Cassandra Clare - Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre?
En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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—Ahí tienes —dijo, casi en un canturreo suave—. Bebe, pequeño polluelo. Bebe.

Y Simón, que había sido vegetariano desde los diez años, que no quería beber leche que no fuese orgánica, que se desmayaba con sólo ver agujas... Simon arrancó el paquete de sangre de la delgada mano morena de Raphael y lo desgarró con los dientes. Consumió la sangre en unos pocos tragos y arrojó el paquete a un lado con otro gemido; Raphael tenía preparado un segundo paquete, y se lo puso en la mano.

—No bebas demasiado de prisa —advirtió—. Te entrarán ganas de vomitar.

Simón, por supuesto, no le hizo el menor caso; había conseguido abrir el segundo paquete sin ayuda y engullía con glotonería el contenido. La sangre le corría por las comisuras de los labios, le descendía por la garganta y le salpicaba las manos con gruesas gotas rojas. Tenía los ojos cerrados.

Raphael miró a Clary. Ésta pudo sentir que también Jace la miraba fijamente, al igual que los demás, todos con expresiones idénticas de horror y repugnancia.

—La próxima vez que se alimente —dijo Raphael con calma—, no resultará tan chapucero.

«Chapucero.» Clary abandonó el claro a trompicones, oyendo como Jace la llamaba, pero sin prestarle atención. Echó a correr al llegar a los árboles y había descendido la mitad de la ladera cuando el dolor la acometió. Cayó de rodillas, dando arcadas, mientras todo el contenido de su estómago salía al exterior en una avalancha desgarradora. Cuando finalizó, se alejó gateando un corto trecho y se desplomó sobre el suelo. Sabía que probablemente yacía sobre la tumba de alguien, pero no le importó. Descansó el rostro ardiente en la tierra fresca y pensó, por primera vez, que tal vez los muertos no fueran tan desafortunados después de todo.

Humo y acero

La unidad de cuidados intensivos del hospital Beth Israel siempre recordaba a Clary fotos que había visto de la Antártida: era fría y como distante, y todo era o gris o blanco o azul pálido. Las paredes de la habitación de su madre eran blancas, los tubos que le serpenteaban sobre la cabeza y las filas interminables de instrumentos que rodeaban la cama emitiendo pitidos eran grises, y la manta que tenía estirada sobre el pecho era azul pálido. El rostro de su madre estaba blanco. El único color en la habitación era su cabellera roja, llameando sobre la nívea extensión de la almohada como una bandera brillante e incongruente plantada en el Polo Sur.

Clary se preguntó cómo se las arreglaba Luke para pagar aquella habitación particular, de dónde había salido el dinero y cómo lo había conseguido. Supuso que podría preguntárselo cuando él regresara de sacar un café de la máquina expendedora de la fea y diminuta cafetería del tercer piso. Ese café simulaba alquitrán y sabía a alquitrán, pero Luke parecía adicto a él.

Las patas de metal de la silla chirriaron sobre el suelo cuando Clary la apartó y se sentó lentamente, alisándose la falda sobre las piernas. Siempre que iba a ver a su madre al hospital se sentía nerviosa y con la boca reseca, como si estuviera a punto de meterse en un lío. Quizá porque las únicas veces que había visto el rostro de su madre de aquel modo, fijo e inanimado, era cuando estaba a punto de estallar enfurecida.

—Mamá —dijo.

Cogió la mano izquierda de su madre; todavía tenía la marca de un pinchazo en la muñeca, allí donde Valentine había introducido el extremo de un tubo. La piel de la mano de su madre, siempre áspera y agrietada, salpicada de pintura y trementina, tenía el tacto de la corteza seca de un árbol. Clary cerró los dedos alrededor de los de Jocelyn, y sintió que un duro nudo se le formaba en la garganta.

—Mamá, yo... —Carraspeó—. Luke dice que puedes oírme. No sé si es cierto o no. De todos modos, he venido porque necesitaba hablar contigo. No pasa nada si tú no puedes contestarme. Verás, lo que sucede es que, es que... —Volvió a tragar saliva y miró en dirección a la ventana, a la franja de cielo azul visible en el extremo de la pared de ladrillo que daba frente al hospital—. Se trata de Simón. Le ha sucedido una cosa. Algo que fue culpa mía.

Ahora que no miraba al rostro de su madre, el relato le salió como un torrente, todo él: cómo había conocido a Jace y a los otros cazadores de sombras, la búsqueda de la Copa Mortal, la traición de Hodge y la batalla en Renwick, y cómo había averiguado que Valentine era su padre además de ser el de Jace. También le contó acontecimientos más recientes: la visita nocturna a la Ciudad de Hueso, lo de la Espada—Alma, el odio de la Inquisidora hacia Jace y lo de la mujer del cabello canoso. Y a continuación habló a su madre de la corte seelie, del precio que la reina había exigido y lo que le había ocurrido a Simon después. Podía sentir cómo le ardían las lágrimas contenidas en la garganta mientras hablaba, pero fue un alivio contarlo, desahogarse con alguien, incluso con alguien que —quizá— no podía oírla.

—Así que, básicamente —concluyó—, lo he fastidiado todo soberanamente. Te recuerdo diciendo que eso de hacerse mayor sucede cuando empiezas a tener cosas que, al recordarlas, desearías cambiar. Imagino que eso significa que ya me he hecho mayor. Es sólo que... que...

«Yo pensaba que tú estarías ahí cuando lo hiciera.» Las lágrimas la hicieron atragantarse justo mientras alguien detrás de ella carraspeaba.

Clary se volvió y vio a Luke en la entrada, con un vaso de espuma de poliestireno en la mano. Bajo las luces fluorescentes del hospital, pudo ver lo cansado que parecía. Tenía canas en el cabello, y la camisa de franela azul estaba arrugada.

—¿Cuánto tiempo has estado ahí de pie?

—No mucho —contestó él—. Te he traído un café —Le tendió el vaso, pero ella le indicó que lo apartara con un ademán.

—Odio ese brebaje. Sabe a pies.

Él sonrió al oír aquello.

—¿Cómo puedes tener idea de a qué saben los pies?

—Simplemente lo sé. —Se inclinó y besó la mejilla fría de Jocelyn antes de levantarse—. Adiós, mamá.

La camioneta azul de Luke estaba en el aparcamiento de hormigón situado debajo del hospital. Él no habló hasta que hubieron salido a la autovía FDR.

—He oído lo que has dicho en el hospital.

—Ya he pensado que escuchabas a hurtadillas.

Lo dijo sin ira. No había nada de lo que había dicho a su madre que Luke no pudiera saber.

—Lo que le ha pasado a Simon no es culpa tuya.

Clary oyó las palabras, pero parecieron rebotar en ella como si hubiese una pared invisible a su alrededor. Como la pared que Hodge había construido alrededor de ella cuando la había traicionado para entregarla a Valentine, pero en esta ocasión no podía oír nada a través de ella, no podía sentir nada a través de ella. Estaba igual de entumecida que si la hubiesen recubierto de hielo.

—¿Me has oído, Clary?

—Es muy amable por tu parte, pero claro que fue culpa mía. Todo lo que le ha sucedido a Simon es culpa mía.

—¿Por qué estaba furioso contigo cuando fue al hotel? No regresó al hotel porque estuviese enojado contigo, Clary. He oído de situaciones como ésta antes. A los que están medio convertidos les llaman «nebulosos». Se sentiría atraído hacia el hotel por una compulsión que no podría controlar.

—Porque tenía la sangre de Raphael en él. Pero eso tampoco habría sucedido jamás de no ser por mí. Si no le hubiese llevado a aquella fiesta...

—Pensabas que no sería peligroso. No le estabas poniendo en ningún aprieto en el que no te hubieses puesto tú misma. No puedes torturarte de este modo —dijo Luke, girando para entrar en el Puente de Brooklyn, con el agua deslizándose bajo ellos en capas de un gris plateado—. No tiene ningún sentido.

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