Cassandra Clare - Ciudad de cristal

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Para salvar la vida de su madre, Clary debe viajar hasta la Ciudad de Cristal, el hogar ancestral de los cazadores de sombras. Por si fuera poco, Jace no quiere que vaya y Simon ha sido encarcelado por los propios Cazadores de Sombras, que no se fían de un vampiro resistente al sol. Mientras, Clary traba amistad con Sebastián, un misterioso cazador de sombras que se alía con ella. Valentine está dispuesto a acabar con todos los cazadores de sombras: la única opción que les queda a éstos es aliarse con sus mortales enemigos pero ¿podrán hombres lobo, vampiros y otras criaturas del submundo dejar a un lado sus diferencias con los cazadores de sombras?

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Y sin embargo Sebastian pareció leer sus ojos.

—Clary. Casi lo había olvidado. Estas enamorado de ella, ¿verdad? La vergüenza de vuestros asquerosos impulsos incestuosos casi debe de haberte matado. Qué mala suerte que no supieses que no es realmente tu hermana. Podrías haber pasado el resto de tu vida con ella, si no fueses tan estúpido. —Se inclinó, empujando el cuchillo con más fuerza, arañando hueso con su filo, y le habló a Jace al oído, en una voz tan queda como un susurro—. Ella te amaba también —dijo—. Ten eso presente mientras mueres.

La oscuridad entró a raudales desde los bordes de la visión de Jace, igual que tinta derramándose sobre una fotografía y tapando la imagen. De pronto no hubo ningún dolor. No sintió nada, ni siquiera el peso de Sebastian sobre él, como si estuviese flotando. El rostro de Sebastian se diluyó sobre él, blanco contra la oscuridad, con la daga en la mano. Algo de un dorado brillante relució en la muñeca de Sebastian, como si llevara un brazalete. Pero no era un brazalete, porque se movía. Sebastian miró en dirección a la mano, sorprendido, a la vez que la daga caía en ella al aflojarse la presión y golpeaba contra el lodo con un sonido audible.

Luego la mano misma, separada de la muñeca, chocó contra el suelo junto al arma.

Jace contempló con asombro cómo la mano seccionada de Sebastian rebotaba e iba a detenerse contra un par de botas negras altas. Las botas iban unidas a un par de delicadas piernas, que se alzaban hasta un torso esbelto y un rostro familiar coronado por una cascada de cabellos negros. Jace alzó los ojos y vio a Isabelle, que tenía el látigo empapado en sangre y los ojos clavados en Sebastian, quien contemplaba fijamente el ensangrentado muñón de su muñeca con terrible sorpresa.

Isabelle le dedicó una sonrisa lúgubre.

—Eso ha sido por Max, bastardo.

—Zorra —siseó Sebastian… y se incorporó de un salto al mismo tiempo que el látigo de Isabelle descendía hacia él a una velocidad increíble.

El muchacho se arrojó a un lado y desapareció. Se escuchó un susurro de hojas; sin duda se había esfumado al interior del los árboles, pensó Jace, aunque sentía demasiado dolor para girar la cabeza y mirar.

—¡Jace!

Isabelle se arrodilló junto a él; su estela brillaba en la mano izquierda. Tenía los ojos llenos de lágrimas; debía de tener bastante mal aspecto, comprendió Jace, para que Isabelle mostrara aquella expresión.

«Isabelle», intentó decir. Quería decirle que se marchara, que huyera, que no importaba lo espectacular, valiente y llena de talento que fuera —y era todas esas cosas—, que no era rival para Sebastian. Y no había modo de que Sebastian fuese a dejar que algo sin importancia como que le hubiesen rebanado la mano fuera a detenerlo. Pero todo lo que surgió de la boca del muchacho fue una especie de borboteo.

—No hables. —Notó la punta de la estela arder sobre la piel del pecho—. Te pondrás bien. —Isabelle le sonrió temblorosamente—. Seguro que te preguntas qué diablos hago yo aquí —dijo—. No sé cuanto sabes… No sé lo que Sebastian te contó… pero tú no eres el hijo de Valentine.

El iratze estaba casi terminado; Jace podía sentir ya cómo el dolor se desvanecía. Asintió levemente, intentando decirle: «Lo sé».

—De todos modos, yo no iba a venir a buscarte después de que salieras pitando, porque decías en tu nota que no lo hiciésemos, y eso lo entendí. Pero por nada del mundo te iba a dejar morir creyendo que tenías sangre de demonio, o sin decirte que no hay nada malo en ti, aunque francamente, para empezar, cómo pudiste pensar una estupidez así… —La mano de Isabelle dio una sacudida, y ella se quedó inmóvil, sin querer estropear la runa—. Y era necesario que supieses que Clary no es tu hermana —siguió, con más dulzura—. Porque… porque tenías que saberlo. Así que conseguí que Magnus me ayudara a localizarte. Usé aquel pequeño soldado de madera que le diste a Max. No creo que Magnus me hubiera echado una mano en una situación normal, pero digamos simplemente que estaba en un «inusual» buen humor, y que le dije que Alec quería ir en tu busca… aunque eso no era «estrictamente» cierto, pero para cuando él lo descubra ya será demasiado tarde, puesto que una vez que supe dónde estabas, porque él ya había instalado aquel Portal, me escabullí…

Isabelle lanzó un grito. Jace intentó agarrarla, pero estaba fuera de su alcance; fue alzada y arrojada a un lado. El látigo se le escapó de la mano. Se puso de rodillas a toda prisa, pero Sebastian estaba ya delante de ella. Los ojos le llameaban furiosos y había una tela ensangrentada alrededor del muñón. Isabelle se lanzó a por el látigo, pero Sebastian se movió más de prisa. Giró en redondo y le asestó una patada, con fuerza. La bota que cubría su pie la alcanzó en la caja torácica. A Jace casi le pareció oír cómo las costillas de Isabelle se quebraban mientras ésta volaba hacia atrás y aterrizaba desmañadamente de costado. La oyó lanzar un grito —a Isabelle, que jamás gritaba de dolor—cuando Sebastian volvió a patearla y luego levantó su látigo del suelo, blandiéndolo en la mano.

Jace rodó sobre el costado. El iratze casi terminado había ayudado, pero el dolor del pecho todavía era fuerte y sabía, de algún extraño modo, que el hecho de escupir sangre probablemente significaba que tenía un pulmón perforado. No estaba seguro de cuánto tiempo le daba eso. Minutos, probablemente. Escarbó en el suelo para recoger la daga de donde Sebastian la había dejado caer, junto a los espantosos restos de su mano, y se puso en pie tambaleante. Olía a sangre por todas partes. Pensó en la visión de Magnus, el mundo convertido en sangre, y su resbaladiza mano se cerró con fuerza en el mango de la daga.

Dio un paso al frente. Luego otro. Cada paso era como si arrastrara los pies por cemento. Isabelle insultaba a gritos a Sebastian, que reía mientras la asestaba latigazos sobre el cuerpo. Los chillidos de la muchacha arrastraban a Jace como un pez en un anzuelo, pero se tornaron más débiles a medida que él avanzaba. El mundo gritaba a su alrededor como una atracción de feria.

«Un paso más», se dijo. Uno más. Sebastian le daba la espalda; estaba concentrado en Isabelle. Probablemente pensaba que Jace ya estaba muerto. Y casi lo estaba. «Un paso», se dijo, pero no podía hacerlo, no podía moverse, no podía obligarse a arrastrar los pies un paso más. Las tinieblas penetraban a raudales por los bordes de su visión…, una negrura más profunda que la oscuridad del sueño. Una negrura que borraría todo lo que había visto jamás y le proporcionaría un descanso que sería absoluto. Pacífico. Pensó, de improviso, en Clary; Clary tal y como la había visto la última vez, dormida, con el cabello extendido sobre la almohada y la mejilla sobre la mano. Había pensando entonces que no había visto nunca nada tan apacible en su vida, pero desde luego ella sólo había estado dormida, igual que cualquier otra persona dormiría. No había sido su paz lo que le había sorprendido, sino la suya propia. La paz que sentía al estar con ella no se parecía a nada que hubiese conocido antes.

El dolor le estremeció la columna vertebral, y advirtió con sorpresa que de algún modo, sin una volición propia, las piernas habían dado el último paso crucial. Sebastian tenía el brazo atrás, el látigo brillaba en su mano; Isabelle yacía sobre la hierba, hecha un guiñapo, y ya no gritaba… ya no se movía en absoluto.

—Pequeña zorra Lightwood —decía en aquellos momentos Sebastian—. Debería haberte aplastado la cara con aquel martillo cuando tuve la oportunidad…

Y Jace alzó la mano, con la daga en ella, y hundió la hoja en la espalda de Sebastian.

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