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Cassandra Clare: Ciudad de cenizas

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Cassandra Clare Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre? En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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Agramon se volvió, un pilar negro con mortíferos ojos diamantinos. Estudió al hombre del traje caro, su rostro estrecho e indiferente, las marcas negras que le cubrían la piel y el objeto refulgente que tenía en la mano.

—¿Tú has pagado a este niño brujo para que me invocara? ¿Y no le dijiste lo que yo soy capaz de hacer?

—Bingo —contestó el hombre.

—Eso fue muy inteligente —repuso Agramon con reticente admiración.

El hombre dio un paso hacia el demonio.

—Muy inteligente. Y ahora también soy tu amo. Sostengo la Copa Mortal. Debes obedecerme o enfrentarte a las consecuencias.

El demonio permaneció callado un momento. Luego se deslizó al suelo en una pantomima de homenaje; lo más parecido a una postura arrodillada que podía adoptar una criatura sin un cuerpo real.

—Estoy a tu servicio, ¿mi señor...?

La frase finalizó, educadamente, en una pregunta.

El hombre sonrió.

—Puedes llamarme Valentine.

Una temporada en el infierno

Creo que estoy en el infierno, por lo tanto lo estoy.

Arthur Rimbaud

La flecha de Valentine

—¿Sigues estando furioso?

Alec, recostado en la pared del ascensor, lanzó una mirada iracunda a Jace.

—No estoy furioso.

—Ah, sí lo estás.

Jace hizo un gesto acusador a su hermanastro, luego dio un grito de dolor al sentir una fuerte punzada en el brazo.

Tenía todo el cuerpo dolorido por los violentos golpes que había recibido aquella tarde al caer tres pisos a través de unos suelos de madera podrida y aterrizar sobre un montón de chatarra. Hasta tenía los dedos magullados. Alec, que hacía muy poco que había dejado las muletas que había tenido que usar tras la pelea con Abbadon, tenía un aspecto comparable a lo mal que se sentía Jace. Su ropa estaba cubierta de barro y los cabellos le colgaban en mechones lacios y sudorosos. Un largo corte le descendía por el borde de la mejilla.

—No lo estoy —insistió Alec, apretando los dientes—. Sólo porque tu dijeras que los demonios dragones estaban extintos...

—Dije que estaban extintos en su mayoría.

Alec le señaló con el dedo.

—Extintos en su mayoría —replicó con la voz temblándole de ira— es no lo bastante extintos.

—Entiendo —repuso Jace—, pues haré que cambien lo que pone en el libro de texto de demonología, de «casi extintos» a «no lo bastante extintos para Alec. Él prefiere a sus monstruos realmente, realmente extintos». ¿Contento?

—Chicos, chicos —intervino Isabelle, que había estado examinándose el rostro en la pared de espejo del ascensor—. No os peleéis. —Se apartó del espejo con una sonrisa radiante—. Muy bien, hubo un poco más de acción de la que nos esperábamos, pero a mí me ha parecido divertido.

Alec la miró y meneó la cabeza.

—¿Cómo te las arreglas para no mancharte nunca de barro?

Isabelle se encogió de hombros con un gesto filosófico.

—Soy pura de corazón. Repele la mugre.

Jace lanzó tal risotada que ella lo miró con cara de pocos amigos. El agitó los dedos cubiertos de barro en su dirección. Las uñas eran medias lunas negras.

—Mugrienta por dentro y por fuera.

Isabelle estaba a punto de replicar cuando el ascensor se detuvo con un chirrido de frenos.

—Ya es hora de hacer que arreglen esto —comentó mientras abría violentamente la puerta.

Jace salió tras ella al vestíbulo, con ganas ya de desprenderse de la armadura y las armas y darse una ducha caliente. Había convencido a sus hermanastros para que salieran de caza con él, a pesar de que ninguno de ellos se sentía totalmente a gusto saliendo solo ahora que Hodge ya no estaba allí para darles instrucciones. Pero Jace había deseado la inconsciencia de la lucha, la dura diversión de matar y la distracción de las heridas. Ellos le habían acompañado, arrastrándose por mugrientos túneles de metro abandonados hasta que encontraron al demonio dragonidae y lo mataron. Los tres trabajando juntos en perfecta sincronía, como siempre lo habían hecho.

Jace se bajó la cremallera de la cazadora, se la sacó y la colgó de uno de los ganchos de la pared. Alec se había sentado en un banco bajo de madera junto a él, y estaba quitándose las botas cubiertas de barro mientras tarareaba desafinando por lo bajo para hacer saber a Jace que en realidad no estaba tan molesto. Isabelle se quitaba las horquillas de la larga melena oscura, dejándola caer.

—Estoy hambrienta —dijo—. Ojalá mamá estuviera aquí para cocinarnos algo.

—Es mejor que no esté —repuso Jace mientras se desabrochaba el cinturón de las armas—. Ya nos estaría chillando por cómo hemos dejado de sucias las alfombras.

—En eso tienes razón —dijo una voz fría. Jace se volvió en redondo, con las manos aún en el cinturón, y vio a Maryse Lightwood en la entrada con los brazos cruzados.

Maryse llevaba un adusto traje negro de viaje, y los cabellos, negros como los de Isabelle, estaban recogidos en una gruesa cola que le colgaba hasta la mitad de la espalda. Sus ojos, de un azul glacial, pasaron raudos sobre los tres jóvenes como un reflector de rastreo.

—¡Mamá!

Isabelle, recuperando la compostura, corrió hacia su madre para abrazarla. Alec se puso en pie y se unió a ellas, intentado ocultar su cojera.

Jace permaneció donde estaba. Algo en los ojos de Maryse lo había dejado paralizado cuando su mirada había pasado sobre él. Lo que había dicho no era tan malo, ¿no? Siempre bromeaban sobre su obsesión por las alfombras antiguas...

—¿Dónde está papá? —preguntó Isabelle, apartándose de su madre—. ¿Y Max?

Se produjo una pausa casi imperceptible.

—Max está en su habitación —contestó finalmente Maryse—. Y vuestro padre, por desgracia, sigue en Alacante. Había cierto asunto allí que requería su atención.

Alec, por lo general más sensible a los estados de ánimo que su hermana, pareció vacilar.

—¿Todo bien?

—Yo sí que podría preguntarte eso. —El tono de su madre era seco—. ¿Cojeas?

—Bueno...

Alec mentía fatal, así que Isabelle acudió en su rescate, sin alterarse.

—Hemos tenido un pequeño roce con un demonio dragonidae en los túneles del metro. Pero no ha sido nada.

—¿Y supongo que el Demonio Mayor con el que os enfrentasteis la semana pasada tampoco fue nada?

Incluso Isabelle calló ante aquello. Miró a Jace, quien deseó que no lo hubiese hecho.

—Eso no estaba planeado —contestó éste.

Jace estaba teniendo problemas para concentrarse. Maryse no le había saludado aún, no le había dicho ni hola siquiera, pero seguía mirándole con ojos que eran como dagas azules. Empezó a notar una sensación de vacío en la boca del estómago, que se iba intensificando. Ella jamás le había mirado de ese modo antes, hubiese hecho lo que hubiese hecho.

—Fue un error...

—¡Jace!

Max, el más joven de los Lightwood, se coló por el lado de Maryse y entró como una exhalación en la sala, esquivando la mano de su madre, que intentaba agarrarle.

—¡Has vuelto! Todos habéis vuelto. —Giró sobre sí mismo, sonriendo triunfal a Alec y a Isabelle—. Me había parecido oír el ascensor.

—Y a mí me parece que te dije que te quedaras en tu habitación —replicó Maryse.

—No lo recuerdo —respondió Max, con una seriedad que hizo sonreír incluso a Alec.

Max era pequeño para su edad —parecía tener unos siete años—, pero poseía una reservada circunspección que, combinada con sus gafas descomunales, le proporcionaba el aire de alguien mayor. Alec le alborotó los cabellos, pero Max seguía mirando a Jace con ojos brillantes. Jace sintió que el frío puño que le estrujaba el estómago se relajaba un poco. Max siempre le había idolatrado como no lo hacía con Alec, probablemente porque Jace era muchísimo más tolerante con la presencia del pequeño.

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