Cassandra Clare - Ciudad de cristal

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Para salvar la vida de su madre, Clary debe viajar hasta la Ciudad de Cristal, el hogar ancestral de los cazadores de sombras. Por si fuera poco, Jace no quiere que vaya y Simon ha sido encarcelado por los propios Cazadores de Sombras, que no se fían de un vampiro resistente al sol. Mientras, Clary traba amistad con Sebastián, un misterioso cazador de sombras que se alía con ella. Valentine está dispuesto a acabar con todos los cazadores de sombras: la única opción que les queda a éstos es aliarse con sus mortales enemigos pero ¿podrán hombres lobo, vampiros y otras criaturas del submundo dejar a un lado sus diferencias con los cazadores de sombras?

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—No —dijo Simon—; tengo otros problemas mayores que tú. El Inquisidor no deja de hacerme preguntas que no puedo responder. No deja de acusarme de obtener mis poderes como vampiro diurno de Valentine. De ser un espía suyo.

La alarma chispeó en los ojos de Jace.

—¿Aldertree dijo eso?

—Aldertree me dio a entender que toda la Clave lo pensaba.

—Eso no es malo. Si deciden que eres un espía, entonces los Acuerdos no son aplicables. No si pueden convencerse de que has violado la Ley. —Jace miró a su alrededor rápidamente antes de devolver la mirada a Simon—. Será mejor que te saquemos de aquí.

—¿Y luego qué?

Simon casi no podía creer lo que estaba diciendo. Quería salir de aquel lugar tan desesperadamente que podía paladearlo, pero no pudo impedir que las palabras brotaran de su boca.

—¿Dónde planeas ocultarme?

—Hay un Portal aquí en el Gard. Si lo encontramos, puedo enviarte de vuelta por él…

—Y todo el mundo sabrá que me ayudaste. Jace, la Clave no sólo anda tras de mí. De hecho, dudo que sientan el menor interés por un subterráneo. Están intentando demostrar algo sobre tu familia…, sobre los Lightwood. Están intentando demostrar que están conectados con Valentine. Que nunca abandonaron realmente el Círculo.

Incluso en la oscuridad, fue posible ver cómo el color afloraba a las mejillas de Jace.

—Pero eso es ridículo. Pelearon contra Valentine en el barco, Robert casi murió…

—El Inquisidor quiere creer que sacrificaron a los otros nefilim que lucharon en el barco para proteger la ilusión de que estaban en contra de Valentine. Pero aún así perdieron la Espada Mortal, y eso es lo que le importa. Mira, tú intentaste advertir a la Clave, y ellos no te hicieron el menor caso. Ahora el Inquisidor busca a alguien a quien cargarle todas las culpas. Si puede tachar a tu familia de traidores, entonces nadie culpará a la Clave por lo que sucedió, y él podrá llevar a cabo cualquier política que desee sin oposición.

Jace hundió la cabeza en las manos; los largos dedos tiraban alocadamente de los cabellos.

—Pero no puedo dejarte aquí. Si Clary lo descubre…

—Debería haber sabido que era eso lo que te preocupaba. —Simon lanzó una áspera carcajada—. Pues no se lo digas. Está en Nueva York, de todos modos, gracias a… —Se interrumpió, incapaz de pronunciar la palabra—. Tenías razón —dijo en su lugar—. Me alegro de que no esté aquí.

Jace alzó el rostro de las manos.

—¿Qué?

—La Clave ha perdido el juicio. Quién sabe lo que harían si supiesen lo que puede hacer. Tenías razón —repitió Simon, y cuando Jace no dijo nada en respuesta, añadió—: Y será mejor que disfrutes lo que acabo de decirte. Probablemente no volveré a decirlo.

Jace le miró fijamente con el rostro inexpresivo, y Simon rememoró con una desagradable sacudida el aspecto que tenía Jace en el barco, ensangrentado y moribundo sobre el suelo de metal. Finalmente, Jace habló.

—¿Así que me estás diciendo que planeas quedarte aquí? ¿En prisión? ¿Hasta cuándo?

—Hasta que se nos ocurra una idea mejor —respondió Simon—. Pero hay una cosa.

—¿Qué? —preguntó Jace, enarcando las cejas.

—Sangre —dijo Simon—. El Inquisidor está intentando matarme de hambre para que hable. Ya me siento muy débil. Cuando llegue mañana estaré…, bueno, no sé cómo estaré. Pero no quiero ceder ante él. No volveré a beber tu sangre, ni la de ningún otro —añadió rápidamente, antes de que Jace pudiera ofrecerse—. Sangre de animal servirá.

—Te puedo conseguir sangre —repuso Jace; luego vaciló—. ¿Le dijiste al Inquisidor que te dejé beber mi sangre? ¿Qué te salvé?

Simon negó con la cabeza.

Los ojos de Jace brillaron con luz reflejada.

—¿Por qué no?

—Supongo que no quería meterte en más problemas.

—Mira, vampiro —dijo Jace—. Protege a los Lightwood si quieres. Pero no me protejas a mí.

—¿Por qué no? —Simon alzó la cabeza.

—Supongo —dijo Jace, y por un momento, mientras miraba abajo a través de los barrotes, Simon pudo casi imaginar que él estaba fuera y era Jace quien estaba dentro de la celda—que no lo merezco.

Clary despertó al oír un sonido como de granizo sobre un tejado de metal. Se sentó en la cama, mirando a su alrededor como atontada. El sonido se repitió, un agudo golpeteo que surgía de la ventana. Echó la manta atrás de mala gana y fue a investigar.

Abrir de par en par la ventana dejó entrar una ráfaga de aire frío que traspasó el pijama como un cuchillo. Tiritó y se inclinó hacia fuera por encima del alféizar.

Había alguien de pie en el jardín situado abajo, y por un momento, con el corazón dándole un brinco, todo lo que vio fue que la figura era esbelta y alta, con despeinados cabellos juveniles. Entonces él alzó la cara y vio que el cabello era oscuro, no rubio, y se dio cuenta de que, por segunda vez, había esperado a Jace y Sebastian había aparecido en su lugar.

El muchacho sostenía un puñado de guijarros en una mano. Sonrió al verla asomar la cabeza, y se señaló así mismo y luego al enrejado del rosa. «Baja.»

Ella negó con la cabeza y señaló en dirección a la parte delantera de la casa. «Reúnete conmigo en la puerta principal.» Cerró la ventana y corrió escaleras abajo. Era entrada la mañana; la luz que penetraba por las ventanas era fuerte y dorada, pero todas las luces estaban apagadas y la casa estaba en silencio. «Amatis debe dormir aún», pensó.

Clary fue a la puerta principal, descorrió el cerrojo, y la abrió. Sebastian estaba allí, de pie en el escalón de la entrada, y una vez más ella tuvo aquella sensación, aquel extraño estallido de reconocimiento, aunque fue más leve en esta ocasión. Le sonrió débilmente.

—Has arrojado piedras a mi ventana —dijo—. Pensaba que la gente sólo hacía eso en las películas.

Él sonrió burlón.

—Bonito pijama. ¿Te he despertado?

—Quizá.

—Lo siento —dijo él, aunque no parecía sentirlo—Pero esto no podía esperar. A propósito, tal vez quieras correr escaleras arriba y vestirte. Pasaremos el día juntos.

—Vaya. Muy seguro de ti mismo, ¿verdad? —dijo ella, aunque probablemente los chicos con el aspecto de Sebastian en realidad no tenían motivos para sentir otra cosa que seguridad en sí mismos. Negó con la cabeza—. Lo siento, pero no puedo. No puedo abandonar la casa. Hoy no.

Una tenue arruga de preocupación apareció entre los ojos del muchacho.

—Ayer saliste.

—Lo sé, pero eso fue antes de… —«Antes de que Amatis me hiciera sentir como una enana de cinco centímetros.» —Simplemente no puedo. Y por favor no intentes persuadirme de que lo haga, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dijo él—. No discutiré. Pero al menos deja que te diga lo que he venido a decirte. Luego, lo prometo, si todavía quieres que me vaya, me iré.

—¿Qué es?

Él alzó el rostro, y ella se preguntó cómo era posible que unos ojos oscuros pudiesen resplandecer exactamente como los dorados.

—Sé dónde puedes encontrar a Ragnor Fell.

Clary necesitó menos de diez minutos para correr escaleras arriba y vestirse de cualquier manera, garabatear una nota a Amatis y volver a reunirse con Sebastian, que la esperaba junto al canal. El muchacho sonrió de oreja a ojera mientras ella corría a su encuentro, sin aliento, con el abrigo verde echando sobre un brazo.

—Ya estoy aquí —dijo ella, deteniéndose con un patinazo—. ¿Podemos ir ahora?

Sebastian insistió en ayudarla a ponerse el abrigo.

—No creo que nadie me haya ayudado jamás con el abrigo —comentó Clary, liberando los cabellos que habían quedado atrapados bajo el cuello—. Bueno, a lo mejor algún camarero. ¿Has sido camarero alguna vez?

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