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Cassandra Clare: Ciudad de cenizas

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Cassandra Clare Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre? En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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—Quizá nada. Soy exactamente la misma persona que he sido durante los últimos siete años. Nada ha cambiado en mí. Si no te recordé a Valentine entonces, no veo por qué debería recordártelo ahora.

Maryse apartó la mirada de él como si no soportara mirarle directamente.

—Pero sin duda, cuando hablábamos sobre Michael, tenías que saber que no podíamos estar refiriéndonos a tu padre. Las cosas que decíamos sobre él jamás podrían haberse dicho de Valentine.

—Decíais que era un buen hombre. —La cólera se retorció en su interior—. Un cazador de sombras valiente. Un padre amante. Me parecía bastante exacto.

—¿Qué hay de las fotografías? Debes de haber visto fotografías de Michael Wayland y comprendido que no era el hombre al que llamabas padre. —Se mordió el labio—. Ayúdame con esto, Jace.

—Todas las fotografías se destruyeron en el Levantamiento. Eso es lo que vosotros me dijisteis. Ahora me pregunto si no sería porque Valentine las hizo quemar para que nadie supiese quién estaba en el Círculo. Jamás he tenido una fotografía de mi padre —respondió Jace, y se preguntó si sonaría tan resentido como se sentía.

Maryse se llevó una mano a la sien y se la masajeó como si le doliera la cabeza.

—No puedo creer esto —dijo como para sí—. Es de locos.

—Entonces no lo creas. Créeme a mí —replicó Jace, y sintió que el temblor de las manos le aumentaba.

Ella dejó caer la mano.

—¿No piensas que quiero hacerlo? —inquirió, y por un momento él oyó en su voz el eco de la Maryse que había entrado en su dormitorio una noche cuando él tenía diez años y tenía la vista fija en el techo sin una lágrima, pensando en su padre..., y que se había sentado junto a su cama hasta que él se había dormido, justo antes del amanecer.

—Yo no lo sabía —repitió Jace—. Y cuando me pidió que regresara con él a Idris, dije no. ¿Es que no cuenta eso?

Ella volvió la cabeza para mirar otra vez la licorera, como si pensara en tomar otra copa luego pareció desechar la idea.

—Ojalá lo hiciera —dijo—. Pero existen tantas razones por las que tu padre podría querer que permanecieras en el Instituto... En lo que respecta a Valentine, no puedo permitirme confiar en nadie que haya estado bajo su influencia.

—También tú estuviste bajo su influencia —replicó Jace, y lo lamentó al instante al ver la expresión que apareció por un momento en el rostro de Maryse.

—Yo le repudié —dijo ella—. ¿Lo has hecho tú? ¿Podrías hacerlo? —Sus ojos azules eran del mismo color que los de Alec, pero Alec jamás le había mirado así—. Dime que le odias, Jace. Dime que odias a ese hombre y a todo lo que representa.

Transcurrió un instante, y otro, y Jace, bajando la vista, vio que tenía los puños tan apretados que los nudillos se le destacaban, blancos y duros como las espinas en la columna vertebral de un pez.

—No puedo.

Maryse aspiró profundamente.

—¿Por qué no?

—¿Por qué no puedes decir tú que confías en mí? He vivido contigo casi la mitad de mi vida. Deberías conocerme bien.

—Suenas tan sincero, Jonathan. Siempre lo has hecho, incluso cuando eras una criatura que intentaba cargarle las culpas a Isabelle o a Alec por algo que había hecho mal. Sólo he conocido a una persona en mi vida que pudiera resultar tan persuasiva como tú.

Jace sintió un sabor a cobre en la boca.

—Te refieres a mi padre.

—Para tu padre únicamente existían dos clases de personas en el mundo —continuó ella—: las que estaban a favor del Círculo y las que estaban en su contra. Las segundas eran enemigas, y las primeras, armas de su arsenal. Le vi intentar convertir a cada uno de sus amigos, incluso a su propia esposa, en un arma para la Causa, ¿y quieres hacerme creer que no habría hecho lo mismo con su propio hijo? —Negó con la cabeza—. Lo conocí muy bien. —Por primera vez, Maryse le miró con más tristeza que ira—. Eres una flecha disparada directamente al corazón de la Clave, Jace. Eres la flecha de Valentine. Tanto si lo sabes como si no.

Clary cerró la puerta del dormitorio en el que atronaba el televisor y fue en busca de Simón. Lo encontró en la cocina, inclinado sobre el fregadero y con el agua corriendo. Tenía las manos apoyadas en el escurridero.

—¿Simón?

La cocina era de un amarillo brillante y alegre, con las paredes decoradas con dibujos enmarcados en tiza y lápiz que Simon y Rebecca habían hecho en la escuela primaria. Rebecca tenía cierto talento para el dibujo, se podía ver, pero en los dibujos de Simon las personas parecían parquímetros con mechones de pelo.

Él no alzó la vista, aunque ella se dio cuenta, por el modo en que se le tensaban los músculos de los hombros, de que la había oído. Se acercó al fregadero y le puso una mano suavemente sobre la espalda. A través de la camiseta de fino algodón notó los marcados nudos de la columna vertebral y se preguntó si habría perdido peso. No podía saberlo mirándole, pues mirar a Simon era como mirar en un espejo; cuando se veía a alguien todos los días, no siempre se podían notar los pequeños cambios en el aspecto exterior.

—¿Estás bien?

Él cerró el grifo con un violento movimiento de muñeca.

—Claro. Estoy perfectamente.

Clary le puso un dedo en el lado de la barbilla y le hizo volver el rostro hacia ella. Sudaba, y los oscuros cabellos que le descansaban sobre la frente se le pegaban a la piel, a pesar de que el aire que entraba por la ventana medio abierta de la cocina era fresco.

—No tienes buen aspecto. ¿Ha sido la película?

Él no contestó.

—Lo siento. No debería haberme reído, es sólo...

—¿No recuerdas? —La voz de Simon sonó ronca.

—Yo... —Clary dejó que su voz se apagara.

Al rememorarla, aquella noche parecía como una larga nebulosa de carreras, de sangre y sudor, de sombras atisbadas en entradas, de caer por el espacio. Recordó los rostros blancos de los vampiros, como recortables de papel contrastando con la oscuridad, y recordó a Jace sujetándola, gritándole con voz ronca al oído.

—No mucho. Es algo borroso.

La mirada de Simon se apartó veloz de ella y luego regresó.

—¿Te parezco distinto? —preguntó.

Clary alzó los ojos hacia él. Los de Simon eran del color del café solo: no realmente negros, sino de un marrón cálido e intenso sin una traza de gris o avellana. ¿Parecía distinto? Quizá hubiera un toque extra de seguridad en su porte desde el día en que había matado a Abbadon, el Demonio Mayor; pero también tenía cierto aire de cautela, como si esperara o estuviera pendiente de algo. Había notado lo mismo en Jace. Quizá sólo fuera la conciencia de la mortalidad.

—Sigues siendo Simón.

Él entrecerró los ojos como si se sintiera aliviado, y cuando las pestañas descendieron, ella vio lo angulosos que se le veían los pómulos. Sí que había perdido peso, se dijo, y estaba a punto de mencionarlo cuando él se inclinó y la besó.

Le sorprendió tanto el contacto de la boca de Simon en la suya que se quedó rígida, agarrándose al borde de la escurridera para sostenerse. Lo que no hizo, de todos modos, fue apartarle, y Simón, tomando aquello como una muestra de ánimo, le deslizó la mano tras la cabeza e intensificó el beso, separándole los labios con los suyos. La boca del muchacho era suave, más suave de lo que había sido la de Jace, y la mano que le sujetaba el cuello era cálida y tierna. Sabía a sal.

Clary dejó que los ojos se le cerraran y, por un momento, flotó aturdidamente en la oscuridad y el calor, sintiendo cómo los dedos de Simon se movían por sus cabellos. Cuando el estridente timbre del teléfono se abrió paso a través de la neblina que la envolvía, Clary dio un salto atrás como si él la hubiese apartado de un empujón. Se miraron fijamente el uno al otro durante un instante, en turbulenta confusión, como dos personas que de improviso se encuentran transportadas a un paisaje desconocido en el que nada resulta familiar.

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