Cassandra Clare - Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre?
En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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—¿Mis dones? —Clary estaba perpleja.

—El tuyo es el don de palabras que no pueden pronunciarse —le dijo la reina—, y el de tu hermano es el don del propio Ángel. Vuestro padre se aseguró de ello cuando tu hermano era un niño y antes de que tú nacieras siquiera.

—Mi padre jamás me dio nada —declaró Clary—. Ni siquiera me dio un nombre.

Jace parecía tan perplejo como Clary.

—Si bien los seres mágicos no mienten —dijo el chico—, se les puede mentir. Creo que habéis sido víctima de un truco o una broma, mi señora. No hay nada especial en mí o en mi hermana.

—Con qué destreza quitas importancia a tus encantos —replicó la reina con una carcajada—. Aunque debes de saber que no perteneces a la clase corriente de muchacho humano, Jonathan...

Pasó la mirada de Clary a Jace y a Isabelle —que cerró la boca que había tenido abierta de par en par—, y volvió a mirar a Jace.

—¿Es posible que no lo sepas? —murmuró.

—Sé que no dejaré a mi hermana en vuestra corte —contestó Jace—, y puesto que no hay nada que averiguar ni de ella ni de mí, ¿quizá nos haríais el favor de liberarla? —prosiguió con voz cortés y fría como el agua, aunque sus ojos dijeron:

«¿Ahora que ya os habéis divertido».

La sonrisa de la reina fue amplia y terrible.

—¿Y si os dijera que puede ser liberada mediante un beso?

—¿Queréis que Jace os bese? —inquirió Clary, perpleja.

La reina soltó una carcajada, e inmediatamente, los cortesanos copiaron su alborozo. Las carcajadas fueron una singular e inhumana mezcla de risotadas, chillidos y cloqueos, como los agudos alaridos de animales que sufren.

—A pesar de los encantos del joven —repuso la reina—, ese beso no liberaría a la muchacha.

Los cuatro se miraron entre sí, sobresaltados.

—Podría besar a Meliorn —sugirió Isabelle.

—No. A nadie de mi corte.

Meliorn se apartó de Isabelle, que miró a sus compañeros y alzó las manos.

—No pienso besar a ninguno de los tres —declaró Lazy con firmeza—. Que quede claro.

—Ni falta que hace —dijo Simón—. Si un beso es todo...

Fue hacia Clary, que estaba paralizada por la sorpresa. Cuando la tomó por los codos, ésta tuvo que contener el impulso de apartarle de un empujón. No es que no hubiese besado a Simon antes, pero ésa hubiera sido una situación muy peculiar, incluso si ella se sintiera cómoda besándole, que no era el caso. Y sin embargo era la respuesta lógica, ¿no? Sin ser capaz de evitarlo, dirigió una veloz mirada por encima del hombro a Jace y le vio poner mala cara.

—No —dijo la reina, en una voz que era como el tintineo del cristal—. Tampoco es el beso que quiero.

Isabelle puso los ojos en blanco.

—Ah, por el Ángel. Mirad, si no hay otro modo de salir de aquí, besaré a Simón. Lo he hecho antes, no es tan malo.

—Gracias —dijo éste—. Resulta de lo más halagador.

—Es una lástima —respondió la reina de la corte seelie, y su expresión estaba cargada de una especie de cruel placer, que hizo que Clary se preguntase si lo que deseaba no era tanto un beso como contemplarles a todos presas del desasosiego—, pero me temo que ese tampoco servirá.

—Bueno, pues yo no voy a besar al mundano —indicó Jace—. Preferiría quedarme aquí abajo y pudrirme.

—¿Para siempre? —dijo Simón—. Para siempre es una barbaridad de tiempo.

Jace enarcó las cejas.

—Lo sabía —repuso—. Quieres besarme, ¿verdad?

Simon alzó las manos con exasperación.

—Claro que no. Pero si...

—Imagino que es cierto lo que dicen —observó Jace—. No hay heterosexuales en las trincheras.

—Es ateos, imbécil —exclamó Simón, enfurecido—. No hay ateos en las trincheras.

—Aunque todo esto es muy gracioso —intervino la reina con frialdad, inclinándose hacia adelante—, el beso que liberará a la muchacha es el beso que más desea. —El placer cruel presente en su rostro y su voz se había intensificado, y las palabras parecieron clavarse en los oídos de Clary como agujas—. Únicamente ése y nada más.

Simon tenía la misma expresión que si la mujer le hubiese pegado. Clary quiso tenderle la mano, pero se quedó paralizada, demasiado horrorizada para moverse.

—¿Por qué hacéis esto? —exigió Jace.

—Yo más bien creía que te hacía un favor.

Jace enrojeció, pero no dijo nada. Evitó mirar a Clary.

—Eso es ridículo —indicó Simón—. Son hermanos.

La reina se encogió de hombros con una delicada elevación.

—El deseo no siempre se ve reducido por la repugnancia. Ni tampoco se puede conferir, como un favor, a aquellos que más lo merecen. Y puesto que mis palabras obligan a mi magia, de ese modo podréis saber la verdad. Si ella no desea su beso, no será libre.

Simon dijo algo, enfadado, pero Clary no le oyó: los oídos le zumbaban como si tuviera un enjambre de abejas enfurecidas dentro de la cabeza. Simon la miró, con expresión furiosa.

—No tienes que hacerlo, Clary, es un truco... —dijo.

—Un truco no —aseguró Jace—. Una prueba.

—Bueno, yo no sé tú, Simon —intervino Isabelle en un tono impaciente—, pero a mí me gustaría sacar a Clary de aquí.

—Como si tú fueras a besar a Alec —replicó él—, sólo porque la reina de la corte seelie te lo pidiera.

—Claro que lo haría. —Isabelle parecía molesta—. Si la otra opción fuese quedarme atrapada en la corte seelie para siempre. ¿A quién le importa, de todos modos? Es sólo un beso.

—Es cierto. —Era Jace. Clary le vio, por el rabillo del ojo, mientras iba hacia ella y le ponía una mano sobre el hombro para hacerla volverse de cara a él—. No es más que un beso —repitió el muchacho, y aunque el tono era áspero, las manos eran inexplicablemente delicadas.

Clary dejó que la moviera y alzó la mirada hacia él. Los ojos de Jace estaban muy oscuros, tal vez porque había poca luz en la corte, tal vez por otro motivo. Clary vio su reflejo en ambas pupilas dilatadas, una imagen diminuta de sí misma dentro de los ojos de Jace.

—Puedes cerrar los ojos y pensar en Inglaterra, si quieres —sugirió él.

—Nunca he estado en Inglaterra —repuso ella, pero bajó los párpados.

Sintió la húmeda pesadez de las propias ropas, frías y picantes contra la piel; el empalagoso aire dulce de la cueva, más frío aún, y el peso de las manos de Jace sobre los hombros, lo único que resultaba cálido. Y entonces él la besó.

Clary notó la caricia de sus labios, leve al principio, y luego los suyos se abrieron automáticamente bajo la presión. Casi contra su voluntad sintió que se tornaba dúctil, estirándose hacia arriba para rodearle el cuello con los brazos tal y como un girasol busca la luz. Los brazos de Jace se deslizaron a su alrededor, las manos anudándose en sus cabellos, y el beso dejó de ser delicado y se convirtió en fiero, todo en un único momento como la chispa convirtiéndose en llama. Clary oyó un sonido parecido a un suspiro extendiéndose raudo por la corte como una ola, en torno a ella. Pero no significó nada, se perdió en el violento discurrir de la sangre por sus venas, en la mareante sensación de ingravidez del cuerpo.

Las manos de Jace se apartaron de sus cabellos y le resbalaron por la espalda; sintió la fuerte presión de las palmas del muchacho contra los omoplatos. ..ya continuación él se apartó, soltándose con suavidad, retirando las manos de la joven de su cuello y retrocediendo. Por un momento, Clary pensó que iba a caer; sintió como si le hubiesen arrancado algo esencial, un brazo o una pierna, y se quedó mirando a Jace con confuso asombro; ¿qué sentía él?, ¿no sentía nada? No creía que pudiera soportar que él no sintiera nada.

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