Cassandra Clare - Ciudad de cristal

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Para salvar la vida de su madre, Clary debe viajar hasta la Ciudad de Cristal, el hogar ancestral de los cazadores de sombras. Por si fuera poco, Jace no quiere que vaya y Simon ha sido encarcelado por los propios Cazadores de Sombras, que no se fían de un vampiro resistente al sol. Mientras, Clary traba amistad con Sebastián, un misterioso cazador de sombras que se alía con ella. Valentine está dispuesto a acabar con todos los cazadores de sombras: la única opción que les queda a éstos es aliarse con sus mortales enemigos pero ¿podrán hombres lobo, vampiros y otras criaturas del submundo dejar a un lado sus diferencias con los cazadores de sombras?

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—Mátalo —dijo una vampira pelirroja que estaba muy cerca de Jacob y que hablaba con un fuerte acento: ruso, se dijo Simon, aunque no estaba seguro—. Mátalo de todos modos.

La expresión de Raphael era una mezcla de furia y recelo.

—No lo haré —replicó—. Cualquier daño que se le cause repercutirá sobre el que lo haga siete veces. Ésa es la naturaleza de la Marca. Desde luego, si alguno de vosotros quiere ser quien corra tan riesgo, yo no tengo ningún inconveniente.

Nadie habló ni se movió.

—Ya sabía yo que no —repuso Raphael, y sus ojos escudriñaron a Simon—. Como la reina malvada del cuento, Lucia Graymark me ha enviado una manzana envenenada. Supongo que esperaba que te hiciera daño, y cosecharía el consiguiente castigo.

—No —se apresuró a decir Simon—. No…, Luke no sabía esto. Su gesto fue de buena fe. Tienes que cumplir la palabra dada.

—¿Y, así pues, lo elegiste tú? —Por primera vez había algo distinto al desprecio, se dijo Simon, en el modo en que Raphael le miraba—. Esto no es un simple hechizo de protección, vampiro diurno. ¿Sabes cuál fue el castigo de Caín? —Habló en voz baja, como si compartiera un secreto con Simon—: «Y ahora maldito seas tú de la tierra. Y errante y extranjero serás en la Tierra».

—Entonces —dijo Simon—, andaré errante, si es necesario. Haré lo que tenga que hacer.

—Todo esto —repuso Raphael—, todo esto por los nefelim.

—No tan sólo por los nefilim —respondió Simon—. Hago esto también por ti. Incluso aunque no lo desees. —Alzó la voz de modo que los silenciosos vampiros que lo rodeaban pudiesen oírle—. Os preocupa que si otros vampiros se enteraban de lo que me había sucedido, fueran a pensar que la sangre de los cazadores de sombras podía permitirles también pasear a la luz del día. Pero no debo este poder a eso. Fue algo que Valentine hizo. Un experimento. Él lo causó, no Jace. Y no se puede reproducir. No volverá a suceder jamás.

—Imagino que dice la verdad —dijo Jacob, ante la sorpresa de Simon—. Ciertamente he conocido a uno o dos Hijos de la Noche que han probado la sangre de un cazador de sombras en el pasado. Ninguno de ellos ha tolerado nunca la luz del sol.

—Una cosa era no ayudar a los cazadores de sombras antes —siguió Simon, volviendo la cabeza de nuevo hacia Raphael—, pero ahora, ahora que me han enviado a vosotros… —Dejó que el resto de la frase flotara en el aire, sin terminar.

—No intentes hacerme chantaje, vampiro diurno —dijo Raphael—. Cuando los Hijos de la Noche hacen un trato, lo mantienen, sin importar lo mal que se les haya tratado. —Sonrió levemente; sus afilados dientes brillaron en la oscuridad—. Sólo hay una cosa —continuó—. Un último acto que requiero de ti para que demuestres que realmente has actuado de buena fe. —El énfasis que puso en las últimas dos palabras llevaba un gélido lastre.

—¿Qué es? —preguntó Simon.

—Nosotros no seremos los únicos vampiros que luchen en la batalla de Lucian Graymark —respondió él—. Tú también lo harás.

Jace abrió los ojos en medio de un remolino plateado. Tenía la boca llena de un líquido amargo. Tosió, preguntándose por un momento si se estaba ahogando; pero, si era así, lo hacía en tierra firme. Estaba sentado con la espalda muy recta apoyada en una estalagmita y tenía las manos atadas. Volvió a toser y la boca se le llenó de un sabor salado. No se estaba ahogando, comprendió, simplemente se atragantaba con sangre.

—¿Despierto, hermanito? —Sebastian estaba arrodillado frente a él, con un trozo de soga en las manos y la sonrisa similar a un cuchillo desenvainado—. Bien. Temí por un momento haberte matado demasiado pronto.

Jace giró la cara a un lado y escupió una bocanada de sangre al suelo. Sentía la cabeza como si le estuviesen hinchando un globo dentro de ella y éste presionase con fuerza contra el interior del cráneo. El plateado remolino sobre su cabeza aminoró y se detuvo, convirtiéndose en un brillante dibujo de estrellas visibles a través del agujero del techo de la cueva.

—¿Aguardando una ocasión especial para matarme? Se acerca la Navidad.

Sebastian dedicó a Jace una mirada pensativa.

—Eres muy insolente. Eso no lo aprendiste de Valentine. ¿Qué aprendiste realmente de él? Tampoco me parece que te adiestrase demasiado en la lucha. —Se inclinó más cerca—. ¿Sabes lo que me dio el día de mi noveno aniversario? Una lección. Me enseñó que hay un lugar en la espalda de un hombre donde, si hundes un cuchillo, puedes perforarle el corazón y seccionarle la espina dorsal, todo a la vez. ¿Qué recibiste tú en día de tu noveno aniversario, angelito? ¿Una galletita?

« ¿Noveno aniversario?» Jace tragó saliva con fuerza antes de soltar:

—Dime entonces, ¿en qué agujero te tenía escondido mientras yo crecía? Porque no recuerdo haberte visto por la casa de campo.

—Crecí en este valle. —Sebastian indicó con la barbilla la salida de la cueva—. No recuerdo haberte visto tampoco a ti por aquí, ahora que lo pienso. Aunque yo conocía de tu existencia. Apuesto a que tú no sabías nada de la mía.

Jace negó con la cabeza.

—Valentine no era muy dado a alardear de ti. No puedo imaginar el motivo.

Los ojos de Sebastian centellearon. Era fácil contrastar, ahora, el parecido de Valentine: la misma insólita combinación de cabello de un blanco plateado y los ojos negros, los mismos huesos finos que en otro rostro moldeado con menos energía habrían parecido delicados.

—Yo lo sabía todo sobre ti. —dijo—. Pero tú no sabes nada ¿verdad? —Sebastian se puso en pie—. Te quería vivo para que contemplases esto, hermanito —siguió—. Así que observa, y observa con atención.

Con un movimiento tan veloz que fue casi invisible, sacó la espada de la vaina que llevaba a la cintura. Tenía una empuñadura de plata, y como la Espada Mortal, brillaba con una mortecina luz oscura. Había un dibujo de estrellas grabado en la superficie de la negra hoja; la espada atrapó la auténtica luz estelar cuando Sebastian hizo girar la hoja, y ardió como el fuego.

Jace contuvo el aliento. Se preguntó si Sebastian simplemente tenía intención de matarlo, pero no, lo habría matado ya, mientras estaba inconsciente, si ésa hubiera sido su intención. Jace observó mientras el otro muchacho se alejaba hacia el centro de la estancia, con la espada sujeta levemente en la mano, a pesar de que parecía bastante pesada. Su mente trabajaba frenéticamente. ¿Cómo podía Valentine tener otro hijo? ¿Quién era su madre? ¿Alguna otra persona del Círculo? ¿Era él mayor o más joven que Jace?

Sebastian había llegado hasta la enorme estalagmita de tinte rojizo del centro de la habitación. Ésta pareció latir a medida que él se aproximaba, y el humo de su interior empezó a girar más de prisa. Sebastian entrecerró los ojos y alzó la hoja. Dijo algo —una palabra en un discordante idioma demoníaco—y descargó la espada transversalmente, con violencia y a toda velocidad, en un arco cortante.

La parte superior de la estalagmita se rompió. Dentro estaba hueca como un tubo de ensayo, llena de una masa de humo negro y rojo, que ascendió en un torbellino como gas escapando de un globo pinchado. Hubo un rugido, una especie de presión explosiva. Jace sintió un estallido en los oídos. De improviso resultó difícil respirar. Quiso tirar del cuello de su camiseta, pero no podía mover las manos. Estaban atadas con demasiada fuerza tras él.

Sebastian estaba medio oculto tras la columna de la que manaba aquella sustancia roja y negra que se enroscaba sobre sí misma, ascendiendo en espiral… «¡Observa!», gritó con el rostro resplandeciente. Tenía los ojos iluminados; los cabellos blancos le azotaban el rostro por el creciente viento, y Jace se preguntó si su padre había tenido aquel aspecto cuando era joven: terrible y a la vez en cierto modo fascinante.

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