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Cassandra Clare: Ciudad de cenizas

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Cassandra Clare Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre? En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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—He oído que peleaste con un Demonio Mayor —dijo Max—. ¿Fue formidable?

—Fue... diferente —respondió Jace evasivo—. ¿Qué tal Alacante?

—Eso sí que fue formidable. Vimos las cosas más fabulosas. Tienen un arsenal enorme, y me llevaron a algunos de los lugares donde fabrican las armas. También me enseñaron un modo nuevo de fabricar cuchillos serafín, para que duren más, y voy a intentar conseguir que Hodge me enseñe...

Jace no pudo evitarlo; los ojos se le fueron al instante hacia Maryse, con una expresión incrédula. ¿Así que Max no sabía lo de Hodge? ¿No se lo habían contado?

Maryse vio su expresión, y los labios se le afinaron en una línea delgada como un cuchillo.

—Ya es suficiente, Max —ordenó, y agarró a su hijo menor del brazo.

Éste echó la cabeza hacia atrás para mirarla sorprendido.

—Pero estoy hablando con Jace...

—Ya lo veo. —Le empujó con suavidad hacia Isabelle—. Isabelle, Alec, llevad a vuestro hermano a su habitación. Jace —había tensión en la voz de Maryse cuando pronunció su nombre, como si un ácido invisible secara las sílabas en su garganta—, limpiare y reúnete conmigo en la biblioteca tan pronto como puedas.

—No lo entiendo —intervino Alec, pasando la mirada entre su madre y Jace—. ¿Qué es lo que sucede?

Jace podía notar que un sudor frío empezaba a correrle por la columna vertebral.

—¿Tiene esto que ver con mi padre? —preguntó.

Maryse se estremeció dos veces, como si las palabras «mi padre» hubiesen sido dos bofetones separados.

—La biblioteca —dijo con los dientes apretados—. Discutiremos el asunto allí.

—Lo que ha pasado mientras no estabais no ha sido culpa de Jace —intervino Alec—. Todos estuvimos metidos en ello. Y Hodge dijo...

—También hablaremos sobre Hodge más tarde.

Los ojos de Maryse estaban puestos en Max, y el tono de su voz era de advertencia.

—Pero, madre —protestó Isabelle—, si vas a castigar a Jace, deberías castigarnos a nosotros también. Sería lo justo. Todos hemos hecho exactamente lo mismo.

—No —repuso Maryse tras una pausa tan larga que Jace pensó que tal vez no iba a decir nada en absoluto—. No lo habéis hecho.

—Regla número uno del anime —dijo Simón. Estaba sentado recostado sobre un montón de almohadones al pie de la cama, con una bolsa de patatas fritas en una mano y el control remoto del televisor en la otra. Llevaba una camiseta negra en la que ponía I Blogged Your Mom y unos vaqueros con un agujero en una rodilla—. Nunca fastidies a un monje ciego.

—Lo sé —respondió Clary tomando una patata frita y remojándola en el bol de salsa que se mantenía en equilibrio sobre la mesilla situada entre ambos—. Por algún motivo siempre son luchadores mucho mejores que los monjes que pueden ver. —Miró detenidamente la pantalla—. ¿Están bailando esos tipos?

—Eso no es bailar. Están intentando matarse el uno al otro. Éste es el tipo que es el enemigo mortal del otro tipo, ¿recuerdas? Él mató a su padre. ¿Por qué tendrían que estar bailando?

Clary masticó la patata y contempló meditabunda la pantalla, en la que unos remolinos de nubes rosas y amarillas ondulaban entre las figuras de dos hombres alados, que flotaban el uno alrededor del otro, aferrando cada uno una lanza refulgente. De vez en cuando, uno de ellos hablaba, pero como estaba todo en japonés con subtítulos en chino, no quedaba demasiado claro.

—El tipo del sombrero —inquirió ella—. ¿Era el malo?

—No, el del sombrero era el padre. Era el emperador mágico, y aquél era su sombrero de poder. El malo era el de la mano mecánica que habla.

Sonó el teléfono. Simon dejó la bolsa de patatas y fue a levantarse para contestar. Clary le puso una mano en la muñeca.

—No. Deja que suene.

—Pero podría ser Luke. Podría estar llamando desde el hospital.

—No es Luke —afirmó Clary, con mayor seguridad de la que sentía—. Él llamaría a mi móvil, no a tu casa.

Simon la miró durante un largo rato antes de volver a dejarse caer en la alfombra junto a ella.

—Si tú lo dices.

Ella percibió la duda en su voz, pero también el compromiso no pronunciado: «Sólo quiero que seas feliz». No estaba segura de que «feliz» fuese precisamente como podría sentirse en esos momentos, con su madre en el hospital enganchada a tubos y máquinas que pitaban, y con Luke como un zombi, desplomado en la silla de plástico rígido junto a su cama. Tampoco preocupándose como se preocupaba todo el tiempo por Jace, ni cogiendo el teléfono una docena de veces para llamar al Instituto antes de volver a colgar el auricular, sin marcar el número. Si Jace quería hablar con ella, podía llamarla él.

Quizá había sido un error llevarle a ver a Jocelyn. Había estado tan segura de que si su madre podía oír la voz de su hijo, de su primogénito, se despertaría. Pero no lo había hecho. Jace había permanecido rígido e incómodo junto a la cama, con el rostro como el de un ángel pintado, y los ojos vacuos e indiferentes. Finalmente, Clary había perdido la paciencia y le había gritado, y él le había respondido también con gritos antes de irse hecho una furia. Luke le había contemplado marcharse con una especie de interés clínico en su exhausto rostro.

—Es la primera vez que os he visto actuar como hermano y hermana —había comentado.

Clary no había contestado. De nada hubiera servido decirle lo mucho que deseaba que Jace no fuese su hermano. No podía arrancarse su propio ADN por mucho que deseara hacerlo. Por mucho que eso fuera a hacerla feliz.

Pero incluso si no podía controlar lo de ser feliz, se dijo, al menos allí, en casa de Simón, en su dormitorio, se sentía cómoda y a gusto. Le conocía el tiempo suficiente como para recordar que tuvo una cama en forma de camión de bomberos y LEGO amontonados en un rincón de la habitación. En la actualidad, la cama era un futón con un edredón acolchado de brillantes listas de colores, que le había regalado su hermana, y las paredes estaban empapeladas con pósters de grupos como Rock Solid Panda y Stepping Razor. Había una batería metida en el rincón donde habían estado los LEGO y un ordenador en la otra esquina, la pantalla congelada aún con una imagen de World of Craft. Le resultaba casi tan familiar como estar en su propio dormitorio en su casa... que ya no existía, así que al menos esto era lo mejor que le quedaba.

—Más chibis —indicó Simon con pesimismo.

Todos los personajes de la pantalla se habían convertido en versiones infantiles de dos centímetros y medio de sí mismos, y se perseguían unos a otros agitando cacerolas y sartenes.

—Voy a cambiar el canal —anunció Simón, cogiendo el mando—. Estoy harto de este anime. No tengo ni idea de cuál es el argumento y nunca se acuesta nadie con nadie.

—Por supuesto que no lo hacen —dijo Clary mientras cogía otra patata frita—. El anime es una diversión familiar sana.

—Si estás de humor para una diversión menos sana, podríamos probar los canales porno —comentó Simón—. ¿Prefieres ver Las brujas del pecho ardiente o Acostándome con Dianne?

—¡Dame eso!

Clary intentó agarrar el mando, pero Simón, riendo entre dientes, ya había cambiado a otro canal.

Las carcajadas se interrumpieron bruscamente. Clary alzó los ojos sorprendida y le vio contemplando el televisor con mirada vacante. Daban una vieja película en blanco y negro: Drácula. Ella ya la había visto, con su madre. Bela Lugosi, delgado y pálido, aparecía en la pantalla envuelto en la familiar capa de cuello alzado, los labios abiertos en una mueca que dejaba ver sus afilados colmillos.

—Nunca bebo... vino —salmodió con su fuerte acento búlgaro.

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