—Entonces, lamento haber dicho nada. —La voz era distante, formal—. No volveré a besarte. Puedes contar con eso.
El corazón de Clary dio una lenta voltereta inútil mientras él se apartaba de ella, sacaba una toalla de lo alto de la cómoda y volvía al cuarto de baño.
—Pero... Jace, ¿qué haces?
—Acabar de ducharme. Y si has hecho que me quede sin agua caliente, me enfadaré mucho.
Entró en el baño y cerró la puerta de una patada a su espalda.
Clary se desplomó en la cama y clavó la mirada en el techo. Estaba tan vacío como lo había estado la expresión de Jace antes de darle la espalda. Se volvió y advirtió que estaba encima de la camiseta azul. Incluso olía como él, a jabón y a humo, y al aroma cúprico de la sangre. Enroscándosela alrededor de ella como una vez cuando era muy pequeña había hecho con su manta favorita, cerró los ojos.
En el sueño, contemplaba agua reluciente, extendida bajo ella como un espejo interminable que reflejaba el cielo nocturno. Y como un espejo, era sólida y dura, y ella podía andar por encima. Anduvo, oliendo el aire nocturno, las hojas húmedas y el olor de la ciudad, que centelleaba a lo lejos como un castillo de hadas cubierto de luces; y por donde andaba, grietas en forma de telaraña se abrían a partir de sus pasos y astillas de cristal chapoteaban igual que agua.
El cielo empezó a brillar. Estaba iluminado por puntos llameantes, como cabezas de cerillas encendidas. Entonces cayeron, como una lluvia de carbones ardientes procedentes del cielo, y ella se encogió asustada, alzando los brazos. Uno cayó justo frente a ella, una hoguera precipitándose a toda velocidad, pero cuando golpeó el suelo se convirtió en un muchacho: era Jace, todo él oro llameante con sus ojos dorados y cabellos dorados; unas alas de oro blanco le brotaron de la espalda, más anchas y más densamente cubiertas de plumas que las de cualquier ave.
Él sonrió como un gato y señaló detrás de ella, y Clary volvió la cabeza y vio que un muchacho de cabellos oscuros —¿era Simón?—
estaba de pie allí, y también de su espalda se extendían unas alas con plumas negras como la medianoche, y cada pluma tenía sangre en la punta.
Clary despertó respirando entrecortadamente, con las manos cerradas sobre la camiseta de Jace. La habitación estaba oscura, la única luz que se percibía penetraba desde la estrecha ventana situada junto a la cama. Se incorporó. Sentía la cabeza espesa y le dolía la nuca. Escudriñó la habitación lentamente y dio un brinco cuando un puntito de luz resplandeciente, como los ojos de un gato en la oscuridad, brilló ante ella.
Jace estaba sentado en un sillón junto a la cama. Llevaba vaqueros y un suéter gris, y su cabello parecía casi seco. Sostenía algo en la mano que brillaba como metal. ¿Una arma? Clary no podía imaginar contra qué podría estarse protegiendo allí en el Instituto.
—¿Has dormido bien?
Ella asintió. Sentía la boca pastosa.
—¿Por qué no me has despertado?
—Pensé que te iría bien el descanso. Además, dormías como un tronco. Incluso babeabas —añadió—. Sobre mi camiseta.
Clary se llevó rápidamente la mano a la boca.
—Lo siento.
—No se ve a menudo a alguien babeando —comentó Jace—. Especialmente con un abandono tan total. Con la boca bien abierta y todo eso.
—Vamos, cállate. —Palpó a su alrededor por entre las mantas hasta localizar su teléfono y volvió a mirarlo, aunque sabía lo que diría. «No hay llamadas»—. Son las tres de la madrugada —advirtió con desaliento—. ¿Crees que Simon está bien?
—Creo que es un tipo raro, en realidad —dijo Jace—. Aunque eso poco tiene que ver con la hora.
Clary se metió el teléfono en el bolsillo de los vaqueros.
—Voy a cambiarme.
El cuarto de baño blanco de Jace no era mayor que el de Isabelle,
aunque estaba considerablemente más ordenado. No había una gran variación entre las habitaciones del Instituto, se dijo Clary, mientras cerraba la puerta, pero al menos existía intimidad. Se despojó de la camiseta húmeda y la colgó en el toallero, luego se echó agua a la cara y se pasó un peine por los cabellos desordenadamente ensortijados.
La camiseta de Jace era demasiado grande para ella, pero el tejido resultaba suave en contacto con la piel. Se dobló las mangas y volvió al dormitorio, donde encontró a Jace sentado exactamente donde había estado antes, contemplando fijamente el objeto centelleante que tenía en las manos. La muchacha se inclinó sobre el respaldo del sillón.
—¿Qué es eso?
En lugar de responder, él le dio la vuelta para que ella pudiera verlo bien. Era un pedazo irregular de espejo roto, pero en lugar de reflejar su propio rostro, contenía una imagen de hierba verde, cielo azul y negras ramas desnudas de árboles.
—No sabía que lo hubieses guardado —dijo ella—. Un pedazo de Portal.
—Es por lo que quería venir aquí —repuso él—. Para coger esto. —Nostalgia y aversión se le mezclaban en la voz—. No dejo de pensar que tal vez vea a mi padre en un reflejo. Que averiguaré qué trama.
—Pero él no está ahí, ¿verdad? Pensaba que estaba en alguna parte aquí. En la ciudad.
Jace negó con la cabeza.
—Magnus le ha estado buscando y no lo cree.
—¿Magnus le ha estado buscando? No lo sabía. Cómo...
—Si Magnus llegó a ser Gran Brujo es por algo. Su poder se extiende por toda la ciudad y más allá. Puede percibir lo que hay allí fuera, hasta cierto punto.
Clary lanzó un resoplido.
—¿Puede percibir alteraciones en la Fuerza?
Jace la miró con cara de pocos amigos.
—No bromeo. Después de que mataran a aquel brujo en TriBeCa empezó a tomar cartas en el asunto. Cuando fui a alojarme con él me pidió algo de mi padre para facilitarle el rastreo. Le di el anillo de los Morgenstern. Dijo que me avisaría si percibía a Valentine en algún lugar de la ciudad, pero hasta el momento no lo ha hecho.
—Quizá lo que quería era tu anillo —aventuró Clary—. Lo cierto es que lleva una barbaridad de joyas.
—Por mí puede quedárselo. —La mano de Jace se cerró con más fuerza alrededor del trozo de espejo que sujetaba; Clary advirtió con alarma cómo le salía la sangre alrededor de los irregulares bordes desde los puntos donde se le clavaban en la carne—. No tiene ningún valor para mí.
—¡Eh! —exclamó ella, y se inclinó para quitarle el cristal de la mano—. Tranquilo.
Clary metió el pedazo de Portal dentro del bolsillo de la chaqueta de Jace, que estaba colgada en la pared. Los bordes del cristal estaban manchados de sangre, y las palmas de Jace surcadas de líneas rojas.
—Quizá deberíamos devolverte a Magnus —indicó ella con tanta suavidad como pudo—. Alec lleva allí mucho tiempo, y...
—En cierto modo, dudo que le importe —repuso Jace, pero se puso en pie obedientemente y cogió su estela, que estaba apoyada en la pared; mientras dibujaba una runa curativa en el dorso de la ensangrentada mano derecha, siguió—: Hay algo que quería preguntarte.
—¿Y qué es?
—Cuando me sacaste de la celda en la Ciudad Silenciosa, ¿cómo lo hiciste? ¿Cómo abriste la puerta?
—Ah. Sólo usé una runa de apertura corriente, y...
La interrumpió el estridente sonido de un timbre, y se llevó la mano al bolsillo antes de darse cuenta de que el ruido que había oído era mucho más fuerte y agudo que cualquier sonido que su teléfono pudiera emitir. Miró a su alrededor desconcertada.
—Ése es el timbre del Instituto —dijo Jace, agarrando su chaqueta—. Vamos.
Estaban a mitad de camino del vestíbulo cuando Isabelle salió precipitadamente por la puerta de su propio dormitorio, vestida con un albornoz de algodón, un antifaz de dormir de seda rosa en la frente y una expresión un tanto aturdida.
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