Un dolor agudo en el labio inferior le indicó que los colmillos se le habían salido de las fundas. Una parte de él quería pelear con ella, derribarla, perforarle la carne con los dientes y engullir su sangre caliente. La otra parecía estar chillando. Dio un paso atrás y luego otro, con las manos extendidas como si pudiera mantenerla alejada.
La joven se puso en tensión para saltar justo cuando la puerta de la cocina se abría de golpe y Clary irrumpía en la habitación. Saltó sobre la mesa de centro, aterrizando ágilmente como un gato. Clary sujetaba algo en la mano, algo que lanzó un brillante destello de un blanco plateado cuando alzó el brazo. Simon vio que era una daga que se curvaba con la elegancia del ala de una ave; una daga que pasó volando ante los cabellos de Maia, a milímetros de su rostro, y se hundió hasta la empuñadura en el velvetón gris. Maia intentó apartarse y lanzó un grito ahogado; la hoja le había atravesado la manga y la sujetaba al sofá.
Clary arrancó el cuchillo del sofá. Era uno de los de Luke. Nada más entreabrir la puerta de la cocina y echar una mirada a lo que sucedía en la salita, había ido derecha al escondrijo de armas que Luke tenía en su despacho. Maia podría estar débil y enferma, pero parecía lo bastante furiosa como para matar, y Clary no dudaba de las facultades de la muchacha.
—¿Qué diablos te pasa? —Clary se oyó hablar a sí misma como si lo hiciera desde lejos, y el aplomo en su propia voz la dejó estupefacta—. Seres lobo, vampiros... los dos sois subterráneos.
—Los seres lobo no hacen daño a la gente, o unos a otros. Los vampiros son asesinos. Uno mató a un muchacho en La Luna del Cazador justo el otro día...
—Eso no fue un vampiro. —Clary vio cómo Maia palidecía ante la seguridad de su voz—. Y si pudierais dejar de culparos siempre unos a otros por cada cosa mala que sucede en el Submundo, quizá los nefilim empezarían a tomaros en serio y realmente harían algo al respecto. —Se volvió hacia Simón; los feroces cortes de la mejilla cicatrizaban ya convirtiéndose en líneas de un rojo plateado—. ¿Estás bien?
—Sí. —La voz del muchacho era apenas audible. Clary podía ver el dolor en sus ojos, y por un momento luchó contra el impulso de llamar a Maia una serie de nombres irrepetibles—. Estoy perfectamente.
Clary se volvió de nuevo hacia la muchacha loba.
—Tienes suerte de que él no sea tan intolerante como tú, o yo elevaría una queja a la Clave y haría que toda la manada pagara por tu comportamiento.
Con un violento tirón, arrancó el cuchillo, liberando la camiseta de Maia.
La muchacha se encolerizó.
—No lo entiendes. Los vampiros son lo que son porque están infectados con energías demoníacas...
—¡Lo mismo les sucede a los licántropos! —replicó Clary—. Puede que no sepa muchas cosas, pero eso sí lo sé.
—Pero ése es el problema. Las energías demoníacas nos cambian, nos hacen diferentes; puedes llamarlo enfermedad o lo que quieras, pero los demonios que crearon a los vampiros y los demonios que crearon a los seres lobo provenían de especies que estaban en guerra entre sí. Se odiaban unos a otros, así que está en nuestra sangre odiarnos unos a otros también. No podemos evitarlo. Un hombre lobo y un vampiro jamás pueden ser amigos debido a eso. —Miró a Simon con ojos brillantes de cólera y algo más—. No tardarás en empezar a odiarme —indicó—. Odiarás a Luke, también. No podrás evitarlo.
—¿Odiar a Luke?
Simon estaba lívido, pero antes de que Clary pudiese tranquilizarle, la puerta principal se abrió de golpe. La muchacha volvió la mirada, esperando a Luke, pero no era él. Era Jace. Iba vestido de negro, con dos cuchillos serafín metidos en el cinturón que le rodeaba las estrechas caderas. Alec y Magnus estaban justo detrás de él. Magnus llevaba una larga y arremolinada esclavina que parecía como si estuviera decorada con pedazos de cristal triturado.
Los ojos dorados de Jace, con la precisión de un láser, se fijaron inmediatamente en Clary. Si ella había pensado que él podría estar contrito, preocupado o incluso avergonzado tras todo lo que había sucedido, se equivocaba. Lo único que parecía era enojado.
—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó, con una irritación aguda y deliberada.
Clary se echó una mirada a sí misma. Seguía subida a la mesa de centro, cuchillo en mano. Reprimió el impulso de ocultarlo tras la espalda.
—Hemos tenido un incidente. Ya me he ocupado de él.
—¿De verdad? —La voz de Jace rezumaba sarcasmo—. ¿Sabes siquiera usar ese cuchillo, Clarissa? ¿Sin clavártelo a ti misma o a cualquier transeúnte inocente?
—No he herido a nadie —replicó Clary entre dientes.
—Ha acuchillado el sofá —explicó Maia en una voz apagada, a la vez que se le cerraban los ojos.
Las mejillas de la muchacha estaban enrojecidas por la fiebre y la cólera, pero el resto del rostro aparecía alarmantemente pálido.
Simon la miró con preocupación.
—Creo que está empeorando.
Magnus carraspeó. Cuando Simon no se movió, dijo: «Aparta, mundano», en un tono de inmensa irritación, y se echó la capa hacia atrás mientras cruzaba la habitación muy digno hasta donde Maia yacía en el sofá.
—¿Doy por supuesto que eres mi paciente? —inquirió, contemplándola a través de pestañas revestidas de purpurina.
Maia alzó la mirada para contemplarle con mirada extraviada.
—Soy Magnus Bañe —prosiguió él en un tono tranquilizador, extendiendo las manos cubiertas de anillos; chispas azules habían empezado a danzar entre ellas como bioluminiscencia danzando en agua—. Soy el brujo que está aquí para curarte. ¿No te han dicho que venía?
—Sé quién eres, pero... —Maia parecía aturdida—. Tienes un aspecto tan... tan... reluciente.
Alec emitió un ruidito que sonó muy parecido a una carcajada sofocada por una tos. Mientras, las finas manos de Magnus tejían una resplandeciente cortina azul de magia alrededor de la muchacha loba.
Jace no reía.
—¿Dónde está Luke? —preguntó.
—Está fuera —respondió Simón—. Estaba sacando la camioneta del césped.
Jace y Alec intercambiaron una mirada fugaz.
—Es curioso —repuso Jace, que no parecía contento—, no le he visto cuando subíamos la escalera.
Un fino zarcillo de pánico se desplegó como una hoja en el interior del pecho de Clary.
—¿No habéis visto la camioneta?
—Yo sí —contestó Alec—. Estaba en la entrada. Las luces estaban apagadas.
Al oír aquello incluso Magnus, concentrado en Maia, alzó la mirada. A través de la red mágica que había tejido alrededor de sí mismo y de la muchacha herida, sus facciones parecieron desdibujadas y vagas, como si los mirara a través de agua.
—No me gusta —declaró con voz hueca y distante—. No tras un ataque drevak. Deambulan en manadas.
La mano de Jace se dirigía ya hacia uno de sus cuchillos serafín.
—Iré a ver. Alec, tú quédate aquí, mantén la casa segura.
Clary saltó de la mesa.
—Voy contigo.
—No, no vienes.
Fue hacia la puerta sin siquiera echar una mirada atrás para ver si Clary le seguía.
Ella echó a correr y se interpuso entre él y la puerta principal.
—Para.
Por un momento, Clary pensó que Jace iba a seguir avanzando aunque tuviese que pasar a través de ella, pero se detuvo, justo a unos centímetros de ella, tan cerca que pudo sentir cómo su aliento le agitaba los cabellos cuando habló.
—Te tiraré al suelo si tengo que hacerlo, Clarissa.
—Deja de llamarme así.
—Clary.
Jace lo dijo en una voz muy queda, y el sonido de su nombre en boca de él fue tan íntimo que un escalofrío recorrió la espalda de la muchacha. El dorado de los ojos de Jace se había vuelto duro, metálico, y Clary se preguntó por un momento si no saltaría sobre ella, qué sentiría si la golpeaba, si la derribaba al suelo, si la agarraba de las muñecas incluso. Para él, pelear era como el sexo para otras personas. La idea de que la tocara de aquel modo hizo que sus mejillas se arrebolaran en una ardiente riada.
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