—Ésa es la chica lobo, Maia. —Simon sonó atónito—. ¿Qué ha pasado?
—No lo sé —respondió Clary, agarrando su estela de lo alto de una estantería.
Descendieron los peldaños con un golpeteo de tacones y corrieron hacia las sombras donde Luke estaba agachado, con las manos en los hombros de Maia, alzándola y recostándola con suavidad contra el costado del porche. De cerca, Clary pudo ver que la muchacha tenía la parte frontal de la camiseta desgarrada y un profundo tajo en el hombro, que rezumaba sangre lentamente al compás de los latidos del corazón.
Simon se detuvo en seco. Clary, chocando casi con él, lanzó una ahogada exclamación de sorpresa y le dirigió una mirada furiosa antes de comprender. Era la sangre. Él le tenía miedo, temía mirarla.
—Está bien —informó Luke, mientras la cabeza de Maia se balanceaba y ésta gemía.
Luke la abofeteó levemente en la mejilla, y los ojos de la joven se abrieron con un aleteo.
—Maia. Maia, ¿me oyes?
Ella pestañeó y asintió aturdida.
—¿Luke? —musitó—. ¿Qué ha pasado? —Hizo una mueca de dolor—. El hombro...
—Vamos. Será mejor que te lleve adentro.
Luke la alzó en brazos, y Clary recordó que ella siempre había pensado que era sorprendentemente fuerte para ser alguien que trabajaba en una librería, aunque lo había achacado a todas aquellas cajas pesadas que tenía que acarrear de un lado a otro. Ahora sabía el auténtico motivo.
—Clary, Simón, vamos.
Volvieron al interior, donde Luke dejó a Maia sobre el desvencijado sofá de velvetón gris. Envió a Simon en busca de una manta y a Clary a la cocina a por una toalla mojada. Cuando Clary regresó,
encontró a Maia recostada en uno de los cojines, con el rostro colorado y febril. Charlaba rápida y nerviosamente con Luke.
—Estaba cruzando el césped cuando... olí algo. Algo podrido, como basura. Me di la vuelta y me golpeó...
—¿Qué te golpeó? —preguntó Clary, entregando la toalla a Luke.
Maia arrugó la nariz.
—No lo vi. Me derribó y luego... Intenté apartarlo a patadas, pero era demasiado rápido...
—Yo sí lo he visto —dijo Luke con la voz sin entonación—. Conducía hacia la casa y te vi cruzando el césped... y entonces lo vi siguiéndote, en las sombras, pisándote los talones. Intenté avisarte a gritos desde la ventanilla, pero no me oíste. Entonces te derribó.
—¿Qué la seguía? —quiso saber Clary.
—Era un demonio drevak —respondió Luke con voz sombría—. Están ciegos. Rastrean mediante el olor. Subí el coche al césped y lo aplasté.
Clary echó una ojeada por la ventana a la camioneta. La cosa que había estado retorciéndose bajo las ruedas había desaparecido, lo que no era nada sorprendente: los demonios siempre regresaban a las dimensiones de las que procedían cuando morían.
—¿Por qué habrá atacado a Maia? —Clary bajó la voz cuando una idea le pasó por la cabeza—. ¿Crees que ha sido Valentine? ¿Buscando sangre de hombre lobo para su hechizo? Le interrumpieron la última vez...
—No lo creo —contestó Luke, ante su sorpresa—. Los demonios drevak no chupan sangre y lo que es seguro es que no pueden provocar la clase de caos que viste en la Ciudad Silenciosa. Principalmente actúan como espías y mensajeros. Creo que Maia simplemente se cruzó en su camino. —Se inclinó para mirar a la licántropa, que gemía quedamente con los ojos cerrados—. ¿Puedes subirte la manga para que te pueda ver el hombro?
La muchacha loba se mordió el labio y asintió, luego alargó la mano para subirse la manga del suéter. Tenía un largo tajo justo debajo del hombro, y la sangre se había secado formándole una costra en el brazo. Clary inhaló con fuerza al ver que el irregular corte rojo estaba bordeado de lo que parecían finas agujas negras asomando grotescamente en la piel.
Maia contempló fijamente el brazo con evidente horror.
—¿Qué son esas cosas?
—Los demonios drevak no tienen dientes; tienen espinas venenosas en la boca —explicó Luke—. Algunas de las espinas se han partido en tu carne.
Los dientes de Maia habían empezado a castañetear.
—¿Veneno? ¿Voy a morir?
—No, si actuamos de prisa —la tranquilizó Luke—. Pero voy a tener que sacarlas y te dolerá. ¿Crees que podrás soportarlo?
El rostro de Maia se crispó en una mueca de dolor. Consiguió asentir.
—Sácamelas.
—Sacar ¿qué? —preguntó Simón, entrando en la habitación con una manta enrollada, que soltó al ver el brazo de Maia, mientras daba un involuntario paso atrás—. ¿Qué es eso?
—¿Te impresiona la sangre, mundano? —preguntó Maia, con una pequeña sonrisa torcida, y a continuación jadeó—: Ah. Esto duele...
—Lo sé —repuso Luke, envolviendo con suavidad la parte inferior del brazo de la joven con la toalla.
Del cinturón, sacó un cuchillo de hoja fina. Maia echó una mirada al cuchillo y cerró los ojos con fuerza.
—Haz lo que tengas que hacer —dijo con un hilo de voz—. Pero... no quiero que los otros miren.
—Lo comprendo. —Luke volvió la cabeza hacia Simon y Clary—. Id a la cocina, los dos. Llamad al Instituto. Contadles lo sucedido y haced que envíen a alguien. No pueden enviar a ninguno de los Hermanos, así que preferiblemente a alguien con preparación médica, o a un brujo. —Simon y Clary le miraron fijamente, paralizados por la visión del cuchillo y el brazo de Maia que poco a poco iba adquiriendo un tinte violáceo—. ¡Id! —ordenó, con severidad, y en esa ocasión le obedecieron.
La hostilidad de los sueños
Simon contempló a Clary mientras ésta permanecía recostada en la nevera, mordiéndose el labio como hacía siempre cuando estaba alterada. A menudo olvidaba lo pequeña y frágil que era, lo delgados que eran sus huesos, pero en momentos como ése, momentos en los que deseaba rodearla con los brazos, le frenaba la idea de que abrazarla demasiado fuerte podría lastimarla, sobre todo ahora que él ya no conocía su propia fuerza.
Sabía que Jace no sentía lo mismo. Simon había observado con una sensación de náusea en el estómago, incapaz de apartar la mirada, cómo Jace había tomado a Clary en sus brazos y la había besado con tal fuerza que Simon había pensado que uno o ambos se harían añicos. La había sujetado como si quisiera aplastarla contra sí, como si pudiera fusionarlos a los dos en una única persona.
Pero Clary era fuerte, más fuerte de lo que Simon creía. Era una cazadora de sombras, con todo lo que ello conllevaba. Pero eso no importaba; lo que tenían entre ambos seguía siendo tan frágil como la titilante llama de una vela, tan delicado como una cascara de huevo... y él sabía que si se quebraba, si él de algún modo dejaba que se rompiera y se destruyera, algo dentro de él también se haría añicos, algo que jamás podría arreglarse.
—Simón. —La voz de Clary le devolvió a la tierra—. Simón, ¿me estás escuchando?
—¿Qué? Sí, sí claro. Desde luego.
Se apoyó en el fregadero, intentando dar la impresión de que había estado prestando atención. El grifo goteaba, lo que volvió a distraerle momentáneamente: cada gota plateada de agua parecía resplandecer, en forma de lágrima perfecta, justo antes de caer. La visión de los vampiros era algo extraño, pensó. Su atención no dejaba de verse atraída por las cosas más corrientes: el destello del agua, las grietas que florecían en un trozo de pavimento, el lustre del aceite en una carretera; era como si nunca antes las hubiese visto.
—¡Simón! —repitió Clary, exasperada, y él reparó en que le estaba tendiendo algo rosa y metálico: su nuevo móvil—. He dicho que quiero que llames a Jace.
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