Cassandra Clare - Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre?
En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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Eso hizo que bruscamente volviera a prestarle atención.

—¿Yo, llamarle? Me odia.

—No, no es cierto —aseguró ella, aunque él pudo ver en la expresión de sus ojos que sólo lo creía a medias—. De todos modos, yo no quiero hablar con él. Por favor...

—Bien. —Cogió el teléfono que le ofrecía e hizo avanzar la pantalla hasta llegar al número de Jace—. ¿Qué quieres que le diga?

—Simplemente cuéntale lo que ha pasado. Él sabrá qué hacer.

—Clary —exclamó Jace, que contestó al teléfono al tercer timbrazo, dando la impresión de estar sin aliento. Simon se sorprendió hasta que comprendió que era el nombre de Clary el que habría aparecido en el teléfono del cazador de sombras—. Clary, ¿estás bien?

Simon vaciló. La voz de Jace tenía un tono que él no le había oído nunca antes, una preocupación ansiosa desprovista de sarcasmo o sentimiento defensivo. ¿Era así como hablaba a Clary cuando estaban a solas? Simon le dirigió una veloz mirada; ella le observaba con los ojos verdes muy abiertos, mordiéndose con naturalidad la uña del índice derecho.

—Clary —volvió a decir Jace—, creía que me estabas evitando...

Un ramalazo de irritación recorrió a Simón. «Eres su hermano —quiso gritar a la línea telefónica—, eso es todo. No te pertenece. No tienes derecho a sonar tan... tan...»

«Desconsolado.» Esa era la palabra. Aunque él jamás había pensado que Jace tuviera un corazón para poder romperse.

—Y tenías razón —dijo finalmente Simón, la voz fría—. Todavía lo hace. Soy Simón. —Se produjo un silencio tan prolongado que Simon se preguntó si Jace habría dejado caer el teléfono—. ¿Hola?

—Estoy aquí. —La voz de Jace era seca y fría como las hojas otoñales, toda la vulnerabilidad desaparecida—. Si me llamas sólo para conversar, mundano, debes de estar más solo de lo que pensaba.

—Créeme, no te estaría llamando si tuviera elección. Hago esto por Clary.

—¿Está bien? —La voz de Jace seguía siendo seca y fría, pero había tensión en ella ahora, hojas otoñales escarchadas con una pátina de hielo duro—. Si le ha sucedido algo...

—No le ha sucedido nada.

Simon luchó por mantener la cólera fuera de su voz y, tan escuetamente como pudo, resumió a Jace los acontecimientos de la noche y el estado en que se encontraba Maia. Jace aguardó hasta que él terminó y luego le espetó una serie de instrucciones cortas. Simon escuchó aturdido y se encontró asintiendo antes de darse cuenta de que Jace no podía verle. Empezó a hablar y reparó en que lo que oía era silencio; su interlocutor había colgado. Sin decir nada, Simon cerró la tapa del teléfono y se lo pasó Clary.

—Viene para aquí.

Ella se dejó caer contra el fregadero.

—¿Ahora?

—Ahora. Magnus y Alec le acompañarán.

—¿Magnus? —preguntó ella, aturdida, y añadió—: ¡Ah!, por supuesto. Jace debía de estar en casa de Magnus. Pensaba que estaría en el Instituto, pero claro, no puede estar allí. Es...

Un grito áspero procedente de la salita la interrumpió. Clary abrió los ojos. Simon notó que los pelos del cogote se le erizaban como alambres.

—No pasa nada —dijo, tan tranquilizador como pudo—. Luke no le haría daño a Maia.

—Sí que le está haciendo daño. No tiene elección —corrigió Clary, meneando la cabeza—. Últimamente así es como están las cosas siempre. Nunca existe la menor opción. —Maia volvió a gritar, y Clary agarró con fuerza el borde de la encimera como si ella misma sintiera dolor—. ¡Odio esto! —soltó—. ¡Lo odio totalmente! Siempre con miedo, siempre perseguida, siempre preguntándome quién va a resultar herido a continuación. ¡Ojalá pudiera ser todo como antes!

—Pero no puede. Para ninguno de nosotros —replicó Simón—. Al menos, tú todavía puedes salir a la luz del sol.

Ella se volvió hacia él, con los labios entreabiertos, los ojos desorbitados y oscuros.

—Simón, no era mi intención...

—Ya sé que no. —Retrocedió, sintiendo como si tuviera algo atorado en la garganta—. Voy a ver cómo les va.

Por un momento pensó que ella le seguiría, pero la muchacha dejó que la puerta de la cocina se cerrara entre ellos sin protestar.

Las luces de la salita estaban todas encendidas. Maia yacía con cara cenicienta sobre el sofá, con la manta que él había llevado subida hasta el pecho. Se apretaba un pedazo de tela contra el brazo derecho; la tela estaba empapada parcialmente de sangre. Maia tenía los ojos cerrados.

—¿Dónde está Luke? —preguntó Simón; luego hizo una mueca, preguntándose si el tono era demasiado severo, demasiado exigente.

La muchacha tenía un aspecto horrible, con los ojos hundidos y convertidos en huecos grises y la boca tensa por el dolor. Los ojos se abrieron con un aleteo y se clavaron en él.

—Simon —musitó—. Luke ha ido a sacar el coche del césped. Le preocupaban los vecinos.

Simon echó una mirada rápida hacia la ventana. Pudo ver el barrido de los faros rozando la casa mientras Luke giraba el coche para meterlo en el camino de la entrada.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó—. ¿Te ha sacado esas cosas del brazo?

Ella asintió sin ánimo.

—Estoy tan cansada —murmuró a través de labios agrietados—. Y... sedienta.

—Te traeré agua.

Había una jarra de agua y un montón de vasos en el aparador junto a la mesa del comedor. Simon llenó un vaso y se lo llevó a Maia. Las manos le temblaban levemente y un poco del agua se derramó cuando ella tomó el vaso que le ofrecía. La muchacha ya alzaba la cabeza, a punto de decirle algo —«Gracias», probablemente— cuando los dedos de ambos se tocaron y ella se echó atrás con tanta fuerza que el vaso salió volando por los aires. Golpeó contra el borde de la mesita de café y se hizo pedazos, salpicando de agua el suelo de madera pulida.

—¿Maia? ¿Te encuentras bien?

Ella retrocedió ante él, presionando los hombros contra el respaldo del sofá, los labios hacia atrás mostrando los dientes. Los ojos se le habían tornado de un amarillo luminoso. Un gruñido sordo le surgió de la garganta, el sonido de un perro acorralado.

—¿Maia? —repitió Simón, consternado.

—Vampiro —gruñó ella.

Él sintió que la cabeza se balanceaba hacia atrás como si la muchacha le hubiese abofeteado.

—Maia...

—Pensaba que eras humano. Pero eres un monstruo. Una sanguijuela chupasangre.

—Soy humano... quiero decir, era humano. Me han convertido. Hace unos pocos días. —La cabeza le daba vueltas; se sentía mareado y enfermo—. Igual que te sucedió a ti...

—¡Ni se te ocurra compararte conmigo! —La muchacha había conseguido incorporarse con un esfuerzo hasta sentarse, con aquellos espantosos ojos amarillos todavía fijos en él, restregándole su repugnancia—. Yo todavía soy humana, todavía estoy viva; tú eres una cosa muerta que se alimenta de sangre.

—Sangre de animal...

—Simplemente porque no puedes conseguirla de humanos, o los cazadores de sombras te quemarían vivo...

—Maia —dijo, y el nombre de la joven en su boca era mitad rabia y mitad una súplica.

Dio un paso hacia ella, y la mano de la chica voló hacia adelante, con las uñas saliendo disparadas como garras, increíblemente largas de improviso. Le arañaron la mejilla, haciéndole retroceder tambaleante, con la mano sobre el rostro. La sangre le bajó por la mejilla y se le metió en la boca. Paladeó su gusto salobre y las tripas le gruñeron.

Maia estaba agazapada en el brazo del sofá con las rodillas dobladas hacia arriba, los dedos en forma de garras dejando profundos surcos en el velvetón gris. Un gruñido bajo le brotaba de la garganta, y las orejas se le habían alargado y las tenía planas contra la cabeza. Cuando le mostró los dientes, éstos eran afilados y dentados; no finos como agujas como los de Simón, sino unos fuertes y blancos caninos puntiagudos. La muchacha había dejado caer la tela ensangrentada que le había envuelto el brazo, y Simon pudo ver los pinchazos en los lugares donde habían penetrado las espinas, el centelleo de la sangre, manando, derramándose...

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