Cassandra Clare - Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre?
En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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—¡Son las tres de la mañana! —les dijo, en un tono que sugería que aquello era todo culpa de Jace, o posiblemente de Clary—. ¿Quién está llamando al timbre a las tres de la mañana?

—Tal vez sea la Inquisidora —respondió Clary, sintiéndose repentinamente helada.

—Ella podría entrar por sí misma —repuso Jace—. Cualquier cazador de sombras podría. El Instituto está cerrado solamente a mundanos y a subterráneos.

Clary sintió que se le contraía el corazón.

—¡Simón! —dijo—. ¡Tiene que ser él!

—Ah, por el amor de Dios —bostezó Isabelle—, ¿realmente nos está despertando a esta hora infame sólo para probar su amor por ti o algo así? ¿No podría haber telefoneado? Los hombres mundanos son bastante imbéciles.

Habían llegado al vestíbulo, que estaba vacío; Max debía de haberse ido a la cama. Isabelle cruzó majestuosa la estancia y movió la clavija de un interruptor situado en la pared opuesta. Desde algún lugar en el interior de la catedral llegó un lejano golpetazo retumbante.

—Ya está —anunció la muchacha—. El ascensor viene de camino.

—Esperaba que tuviera la dignidad y presencia de ánimo para limitarse a emborracharse y perder el conocimiento en alguna alcantarilla —comentó Jace—. Debo decir que me siento decepcionado por el jovencito.

Clary apenas le oyó. Una creciente sensación de temor hacía que la sangre le corriera lenta y espesa. Recordó su sueño: los ángeles, el hielo, Simon con alas que sangraban. Se estremeció.

Isabelle la miró comprensiva.

—Hace frío aquí dentro —comentó, y cogió lo que parecía un abrigo de terciopelo azul de uno de los percheros—. Toma —dijo—; ponte esto.

Clary se puso el abrigo y se arrebujó bien en él. Era demasiado largo, pero le daba calor. También tenía una capucha, forrada de raso. Clary la echó atrás para poder ver cómo se abrían las puertas del ascensor.

Se abrieron a una caja vacía cuyos lados de espejo reflejaron su propio rostro, pálido y sobresaltado. Sin detenerse a pensar, penetró en el interior.

Isabelle la miró confusa.

—¿Qué haces?

—Simon está ahí abajo —dijo Clary—. Lo sé.

—Pero...

De repente, Jace estaba junto a Clary, manteniendo las puertas abiertas para Isabelle.

—Vamos, Izzy —dijo.

Con un gesto teatral, ella les siguió.

Clary intentó atraer la mirada del muchacho mientras los tres descendían en silencio —Isabelle se recogía en alto el último largo bucle de cabello—, pero Jace se negó a mirarla. Se miraba a sí mismo de refilón en el espejo del ascensor, silbando suavemente por lo bajo como hacía siempre que estaba nervioso. La muchacha recordó el leve temblor de sus manos cuando la había sujetado en la corte seelie. Pensó en la expresión del rostro de Simón... y luego en éste casi corriendo para escapar de ella, desvaneciéndose entre las sombras del borde del parque. Sentía un nudo de temor en el pecho y no sabía el motivo.

Las puertas del ascensor se abrieron a la nave de la catedral, poblada con la luz danzarina de velas. Clary paso por delante de Jace en su prisa por salir del ascensor y prácticamente corrió por el estrecho pasillo que había entre los bancos. Dio un traspié con el borde del abrigo, que arrastraba por el suelo, y lo arremangó impacientemente en la mano antes de lanzarse hacia las amplias puertas dobles que, por dentro, estaban atrancadas con pestillos de bronce del tamaño de los brazos de Clary. Mientras alargaba las manos hacia el pestillo más alto, el timbre volvió a resonar en el templo. Oyó que Isabelle susurraba algo a Jace, y entonces Clary se encontró tirando del pestillo, arrastrándolo hacia atrás, y notó la mano de Jace sobre la suya, ayudándola a abrir las pesadas puertas.

El aire nocturno entró a raudales, haciendo que las velas ardieran con luz mortecina en sus soportes. El aire olía a ciudad: a sal y a gases, a cemento que se enfriaba y a basura, y por debajo de aquellos olores familiares, el olor a cobre, como el olor penetrante de un centavo nuevo.

En un principio, Clary pensó que la escalinata estaba vacía. Luego pestañeó y vio a Raphael allí de pie, con la cabeza de negros rizos alborotada por la brisa nocturna, la camisa blanca abierta a la altura del cuello para mostrar la cicatriz en el hueco del cuello. En los brazos sostenía un cuerpo. Eso fue todo lo que Clary vio mientras le miraba fijamente con perplejidad: un cuerpo. Alguien muerto, brazos y piernas oscilando como cuerdas flácidas, la cabeza echada hacia atrás para mostrar el cuello destrozado. Notó que la mano de Jace se cerraba alrededor de su brazo como unas tenazas, y sólo entonces miró con más atención y vio la familiar americana de pana con la manga rasgada, la camiseta azul manchada y salpicada de sangre, y chilló.

El grito no emitió ningún sonido. Clary sintió que las rodillas se le doblaban y habría caído al suelo si Jace no la hubiese estado sosteniendo.

—No mires —le dijo él al oído—. Por el amor de Dios, no mires.

Pero ella no podía evitar mirar la sangre que apelmazaba los cabellos castaños de Simón, la garganta desgarrada, los cortes profundos a lo largo de las muñecas. Puntos negros salpicaron su visión mientras luchaba por respirar.

Fue Isabelle quien agarró uno de los candelabros vacíos situados junto a la puerta y apuntó con él a Raphael como si se tratara de una enorme lanza de tres puntas.

—¿Qué le has hecho a Simón?

En ese instante, su voz clara y autoritaria sonó exactamente igual a su madre.

—Aún no ha muerto —dijo Raphael, en una voz monótona e impasible, y depositó a Simon en el suelo casi a los pies de Clary, con sorprendente delicadeza.

La muchacha había olvidado lo fuerte que debía de ser, pues poseía la fuerza inhumana de un vampiro, a pesar de su delgadez.

A la luz de las velas, que se derramaba a través de la entrada, Clary pudo ver que la camiseta de Simon tenía la parte delantera empapada de sangre.

—Has dicho que... —empezó.

—No está muerto —repitió Jace, sujetándola con más fuerza—. No está muerto.

Ella se desasió de él con un violento tirón y se arrodilló sobre el cemento. No sintió ninguna repugnancia al tocar la piel ensangrentada de Simon mientras deslizaba las manos bajo su cabeza, alzándolo sobre su regazo. Sintió únicamente el aterrado horror infantil que recordaba de cuando tenía cinco años y había roto la inapreciable lámpara Liberty de su madre. «Nada —dijo una voz en lo más recóndito de su mente— volverá a colocar esos pedazos en su sitio.»

—Simon —musitó, tocándole el rostro; las gafas habían desaparecido—. Simón, soy yo.

—No puede oírte —dijo Raphael—. Se está muriendo.

La cabeza de Clary se alzó de golpe.

—Pero has dicho...

—He dicho que no está muerto aún —respondió él—. Pero en unos pocos minutos, diez quizá, su corazón empezará a ir más despacio y se detendrá. Ya ha alcanzado un punto en el que ni ve ni oye nada.

Involuntariamente, los brazos de la muchacha se cerraron con más fuerza alrededor de Simón.

—Tenemos que llevarle a un hospital... o llamar a Magnus.

—No pueden hacer nada por él —dijo Raphael—. No lo entendéis.

—No —intervino Jace, la voz suave como seda guarnecida de puntas afiladas como agujas—. No te entendemos. Y tal vez deberías explicarte. Porque de lo contrario voy a pensar que eres un delincuente chupasangre, y te arrancaré el corazón. Como debería haber hecho la última vez que nos encontramos.

Raphael le sonrió sin humor.

—Juraste no hacerme daño, cazador de sombras. ¿Lo has olvidado?

—Yo no lo hice —replicó Isabelle, blandiendo el candelabro.

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