Cassandra Clare - Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre?
En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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Él le devolvió la mirada, y cuando la muchacha vio la expresión de su rostro, reconoció los ojos que había visto en Renwick, cuando él había contemplado cómo el Portal que le separaba de su hogar se rompía en mil pedazos. Él le sostuvo la mirada por una fracción de segundo, luego apartó los ojos de ella mientras los músculos de su garganta se movían. Tenía los puños pegados a los costados.

—¿Ha sido eso lo bastante bueno? —inquirió, volviendo la cabeza para mirar a la reina y a los cortesanos situados tras ella—. ¿Os ha divertido?

La reina tenía una mano sobre la boca, medio ocultando una sonrisa.

—Mucho —respondió—. Pero no creo que tanto como a vosotros dos.

—Adivino —replicó Jace— que las emociones mortales os divierten porque carecéis de propias.

La sonrisa desapareció del rostro de la mujer.

—Cálmate, Jace —dijo Isabelle, y se volvió hacia Clary—. ¿Puedes marchar ahora? ¿Eres libre?

Clary fue hacia la puerta y no le sorprendió no hallar ninguna resistencia que le cerrara el paso. Se quedó de pie con la mano entre las enredaderas y volvió la cabeza hacia Simón. Éste la miraba fijamente como si no la hubiese visto nunca antes.

—Deberíamos irnos —dijo Clary—. Antes de que sea demasiado tarde.

—Ya es demasiado tarde —repuso él.

Meliorn los condujo fuera de la corte seelie y los llevó de vuelta al parque, todo ello sin decir una sola palabra. Clary pensó que la espalda del hada parecía rígida y desaprobadora. El hada les abandonó en cuanto hubieron dejado el estanque, sin siquiera despedirse de Isabelle, y desapareció en el interior del reflejo tembloroso de la luna.

Isabelle le contempló marcharse con un rictus.

—Todo ha terminado —soltó.

Jace emitió un sonido parecido a una carcajada ahogada y se levantó el cuello mojado de la chaqueta. Todos tiritaban. La noche fría olía como a tierra, plantas y urbe humana; a Clary casi le pareció que podía olfatear el hierro en el aire. El anillo urbano que rodeaba el parque chisporroteaba lleno de luces intensas: azul hielo, verde relajante, rojo violento, y el estanque lamía en silencio las orillas sucias. El reflejo de la luna se había trasladado al extremo opuesto y temblaba allí como si les tuviera miedo.

—Será mejor que regresemos. —Isabelle se arrebujó más en su abrigo, todavía mojado—. Antes de que muramos congelados.

—Tardaremos una eternidad en regresar a Brooklyn —comentó Clary—. Quizá deberíamos tomar un taxi.

—O simplemente podríamos ir al Instituto —sugirió Isabelle que, al ver la expresión de Jace, añadió rápidamente—: No hay nadie allí de todos modos; están todos en Ciudad de Hueso, buscando pistas. Sólo tardaremos un segundo en pasar por allí y coger ropa seca. Además, el Instituto todavía es tu hogar, Jace.

—Perfecto —accedió Jace, ante la evidente sorpresa de la joven—. De todos modos hay algo que necesito de mi habitación.

Clary vaciló.

—Yo no sé qué hacer. Podría tomar un taxi con Simón.

Quizá si pasaban un rato juntos ella podría explicarle lo que había sucedido en la corte seelie, y que no era lo que él pensaba.

Jace, que había estado examinando su reloj por si el agua lo había dañado, la miró, enarcando las cejas.

—Eso podría ser un poco difícil —replicó—, puesto que él ya se ha ido.

—Él ¿qué?

Clary giró en redondo y se quedó atónita. Simon se había ido; los tres estaban solos junto al estanque. Corrió un corto trecho colina arriba y gritó su nombre. A lo lejos, consiguió verle, alejándose con zancadas decididas por el sendero de cemento que conducía a la salida del parque y a la avenida. Volvió a llamarle, pero él no se inmutó.

Y la muerte tendrá dominio

Isabelle había dicho la verdad: el Instituto estaba totalmente desierto. Casi por completo, al menos. Max dormía sobre el sofá rojo del vestíbulo cuando entraron. Tenía las gafas ligeramente torcidas y era evidente que no había tenido la intención de dormirse: había un libro que se le había resbalado abierto en el suelo y los pies, calzados con zapatillas de lona, le colgaban por encima del borde del sofá en una posición probablemente incómoda.

Inmediatamente, Clary se sintió conmovida. Le recordó a Simon a la edad de nueve o diez años, todo gafas, parpadeos torpes y, sobre todo, orejas.

—Max es como un gato. Puede dormir en cualquier parte.

Jace alargó la mano, le retiró las gafas del rostro y las depositó sobre una mesita baja de marquetería situada a poca distancia. Había una expresión en el rostro que Clary no había visto nunca antes; una feroz ternura protectora, que la sorprendió.

—Vamos, deja sus cosas tranquilas... sólo conseguirás embarrarlas —le riñó Isabelle enojada, mientras se desabotonaba el abrigo mojado.

El vestido se le había pegado al largo torso, y el agua oscurecía el grueso cinturón de cuero que le rodeaba la cintura. El brillo del látigo enrollado era visible justo allí donde el mango sobresalía del borde del cinturón. La muchacha tenía una expresión molesta.

—Noto que me voy a resfriar —anunció—. Voy a darme una ducha caliente.

Jace la contempló desaparecer por el pasillo con una especie de reacia admiración.

—En ocasiones me recuerda al poema. «Isabelle, Isabelle, no se inquietó. Isabelle no chilló ni correteó...»

—¿Nunca tienes ganas de chillar? —le preguntó Clary.

—A veces. —Jace se quitó la chaqueta mojada y la dejó en el colgador junto al abrigo de Isabelle—. Tiene razón sobre lo de la ducha caliente. Desde luego me iría muy bien.

—Yo no tengo nada para cambiarme —dijo Clary, deseando repentinamente tener unos instantes para sí misma; sus dedos ansiaban marcar el número de Simon en el móvil, averiguar si estaba bien—. Os esperaré aquí.

—No seas idiota. Te prestaré una camiseta.

Los vaqueros del muchacho estaban empapados y le colgaban bajos sobre los huesos de las caderas, mostrando una franja de pálida piel tatuada entre el tejido vaquero y el borde de la camiseta.

Clary desvió la mirada.

—No creo...

—Vamos. —El tono de Jace era firme—. De todos modos hay algo que quiero mostrarte.

Disimuladamente, Clary comprobó la pantalla de su teléfono mientras seguía a Jace por el pasillo hasta su habitación. Simon no había intentado llamar. Le pareció como si cristalizara hielo dentro de su pecho. Hasta hacía dos semanas, Simon y ella llevaban años sin pelearse. Ahora, él parecía estar furioso con ella todo el tiempo.

La habitación de Jace estaba exactamente como Clary la recordaba: limpia como una patena y vacía como la celda de un monje. No había nada en la habitación que contara nada sobre Jace: no había pósters en las paredes, no había libros amontonados en la mesilla de noche. Incluso el edredón sobre la cama era totalmente blanco.

El muchacho fue a la cómoda y sacó una camiseta azul de manga larga de un cajón. Se la tiró a Clary.

—Ésa se encogió al lavarla —explicó—. Probablemente te vendrá grande de todos modos, pero... —Se encogió de hombros—. Voy a darme una ducha. Chilla si necesitas algo.

Ella asintió, sosteniendo la camiseta sobre el pecho como si fuera un escudo. Él pareció estar a punto de decir algo más, pero se lo pensó mejor; con otro encogimiento de hombros, desapareció en el cuarto de baño, cerrando la puerta con firmeza tras él.

Clary se dejó caer sobre la mesa, con la camiseta sobre el regazo, y sacó el teléfono del bolsillo. Marcó el número de Simón. Tras cuatro timbrazos, saltó el buzón de voz. «Hola, estás hablando con Simón. O bien estoy lejos del teléfono o te estoy evitando. Déjame un mensaje y...»

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