Cassandra Clare - Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre?
En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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—¡Por Dios, qué frío hace! —exclamó Clary, envolviéndose mejor en el grueso abrigo de Isabelle.

El terciopelo era cálido, al menos. Intentó no pensar en que estaba manchado con la sangre de Simón.

—Es como si hubiese llegado el invierno de la noche a la mañana.

—Alégrate de que aún no sea invierno —dijo Raphael, depositando la pala apoyada contra el tronco de un árbol próximo—. El suelo se congela como hierro en invierno. En ocasiones es imposible cavar, y el polluelo debe aguardar meses, muriéndose de hambre bajo tierra, antes de poder nacer.

—¿Es así como les llamáis? ¿Polluelos? —preguntó Clary.

La palabra parecía equivocada, demasiado afable de algún modo. Le hizo pensar en patitos.

—Sí —contestó Raphael—, significa los que aún no son o los recién nacidos.

Entonces vio a Magnus, y por una fracción de segundo pareció sorprendido antes de borrar la expresión cuidadosamente de sus facciones.

—Gran Brujo —saludó—, no esperaba verte aquí.

—Tenía curiosidad —repuso Magnus, y sus ojos felinos centellearon—. Jamás he visto alzarse a uno de los Hijos de la Noche.

Raphael echó una mirada veloz a Jace, que estaba apoyado contra el tronco de un árbol.

—Andas en compañía de gente sorprendentemente ilustre, cazador de sombras.

—¿Vuelves a hablar de ti? —bromeó Jace, y alisó la tierra removida con la punta de una bota—. Eso parece jactancioso.

—A lo mejor se refería a mí —soltó Alec. Todo el mundo le miró con sorpresa. Alec hacía chistes en muy raras ocasiones. Éste sonrió nerviosamente—. Lo siento —dijo—. Nervios.

—No tienes que disculparte —intervino Magnus, alargando el brazo para tocar el hombro de Alec.

Alec se movió rápidamente fuera de su alcance, y la mano extendida de Magnus cayó al costado del brujo.

—Entonces, ¿qué es lo que hacemos ahora? —quiso saber Clary, abrazándose para entrar en calor.

El frío parecía habérsele filtrado por cada poro del cuerpo. Sin duda hacía demasiado frío para estar a finales de verano.

Raphael, advirtiendo el gesto, mostró una diminuta sonrisa.

—Siempre hace frío en un renacimiento —indicó—. El polluelo extrae fuerza de las cosas vivas que le rodean, tomando de ellas la energía para alzarse.

Clary le dirigió una mirada llena de resentimiento.

—Tú no pareces notar el frío.

—Yo no estoy vivo.

El vampiro se apartó un poco del borde de la tumba. Clary se obligaba a pensar en ella como una tumba, puesto que eso era exactamente lo que era e hizo un gesto a los demás para que hicieran lo mismo.

—Dejad espacio —indicó—. Simon difícilmente podrá alzarse si todos estáis de pie encima de él.

Retrocedieron apresuradamente. Clary se encontró con Isabelle aferrada a su codo y al volverse vio que la otra muchacha tenía blancos incluso los labios.

—¿Qué sucede?

—Todo —contestó Isabelle—. Clary, quizá deberíamos haber dejado que se fuese...

—Dejarle morir, quieres decir. —Clary se soltó violentamente de la mano de Isabelle—. Claro que eso es lo que tú piensas. Piensas que todos los que no son como tú están mejor muertos.

El rostro de Isabelle era la imagen de la desdicha.

—Eso no es...

Se oyó un sonido en el claro, un sonido que no se parecía a ninguno que Clary hubiese oído antes; una especie de martilleo rítmico que surgía de las profundidades, como si de improviso el latido del mundo resultase audible.

«¿Qué sucede?», pensó Clary, y entonces el suelo se combó y alzó bajo ella, haciéndola caer de rodillas. La tumba se agitaba como la superficie de un océano. Aparecieron ondulaciones en la superficie y, de repente, reventó, con terrones de tierra volando por los aires. Una pequeña montaña de tierra, como un hormiguero, se levantó penosamente. En el centro de la montaña había una mano, los dedos abiertos y separados, arañando la tierra.

—¡Simón! —Clary intentó lanzarse hacia adelante, pero Raphael tiró de ella hacia atrás—. ¡Suéltame! —Intentó desasirse, pero Raphael la sujetaba con manos férreas—. ¿No te das cuenta de que necesita nuestra ayuda?

—Debería hacerlo por sí mismo —contestó él, sin aflojar la presión—. Es mejor de ese modo.

—¡Es tu modo! ¡No el mío!

Clary se soltó violentamente y corrió hacia la tumba justo cuando ésta se alzó, arrojándola de nuevo al suelo. Una figura encorvada iba saliendo con dificultad de la sepultura cavada a toda prisa, unos dedos que parecían garras mugrientas se hundieron profundamente en la tierra. Los brazos desnudos estaban cubiertos de negros surcos de mugre y sangre. La cosa se liberó violentamente de la succión de la tierra, gateó unos pocos metros y se desplomó sobre el suelo.

—Simon —susurró Clary.

Porque desde luego era Simón. Simón, no una cosa. Clary se puso en pie apresuradamente y corrió hacia él, las deportivas de lona hundiéndose profundamente en la tierra removida.

—¡Clary! —gritó Jace—. ¿Qué haces?

Ella dio un traspié, el tobillo se le torció al hundírsele la pierna en la tierra y cayó de rodillas junto a Simón, que yacía tan inmóvil como si estuviera realmente muerto. Tenía los cabellos mugrientos y apelmazados por grumos de tierra, las gafas habían desaparecido, la camiseta estaba desgarrada por el costado y había sangre en la piel que se veía bajo ella.

—Simon —dijo Clary, y alargó la mano para tocarle el hombro—. Simón, ¿estás... —El cuerpo del muchacho se tensó bajo sus dedos, con todos los músculos rígidos, la carne dura como el hierro— bien?

Él volvió la cabeza, y ella le vio los ojos. Carecían de expresión, de vida. Con un grito agudo, Simon rodó sobre sí mismo y saltó sobre ella, veloz como una serpiente al atacar. La golpeó de pleno, volviendo a derribarla sobre la tierra.

—¡Simón! —chilló ella, pero él no parecía oír.

El muchacho tenía el rostro crispado, irreconocible, mientras se erguía sobre ella, curvando los labios hacia atrás. Clary vio los afilados caninos, los colmillos, centellear a la luz de la luna igual que agujas de hueso blanco. Repentinamente aterrada, le pateó, pero él la agarró por los hombros y la inmovilizó contra el suelo. Tenía las manos ensangrentadas y las uñas rotas, pero era increíblemente fuerte, más fuerte incluso que los músculos de cazadora de sombras de la muchacha. Los huesos de los hombros le rechinaron dolorosamente cuando él se inclinó sobre ella...

Y fue arrancado de allí y lanzado por los aires como si no pesara más que un guijarro. Clary se puso en pie de un salto, sin aliento, y se encontró con la mirada sombría de Raphael.

—Te dije que te mantuvieras lejos de él —la riñó éste, y se volvió para arrodillarse junto a Simón, que había aterrizado a poca distancia y estaba enroscado en el suelo en medio de fuertes convulsiones.

Clary inspiró con fuerza, pero sonó igual que si sollozara.

—No me conoce.

—Te conoce. No le importa. —Raphael miró por encima del hombro a Jace—. Está hambriento. Necesita sangre.

Jace, que había permanecido de pie al borde de la tumba, lívido y paralizado, se adelantó y le tendió la bolsa de plástico en silencio, como una ofrenda. Raphael la cogió y la desgarró. Varios paquetes de plástico conteniendo un líquido rojo cayeron fuera. Tomó uno, mascullando, y lo desgarró con uñas afiladas, salpicando de sangre la parte delantera de su camisa blanca ya manchada de tierra.

Simón, como si olfateara la sangre, se hizo un ovillo y profirió un gemido lastimero. Seguía retorciéndose; las manos de uñas rotas abrían surcos en el suelo y tenía los ojos en blanco. Raphael alargó el paquete de sangre, dejando que un poco del fluido rojo goteara sobre el rostro de Simón, manchando de escarlata la piel blanca.

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