Cassandra Clare - Ciudad de las almas perdidas

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Jace es ahora un sirviente del mal, vinculado a Sebastian por toda la eternidad. Sólo un pequeño grupo de Cazadores de Sombras cree posible su salvación. Para lograrla, deben desafiar al Cónclave, y deben actuar sin Clary. Porque Clary está jugando a un juego muy peligroso por su propia cuenta y riesgo. Si pierde, el precio que deberá pagar no consiste tan solo en entregar su vida, sino también el alma de Jace.
Clary está dispuesta a hacer lo que sea por Jace, pero ¿puede seguir confiando en él? ¿O lo ha perdido para siempre? ¿Es el precio a pagar demasiado alto, incluso para el amor?

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—Mi móvil. —Sin soltarla, palpó la barra con la otra mano hasta que encontró el teléfono. Había dejado de sonar, pero de todas formas lo abrió, y frunció el ceño—. Es el Praetor .

El Praetor no llamaba nunca, o al menos lo hacía muy rara vez. Sólo cuando algo era de una importancia vital. Maia suspiró y se apartó de él.

—Cógelo.

Él asintió, mientras ya se llevaba el móvil a la oreja. Su voz se convirtió en un suave murmullo en el fondo de la conciencia de Maia mientras saltaba de la barra e iba a la nevera, donde estaban enganchados los menús de la comida a domicilio. Los fue mirando hasta que encontró el del restaurante tailandés cercano que a ella le gustaba; se volvió con el papel en la mano.

Jordan estaba de pie en medio del salón, pálido, con el teléfono olvidado en la mano. Maia podía oír una vocecita distante que salía de él, llamándolo.

Maia dejó caer el menú y corrió hacia él. Le cogió el teléfono de la mano, cortó la llamada y lo dejó en la barra.

—¿Jordan? ¿Qué ha pasado?

—Mi compañero de cuarto, Nick, ¿recuerdas? —contestó él, con la incredulidad marcada en sus ojos de color avellana—. No lo llegaste a conocer, pero…

—Vi fotos suyas —repuso ella—. ¿Le ha pasado algo?

—Está muerto.

—¿Cómo?

—El cuello abierto, y toda la sangre desaparecida. Creen que localizó a su misión y ella lo mató.

—¿Maureen? —Maia estaba sorprendida—. Pero si sólo es una niña.

—Ahora es una vampira. —Tragó aire—. Maia…

Ella se lo quedó mirando. Tenía los ojos vidriosos y el cabello revuelto. Un pánico inesperado se despertó en su interior. Besarse, acariciarse y practicar sexo era una cosa. Consolar a Jordan afectado por la muerte de alguien era algo muy diferente. Significaba compromiso. Significaba cariño. Significaba querer aliviar el dolor y, al mismo tiempo, dar gracias porque lo malo que hubiera pasado, no les hubiera pasado a ellos.

—Jordan —dijo con suavidad, se puso de puntillas y lo abrazó—. Lo siento.

Notó el corazón del chico latiendo con fuerza contra el de ella.

—Nick sólo tenía diecisiete años.

—Pero era un Praetor , como tú —repuso ella en voz baja—. Sabía que era peligroso. Tú sólo tienes dieciocho. —Él la abrazó con más fuerza, pero no dijo nada—. Jordan —continuó ella—. Te amo. Te amo y lo siento.

Notó que él se quedaba parado. Era la primera vez que decía esas palabras desde unas semanas antes de que la mordiera. Él parecía estar aguantando la respiración. Finalmente soltó un pequeño grito ahogado.

—Maia —dijo con voz quebrada. Y luego, increíblemente, antes de que él pudiera decir nada más… sonó el móvil de ella.

—No importa —dijo ella—. No lo cojo.

Él la soltó, mirándola con ternura; su rostro estaba desconcertado de pena y sorpresa.

—No —repuso él—. No, podría ser importante. Cógelo.

Maia suspiró y fue a la barra. Cuando llegó, el móvil había dejado de sonar, pero había un mensaje de texto parpadeando en la pantalla. Notó que se le tensaban los músculos del estómago.

—¿Quién es? —preguntó Jordan, como si hubiera notado la repentina tensión de Maia. Tal vez así fuera.

—El 911. Una emergencia. —Se volvió hacia él, sujetando el móvil—. Una llamada a la lucha. Han avisado a todos los de la manada. De Luke… y Magnus. Tenemos que marcharnos inmediatamente.

Clary se hallaba sentada en el suelo del cuarto de baño de Jace, con la espalda contra la bañera y las piernas estiradas al frente. Se había lavado la sangre de la cara y el cuerpo, y se había enjuagado el cabello en el lavabo. Llevaba el vestido de ceremonias de su madre remangado hasta los muslos y notaba las losetas del suelo frías contra las pantorrillas y los pies descalzos.

Se miró las manos. Pensó que deberían ser diferentes. Pero eran las mismas manos que siempre había tenido, con dedos delgados, uñas cuadradas (una artista no quería tener uñas largas) y pecas en los nudillos. Su rostro también era el mismo. Toda su cuerpo seguía siendo igual, pero ella no. Esos últimos días la habían cambiado de maneras que ni ella misma llegaba a entender del todo.

Se levantó y se miró en el espejo. Estaba pálida, en contraste con los intensos colores de su cabello y del vestido. Tenía el cuello y los hombros decorados con morados.

—¿Admirándote?

No había oído abrir la puerta a Sebastian, pero ahí estaba, apoyado en el marco. Llevaba un tipo de traje de cazador de sombras que ella no había visto nunca: el material duro de siempre, pero del color escarlata de la sangre fresca. También había añadido un accesorio a su indumentaria: una ballesta curvada. La sostenía tranquilamente en una mano, aunque debía de ser pesada.

—Estás encantadora, hermana. Una compañera adecuada para mí.

Clary se tragó lo que le iba a contestar, acompañado del sabor a sangre que aún le permanecía en la boca, y fue hacia él. Sebastian la cogió por el brazo cuando ella trató de pasar entre él y la puerta. Le pasó la mano por el hombro desnudo.

—Bien —dijo él—. No estás Marcada aquí. No me gusta que las mujeres destrocen su piel con cicatrices. Ponte Marcas sólo en los brazos y las piernas.

—Preferiría que no me tocaras.

Él soltó un bufido y alzó la ballesta. Tenía el dardo colocado, listo para ser disparado.

—Camina —le ordenó—. Estaré detrás de ti.

Clary tuvo que hacer un gran esfuerzo para no apartarse de él. Se volvió y fue hacia la puerta, notando un ardor entre los omoplatos, en el punto donde suponía que le apuntaba la ballesta. Bajaron así la escalera de vidrio y atravesaron la cocina y el salón. Sebastian gruñó al ver la runa que Clary había trazado en la pared, pasó la mano ante ella y apareció una puerta. La hoja de la puerta se abrió a un cuadrado de oscuridad.

La ballesta empujó con fuerza a Clary por la espalda.

—Camina.

Clary respiró hondo y avanzó hacia las sombras.

Alec golpeó el botón de la pequeña jaula del ascensor, y se apoyó en la pared.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

Isabelle miró la pantalla de su móvil.

—Unos cuarenta minutos.

El ascensor comenzó a subir. Isabelle miró de reojo a su hermano. Parecía cansado, tenía grandes ojeras. A pesar de su fuerza y su altura, Alec, con sus ojos azules y su suave cabello negro hasta los hombros, parecía más frágil de lo que era.

—Estoy bien —repuso él, contestando la silenciosa pregunta de Isabelle—. Tú eres la que se va a meter en un lío por pasar las noches fuera de casa. Yo tengo dieciocho años. Puedo hacer lo que quiera.

—Le he enviado mensajes a mamá todas las noches que me he quedado contigo y con Magnus —dijo Isabelle mientras el ascensor paraba—. Tampoco es que ella no supiera dónde estaba yo. Y hablando de Magnus…

Alec pasó ante ella y abrió la puerta del ascensor.

—¿Qué?

—¿Estáis bien? Me refiero a si os va bien juntos.

Alec le lanzó una mirada incrédula mientras salía del ascensor.

—¿Todo se está yendo a la porra y tú quieres saber cómo va mi relación con Magnus?

—Siempre me ha sorprendido esa expresión —repuso Isabelle pensativa, mientras corría detrás de su hermano por el pasillo. Alec tenía unas piernas muy, muy largas y, aunque ella era rápida, era difícil seguirle el paso cuando él lo quería—. ¿Por qué una porra? ¿Qué es una porra, y qué tiene de especial para que haya que ir allí?

—Magnus y yo estamos bien, supongo —contestó Alec, que había sido el parabatai de Jace durante el tiempo suficiente para aprender a prescindir de las tangentes en la conversación.

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