Cassandra Clare - Ciudad de cristal

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Para salvar la vida de su madre, Clary debe viajar hasta la Ciudad de Cristal, el hogar ancestral de los cazadores de sombras. Por si fuera poco, Jace no quiere que vaya y Simon ha sido encarcelado por los propios Cazadores de Sombras, que no se fían de un vampiro resistente al sol. Mientras, Clary traba amistad con Sebastián, un misterioso cazador de sombras que se alía con ella. Valentine está dispuesto a acabar con todos los cazadores de sombras: la única opción que les queda a éstos es aliarse con sus mortales enemigos pero ¿podrán hombres lobo, vampiros y otras criaturas del submundo dejar a un lado sus diferencias con los cazadores de sombras?

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—Así pues, ¿por qué no?

—¿Por qué no qué?

—¿Por qué no usar una runa de curación? Esto no es una herida hecha por un demonio.

—Porque creo que te hará bien sentir el dolor —Alec recuperó la botella azul de antiséptico—. Puedes sanar como un mundano. Despacio y de un modo desagradable. Quizá así aprendas algo. —Echó algo de líquido, que escocía terriblemente, sobre los cortes de Jace—. Aunque lo dudo.

—Siempre puedo ponerme mi propia runa curativa, ya lo sabes.

Alec empezó a envolver con vendas la mano de Jace.

—Únicamente si quieres que cuente a los Penhallow lo que le sucedió realmente a su ventana, en lugar de dejarles creer que fue un accidente. —Apretó con un tirón un nudo hecho en la venda, provocando una mueca de dolor en Jace—. ¿Sabes?, de haber sabido que ibas a hacerte esto, jamás te habría dicho nada.

—Sí, lo habrías hecho. —Jace ladeó profundamente la cabeza—. No me di cuenta de que mi ataque al ventanal te alteraría hasta ese punto.

—Es sólo que…

Acabada la operación de vendarle, Alec observó la mano de Jace, la mano que todavía sostenía en la suya. Era un garrote de vendas blancas, manchado de sangre allí donde los dedos de Alec lo habían tocado.

—¿Por qué te haces esto? No sólo lo que le hiciste a la ventana, sino el modo en que le hablaste a Clary. ¿Por qué te castigas? No puedes luchar contra tus sentimientos.

La voz de Jace sonó tranquila.

—¿Cuáles son mis sentimientos?

—He visto cómo la miras. —Los ojos de Alec eran distantes, observando algo más allá de Jace, algo que no estaba allí—. Y no puedes tenerla. A lo mejor simplemente nunca supiste qué se siente al querer algo que no puedes tener.

Jace le miró con fijeza.

—¿Qué hay entre tú y Magnus Bane?

La cabeza de Alec dio una sacudida hacia atrás.

—No… no hay nada…

—No soy estúpido. Acudiste directamente a Magnus después de hablar con Malachi. Antes de hablar conmigo o con Isabelle o con cualquier otro…

—Él era el único que podía contestar a mi pregunta, ése es el motivo. No existe nada entre nosotros —respondió Alec; y luego, advirtiendo la expresión de su amigo, añadió con gran renuencia—: No existe nada entre nosotros. ¿De acuerdo?

—Espero que eso no sea debido a mi —dijo Jace.

Alec se quedó blanco y se echó hacia atrás, como si se preparara para rechazar un golpe.

—¿A qué te refieres?

—Sé qué crees que sientes algo por mí —respondió Jace—. Pero no es cierto. Simplemente te gusto porque me ves seguro. No existe riesgo. Así nunca tienes que jugártela con una relación auténtica porque puedes usarme como excusa.

Jace sabía que estaba siendo cruel, y apenas le importaba. Herir a la gente que quería era casi tan satisfactorio como hacerse daño a sí mismo cuando estaba en aquel estado de ánimo.

—Lo capto —dijo Alec con voz tensa—. Primero Clary, luego tu mano, ahora yo. Al infierno contigo, Jace.

—¿No me crees? —preguntó Jace—. Estupendo. Anda, vamos. Bésame ahora mismo.

Alec le contempló horrorizado.

—¿Lo ves? A pesar de mi deslumbrante belleza, en realidad no te gusto de ese modo. Y si estás dejándolo pasar con Magnus, no es debido a mí. Es porque estás demasiado asustado para confesarle a nadie a quién amas realmente. El amor nos vuelve mentirosos —dijo Jace—. La reina seelie lo dijo. Así que no me juzgues por mentir sobre mis sentimientos. Tú también lo haces. —Se puso en pie—. Y ahora quiero que vuelvas a hacerlo.

El rostro de Alec reflejaba una rígida expresión dolida.

—Miente por mí —dijo Jace, tomando su chaqueta del colgador de la pared y poniéndosela—. Se pone el sol. Estarán empezando a regresar del Gard. Quiero que le digas a todo el mundo que no me siento bien y que por ese motivo no voy a bajar. Diles que me dio un mareo y tropecé, y que así es como se rompió la ventana.

Alec inclinó la cabeza atrás y miró a Jace directamente a la cara.

—De acuerdo, lo haré —contestó—, si me dices adónde vas en realidad.

—Voy a subir al Gard —declaró Jace—. Voy a sacar a Simon de la cárcel.

La madre de Clary siempre había llamado a la hora del día entre el crepúsculo y el anochecer «la hora azul». Decía que la luz era más fuerte y más especial entonces, y que era la mejor hora para pintar. Clary nunca había comprendido realmente a qué se refería pero en aquellos momentos, recorriendo Alacante al ponerse el sol, lo hizo.

La hora azul en Nueva York no era realmente azul; estaba demasiado desteñida por las farolas y los letreros de neón. Jocelyn debía de haber estado pensando en Idris. Aquí la luz caía en franjas de puro color violeta sobre la mampostería dorada de la ciudad, y las farolas de luz mágica proyectaban charcos circulares de luz blanca tan intensa que Clary esperaba sentir calor cuando los cruzaba. Deseó que su madre estuviera con ella. Jocelyn le habría mostrado partes de Alacante con las que estaba familiarizada, que ocupaban un lugar en sus recuerdos.

«Pero ella no quiso contarte nunca ninguna de esas cosas. Te las ha ocultado a propósito. Y ahora puede que jamás las conozcas.» Un dolor agudo, entre ira y el pesar, se apoderó del corazón de Clary.

—Estás terriblemente callada —dijo Sebastian.

Estaban cruzando un puente sobre el canal, cuyos pretiles de cantería estaban tallados con runas.

—Simplemente me preguntaba en qué lío me veré metida cuando regrese. Tuve que saltar por una ventana para escaparme; Amatis probablemente ya se haya dado cuenta de que no estoy.

Sebastian frunció el ceño.

—¿Por qué salir a escondidas? ¿No te permitían ver a tu hermano?

—Se supone que no debería estar en Alacante —respondió Clary—. Se supone que debo estar en casa, observando sin peligro desde la barrera.

—Ah. Eso explica muchas cosas.

—¿Ah, sí?

Le lanzó de soslayo una mirada curiosa. Tenía sombras azuladas atrapadas en los cabellos oscuros.

—Todo el mundo palideció cuando surgió tu nombre antes. Deduje que había algo de animosidad entre tu hermano y tú.

—¿Animosidad? Bueno, es un modo de expresarlo.

—¿No te cae bien?

—¿Caerme bien Jace?

Aquellas últimas semanas se había dedicado tanto a pensar en si amaba a Jace Wayland que no se había detenido a considerar si le caía bien.

—Lo siento. Es de la familia… no se trata realmente de si te cae bien o no.

—Sí que me cae bien —dijo ella, sorprendiéndose a sí misma—. Me cae bien, es sólo… que me enfurece. Me dice lo que puedo y no puedo hacer…

—No parece que eso funcione demasiado. —comentó Sebastian.

—¿Qué quieres decir?

—Se diría que tú haces lo que quieres de todos modos.

—Supongo. —La conversación la había sobresaltado, por provenir de alguien casi desconocido—. Pero parece que le ha enfurecido mucho más de lo que yo pensaba.

—Lo superará. —El tono de Sebastian era displicente.

Clary le miró con curiosidad.

—¿A ti te cae bien?

—Me gusta. Pero no creo que yo le guste demasiado. —Sebastian sonó pesaroso—Todo lo que digo parece cabrearle.

Abandonaron la calle para entrar en una amplia plaza pavimentada con adoquines rodeada por edificios altos y estrechos. En el centro se elevaba la estatua de bronce de un ángel… El Ángel, el que había dado su sangre parar crear la raza de los cazadores de sombras. En el extremo septentrional de la plaza había una impresionante construcción de piedra blanca. Una cascada de amplios escalones de mármol ascendían hasta una arcada sostenida por pilares, tras la cual había un par de enormes puertas dobles. El efecto general a la luz del atardecer era deslumbrante… y extrañamente familiar. Clary se preguntó si no habría visto un cuadro del lugar con anterioridad.

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