jonathan Christopher. Sabía que ése era el nombre del hijo de Valentine. Sabía que Michael tenía un hijo que también se llamaba Jonathan. Es un nombre muy común entre los cazadores de sombras... y jamás me extrañó que lo compartieran, y en cuanto al segundo nombre del hijo de Michael, nunca se lo pregunté. Pero ahora no puedo evitar preguntármelo. ¿Cuál era el auténtico segundo nombre del hijo de Michael Wayland? ¿Cuánto tiempo había estado planeando Valentine lo que iba a hacer? ¿Desde cuándo sabía que iba a asesinar a Jonathan Wayland...? —Se interrumpió con los ojos clavados en Jace—. Jamás te pareciste a Michael, ¿sabes? —siguió—. Pero a veces los hijos no se parecen a sus padres. Nunca lo pensé antes. Pero ahora puedo ver a Valentine en ti. El modo en que me miras. Ese desafío. No te importa lo que diga, ¿verdad?

Pero sí le importaba. Lo que sí hacía muy bien era asegurarse de que ella no se diera cuenta.

—¿Y habría alguna diferencia si me importara?

Maryse dejó el vaso sobre la mesa. Estaba vacío.

—Y respondes a las preguntas con más preguntas para confundirme, como siempre hacía Valentine. Quizá debería haberlo sabido.

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