Crujió un hueso bajo sus nudillos. El golpe derribó a Sebastian al suelo cuan largo era. Resbaló hacia atrás sobre la tierra y la espada escapó de su mano. Jace la atrapó a la vez que corría al frente, y al cabo de un segundo estaba de pie junto a Sebastian, contemplándolo, espada en mano.
La nariz de Sebastian sangraba; la sangre dibujaba un trazo escarlata sobre su rostro. Alzó la mano y apartó a un lado el cuello de la chaqueta para dejar al descubierto la garganta.
—Adelante —dijo—. Mátame ya.
Jace vaciló. No quería vacilar, pero ahí estaba: esa molesta renuncia a matar a nadie que yaciera indefenso en el suelo frente a él. Jace recordó a Valentine provocándolo, allá en Renwick, retando a su hijo a matarlo, y Jace no había podido hacerlo. Pero Sebastian era un asesino. Había matado a Max y a Hodge.
Alzó la espada.
Y Sebastian se levantó disparado del suelo más rápido que la vista. Pareció volar en el aire, efectuando un elegante salto mortal hacia atrás y aterrizando con gracia sobre la hierba apenas a treinta centímetros de distancia. Al hacerlo, lanzó una patada y golpeó la mano de Jace. La patada lanzó la espada por los aires, Sebastian la atrapó al vuelo, riendo, y lanzó un mandoble con ella, blandiéndola en dirección al corazón de Jace. Éste saltó atrás y la hoja hendió el aire justo en frente de él, haciendo un corte en la parte delantera de la camiseta. Jace sintió un dolor punzante y percibió como la sangre manaba de un tajo poco profundo sobre el pecho.
Sebastian rió por lo bajo mientras avanzaba hacia Jace, quien retrocedió, sacando a tientas la insuficiente daga del cinturón mientras lo hacía. Miró a su alrededor, confiando desesperadamente en que hubiese algo que pudiera usar como arma: un palo largo, cualquier cosa. No había nada a su alrededor salvo la hierba, el río que discurría a poca distancia, y los árboles en lo alto, extendiendo las gruesas ramas por encima de su cabeza como una red verde. De improviso recordó la Configuración Malachi en la que la Inquisidora lo había encerrado. Sebastian no era el único capaz de saltar.
Sebastian volvió a lanzar un mandoble hacia él, pero Jace ya había saltado… Se encontraba en el aire. La rama más baja estaba a unos seis metros de altura; la agarró, columpiándose hacia arriba y sobre ella. Arrodillándose sobre la rama, vio a Sebastian girar en redondo en el suelo y mirar hacia arriba. Jace arrojó la daga y oyó gritar a Sebastian. Jadeante, se irguió…
Y Sebastian estaba de improviso sobre la rama junto a él. Su pálido rostro estaba enrojecido por la ira; el brazo que usaba para empuñar la espada chorreaba sangre. Se le había caído la espada, evidentemente, sobre la hierba, aunque eso simplemente los ponía en igualdad de condiciones, se dijo Jace, ya que su daga también había desaparecido. Vio con cierta satisfacción que por ver primera Sebastian parecía enojado…, enojado y sorprendido, como si una mascota a la que había considerado mansa le hubiera mordido.
—Ha sido divertido —dijo Sebastian—. Pero ahora se ha acabado.
Se abalanzó sobre Jace, agarrándolo por la cintura y derribándolo fuera de la rama. Cayendo seis metros por los aires cogidos el uno al otro, arañándose… y se golpearon violentamente contra el suelo, con tal fuerza que Jace vio estrellas tras los ojos. Se lanzó a por el brazo herido de Sebastian y le clavó los dedos; Sebastian chilló y golpeó a Jace en la cara con el dorso de la mano. La boca del muchacho se llenó de sangre salada; se atragantó con ella mientras rodaban juntos por la tierra, asestándose puñetazos el uno al otro. Sintió el repentino shock de un frío gélido; había rodado por la suave pendiente al interior del río y yacían medio dentro, medio fuera del agua. Sebastian lanzó un grito ahogado y Jace aprovechó la oportunidad para agarrar la garganta de su adversario y cerrar las manos a su alrededor, apretando. Sebastian dio boqueadas, agarrando la muñeca derecha de Jace con su mano y tirando de ella hacia atrás, con fuerza suficiente para partirle los huesos. Jace se oyó chillar como si estuviera lejos, y Sebastian sacó partido de la ventaja, retorciendo la muñeca rota sin piedad hasta que Jace lo soltó y cayó hacia atrás en el frío y aguado lodo, con el brazo aullando de dolor.
Medio arrodillado sobre el pecho de Jace, con una rodilla clavándose con fuerza en sus costillas, Sebastian le sonrió burlón. Sus ojos centelleaban blancos y negros desde una máscara de tierra y sangre. Algo brillaba en su mano derecha. La daga de Jace. Debía de haberla recogido del suelo. La punta descansaba directamente sobre el corazón de Jace.
—Y nos encontramos exactamente donde estábamos hace cinco minutos —comentó Sebastian—. Has tenido tu oportunidad, Wayland. ¿Tus últimas palabras?
Jace le miró fijamente; le manaba sangre de la boca y el sudor le escocía en los ojos, y tuvo una sensación de agotamiento total y vacío. ¿Era realmente así como iba a morir?
—¿Wayland? —dijo—. Sabes que ése no es mi nombre.
—Tienes tanto derecho a él como lo tienes al nombre de Morgenstern —replicó Sebastian, que se inclinó hacia su enemigo apoyando su peso sobre la daga.
La punta perforó la piel de Jace, enviando una ardiente punzada de dolor a través de su cuerpo. El rostro de Sebastian estaba a centímetros de distancia; su voz era un susurro sibilante.
—¿Realmente creías que eras hijo de Valentine? ¿Realmente creías que una cosa lloriqueante y patética como tú era digna de ser un Morgenstern, de ser mi hermano? —Echó los blancos cabellos atrás: estaban lacios por el sudor y el agua del arroyo—. Eres un niño sustituto —dijo—. Mi padre abrió en canal un cadáver para sacarte y convertirte en uno de sus experimentos. Intentó criarte como a su propio hijo, pero eras demasiado débil para serle de utilidad. No podías ser un guerrero. No eres nada. Inútil. Así que se te quitó de encima entregándote a los Lightwood y esperó que pudieras serle de utilidad más tarde, como señuelo. O como cebo. Él jamás te quiso.
Los ardientes ojos de Jace pestañearon.
—Entonces tú…
—Yo soy el hijo de Valentine. Joanthan Christopher Morgenstern. Tú jamás tuviste ningún derecho a ese nombre. Eres un fantasma. Un aspirante.
Sus ojos eran negros y relucían, como dos caparazones de insectos muertos; de improviso Jace oyó la voz de su madre, como en un sueño —aunque ella no era un madre—diciendo: «Jonathan ya no es un bebé. No es ni siquiera humano; es un monstruo».
—Se trata de ti —dijo Jace con voz asfixiada—. Eres tu quien tiene la sangre de demonio. No yo.
—Exacto.
La daga resbaló otro milímetro al interior de la carne de Jace. Sebastian todavía sonreía, pero era un rictus, como el de una calavera.
—Tú eres el chico ángel. Tuve que oírlo todo respecto a ti. Tú con tu hermosa cara de ángel y tus bonitos modales y tus delicados, tus tan delicados sentimientos. Ni siquiera podías contemplar morir un pájaro sin llorar. NO es de extrañar que Valentine se sintiera avergonzado de ti.
—No —Jace olvidó la sangre de su boca, olvidó el dolor—. Es de ti de quien se avergüenza. ¿Crees que no quería llevarte con él al lago porque necesitaba que estuvieses aquí y abrieses la puerta a medianoche? Él sabía que serías incapaz de esperar. No te llevó con él porque le avergüenza presentarse ante el Ángel y mostrarle lo que ha hecho. Enseñarle la criatura que creó. Mostrarte a él. —Alzó la mirada hacia Sebastian; podía sentir una terrible y triunfal piedad llameando en sus propios ojos—. Sabe que no hay nada de humano en ti. Quizás te ama, pero te odia también…
—¡Cállate!
Sebastian presionó sobre la daga, retorciendo la empuñadura. Jace se arqueó hacia atrás con un grito, y un dolor insoportable le estalló como un relámpago tras los ojos. «Voy a morir —pensó—. Me estoy muriendo. Se acabó.» Se preguntó si ya le habría perforado el corazón. NO podía moverse, ni podía respirar. Supo entonces lo que debía de sentir una mariposa clavada sobre una cartulina. Intentó hablar, intentó decir su nombre, pero nada salió de su boca salvo más sangre.
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